Ese mismo día, al otro lado del mundo, la senadora Jeanine Áñez consolidó el golpe cívico-militar en Bolivia con su autoproclamación presidencial y la ejecución de una feroz cacería de opositores al régimen de facto.
En simultáneo, tras la Cordillera, una multitud pisó las calles de Santiago de Chile, nuevamente ensangrentadas tras cuatro semanas de represión brutal.
La conflictividad social se viraliza. Según un informe de la Oficina para los Derechos Humanos de la ONU, en los últimos dos meses se registraron estallidos en España, Haití, Egipto, Guinea, Iraq y el Líbano, además de los ya consignados Chile, Bolivia y Hong Kong. En casi todos los casos, la economía prendió la mecha: las manifestaciones se iniciaron por aumentos en alimentos, impuestos o servicios esenciales.
La acelerada transformación del empleo, el incremento en el costo de vida y la obscena desigualdad están en la base de estallidos que, como se verifica en Bolivia, son estimulados por transnacionales políticas y económicas interesadas en explotar los recursos de los países en crisis. Ya se sabe: a río revuelto…
¿Cómo se prepara el gobierno de Alberto Fernández para surfear en este presente distópico? Un mundo en convulsión requiere expertos en anticipar y auscultar situaciones que ocurren fuera de radar. A eso debería dedicarse una Agencia Federal de Inteligencia, que en la Argentina se dedica a otra cosa: operar en las cloacas del poder para dirimir disputas económicas, políticas y judiciales.
«La cuestión militar está de vuelta en América Latina en general y en América del Sur, en particular», advirtió días pasados el analista internacional Juan Gabriel Tokatlian. «El gobierno entrante debe estar atento a esta tendencia para actuar en consecuencia –prosiguió–. En ese sentido, parece imprudente que se llegara a llevar a cabo la eventual disolución de la AFI. En las actuales circunstancias regionales, lo más relevante para un país como Argentina es poseer una sólida inteligencia estratégica».
En los mentideros de la política se barajan los nombres de Alberto Iribarne y José «Pepe» Albistur como posibles responsables de la AFI. Ambos son de la íntima confianza del presidente electo, como se estila en ese cargo. Pero más allá de los nombres, lo relevante serán las políticas. En el Frente de Todos se trabaja en dos posibilidades: refundar la AFI en una dirección de inteligencia estratégica, o reducir parte de sus actuales atribuciones –como la realización de escuchas y otras faenas de espionaje–, pero retener tareas de inteligencia criminal que le permita «asistir» a investigaciones federales de narcotráfico y terrorismo. La segunda línea, claro, cuenta con el beneplácito de EE UU.
Hay margen, sin embargo, para decidir con cierta autonomía. La convulsión social global y la exhibición de la cámara séptica servicial que destapó el caso D’Alessio, entre otros hechos, obliga y a la vez propicia «reperfilar» el Sistema de Inteligencia para ponerlo, al fin, al servicio de los intereses nacionales. No hacerlo, como quedó a la vista en Bolivia, puede ser un error fatal.
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