Como en 2019, Fernando Camacho lidera la reafirmación separatista que baja de la Media Luna: arrasaron con varios organismos estatales, arriaron la wiphala y anuncian la celebración de los dos años del golpe.
Los bolivianos sabían que estos episodios volverían en cualquier momento. Bastaba con revisar un poquito la historia. Entre 1825, los años de gloria con las presencias de Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, y la asunción en 2006 de Evo Morales –año que inauguró el período de institucionalidad más extenso en la vida del país– Bolivia tuvo 78 presidentes, electos y dictadores. Cada uno duró un promedio de sólo dos años y tres meses, con dos extremos: Germán Busch estuvo seis días en 1936 y Morales permaneció 5040 jornadas completas entre 2006 y 2019.
Esta vez, como casi siempre, como en el último golpe de 2019, todo empezó en Santa Cruz, uno de los cuatro departamentos de la secesionista región oriental, junto con Pando, Beni y Tarija, la llamada Media Luna. El día elegido fue el 24 de setiembre, durante los actos recordatorios del 211 aniversario del levantamiento independentista cruceño y cuando el presidente Luis Arce participaba de la Asamblea General de la ONU. En los festejos en la Plaza de Armas el gobierno estaba representado por el vice, David Choquehuanca, excanciller de Morales durante sus casi 13 años de gobierno, un indígena de pura cepa.
En una nueva muestra del despilfarro de odio del que son capaces y se enorgullecen los blancos de Santa Cruz, se escuchó el himno y se izó la bandera tricolor –roja, amarilla y verde–, pero no se enarboló la wiphala, uno de los símbolos del Estado Plurinacional, ni se le permitió hablar a Choquehuanca. Es más, Camacho no sólo le cortó el micrófono al vicepresidente sino que invitó a los suyos a arriar la bandera de los pueblos originarios mientras otros azotaban a Valenzuela. En cambio, como en los días del golpe de 2019, el gobernador hizo flamear en el mástil principal de la plaza “la bandera de la flor de patujú”, un gran campo blanco, blanco como los vestidos de novia y las banderas de rendición, atravesado en diagonal por una rama de la simbólica flor.
Los actos de reafirmación separatista habían comenzado una semana antes y vaya a saberse por qué el gobierno no reaccionó. Al fin, tras el manoseo sufrido en Santa Cruz, el ministro de Justicia, Iván Lima, acusó al legislativo departamental de caer en delito de separatismo y acciones golpistas, por haber aprobado el 17 de setiembre una ley que establece la designación de autoridades en distintos organismos del Estado. La norma votada por los diputados de Creemos, el partido de Camacho, permite el nombramiento de funcionarios de la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo, el Tribunal Electoral y otros órganos propios del aparato judicial. “Lo que ha hecho Santa Cruz –dijo Lima con la más irritante humildad– es inadmisible, porque es la Asamblea Plurinacional la única que puede regular en la materia”.
Durante la última semana de septiembre, la primera de esta primavera austral, una jauría de nubes cargada por la extrema derecha con sus mejores truenos y centellas se instaló, amenazante, a las puertas de la institucionalidad retomada electoralmente por Luis Arce y David Choquehuanca no hace todavía un año. El 8 de noviembre debería recordarse el acontecimiento, pero el golpismo ya asomó la cabeza, con la cabeza de Camacho, para celebrar el 12, cuando se cumplan dos años del sangriento golpe de Estado que instaló durante doce meses a la dictadora Jeanine Áñez, con la bendición del secretario de la OEA, Luis Almagro, y los sacramentos de la Iglesia Católica que desde sus bellas catedrales coloniales condujo la planificación del enésimo asalto a la democracia.
Mientras, y ya de regreso al país, y con un Choquehuanca guardado discretamente en un segundo plano, Arce se ha reunido con organizaciones indígenas, entre ellas la reconocida milicia aymara de los Ponchos Rojos, para garantizarles que el Estado defenderá “a como sea” los valores de la wiphala. Porque, dijo, “la wiphala se respeta hermanos, porque es el lenguaje, es la historia, es el resumen de toda la lucha de nuestros pueblos indígenas originarios, y no se va a borrar por el capricho de una persona o un grupo de personas”. No dijo más, sólo eso. «
Los discriminados, un 89 por ciento
Cuatro décadas le llevó a Bolivia cumplir con la decisión de la ONU que en 1967 estableció la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial. Recién tres años después el país selló su adhesión, pero nunca la homologó, hasta que en 2010, con el primer mandato de Evo Morales, se convirtió en una ley que castiga la discriminación y el racismo en todas sus formas. En esos 40 años –símbolo de la fragilidad institucional– se habían sucedido 27 presidentes, 21 de ellos dictadores. Pese a la configuración étnica del país, ninguno había cumplido con esa acción de justicia. El 89% de los bolivianos conforma la legión de los discriminados (el 18% son indígenas originarios, el 70% son mestizos y el 1% son afrodescendientes). El 11% restante, los discriminadores, son ellos y sus sirvientes los amos de la tierra, las industrias y los bancos. Son la minoría que se concentra en la región oriental, en Santa Cruz, donde han vuelto a encender los fuegos del purgatorio hasta hacer que el trino de los pájaros se vuelva lamento.
En estos días de universal silencio sobre el drama boliviano, La Razón, diario no afín ni al gobierno ni a las organizaciones indígenas, hizo un balance de los casi dos años vividos desde noviembre de 2019, cuando fue derrocado Evo y uno de los momentos de mayor tensión estuvo dado por la quema de la wiphala, la enseña de los 49 cuadros con los colores del arcoíris, dispuestos diagonalmente. La wiphala, escribió el diario de La Paz, expresión de identidad de las naciones y pueblos indígenas y símbolo oficial del Estado, fue reducida por la ultraderecha a ser “la bandera del MAS”, el partido gobernante.
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