Aunque en el mismo escenario y con el mismo cortinado de fondo, cada uno celebró a su manera. Apenas 14 de las decenas de miles de islas, islotes y atolones de incalculable valor geoestratégico dispersos en la inmensidad del Pacífico Sur, inauguraron el 12 de julio su cumbre anual, con bombos, platillos y serpentinas. El mismo día, pero fuera del encuentro, Kiribati, la más pequeña de las grandes (811 kilómetros cuadrados) recordó austeramente que desde 1979 es un país liberado de la sofocante tutela de Estados Unidos. Es sorprendente que cada una de las entre 30 y 40 mil islas lleve una agenda diferente cuando comparten un área a la que el cambio climático le puso fecha de extinción. “Tenemos una existencia a término”, fue uno de los angustiosos conceptos más repetidos en la cumbre.
No es una novedad, todas las investigaciones científicas han determinado que las islas del Pacífico Sur están en la primera línea de la crisis climática, afectadas por la arrolladora subida del nivel del mar, la contaminación de las aguas y la destrucción de los ecosistemas. El presidente de Fiyi, Voreque Bainimarama, abrió el foro en su carácter de anfitrión, con la advertencia de que “la crisis desbocada del cambio climático amenaza la seguridad y la soberanía de muchas de nuestras naciones, enfrentadas a las tormentas cada vez más devastadoras”. Después vino lo que en otros escenarios se podría haber definido como el golpe bajo de Bainimarama: las islas deben dotarse ya de una estrategia común, con miras a 2050, centrada en enfrentar la “amenaza existencial” que supone el cambio climático.
Aunque las disputas geopolíticas de Estados Unidos y China estuvieron en todo momento sobrevolando como moscas de verano en la sala de debates, el cambio climático fue el tema. Ante el indisimulable pánico de los gobernantes, se llegó a un rápido acuerdo para la redacción del documento final. Los jefes de Estado notificaron que se agotó el tiempo de la charlatanería “para evitar los escenarios” que dejarían a sus países a merced de las tormentas. “Estamos a la vanguardia de los impactos adversos del cambio climático (…), se necesitan acciones urgentes, robustas y transformadoras a nivel global y regional”, dice el acta de la cumbre del Pacífico Sur, entre 30 y 40 mil islas escasamente pobladas pero situadas sobre estratégicas rutas navieras que la hacen zona de rivalidades geopolíticas.
Estados Unidos usó las islas del Pacífico Sur hasta el fin de la Segunda Guerra. Entonces transfirió a la ahora rebelde Kiribati la soberanía sobre Cantón –el único aeropuerto de reabastecimiento usado durante el conflicto–, aunque reservándose el derecho a disponer sobre esas abandonadas pero recuperables instalaciones. Para sus intereses, Estados Unidos cometió en el Pacífico los mismos errores que comete hasta hoy en Centroamérica, en el hemisferio occidental. Es cierto que al concluir la guerra decreció la utilidad de Cantón, pero la siempre limitada diplomacia norteamericana estimó que, ante la inminente independencia de Gran Bretaña, la isla iba a seguir bajo mando de gobernantes genuflexos. Le erró, Taneti Maamau, el presidente actual de Kiribati, anudó las mejores relaciones con China, el nuevo oso comunista que aterra a los residentes de la Casa Blanca.
Con la misma mirada siempre corta, Estados Unidos vivió de lejos la cumbre del Pacífico, aunque era el más ansioso por sus resultados. Mientras en los diez días previos China tuvo en actividad, recorriendo la región in situ, a su canciller Wang Ji, el gobierno de Joe Biden sólo participó mediante una videoconferencia. Kamala Harris, la vicepresidenta, fue la
encargada de transmitir un plan que está lejos de lo esperado en las islas. Anunció que Estados Unidos triplicará los recursos para el desarrollo económico y la protección de los océanos, pero ese triple son apenas 600 millones de dólares y a desembolsar dentro de los próximos diez años. El plan de acción es ambicioso: enfrentar la crisis climática, abordar tareas de conservación marina, combatir la pesca ilegal y atacar la piratería marítima.
Cuando en mayo recién se hablaba de la cumbre y Kiribati no había anunciado todavía que no participaría, Teburoso Tito, embajador ante Estados Unidos y las Naciones Unidas, lanzó una bomba. Dijo que China había aceptado financiar la reconversión del aeropuerto de Cantón, estableciendo una instalación de doble uso, civil y militar. Tembló la Casa Blanca. Ahora, en julio y con los hechos consumados, Tito remató: “Con China se puede hablar y entenderse, pero Estados Unidos ignoró nuestros planteos”. Sin decirlo expresamente, el diplomático hacía referencia a los hechos del día, contraponiéndolos a los míseros 600 millones de Harris: el 12 de julio Biden dispuso el envío a Ucrania de una nueva partida de “ayuda” por 1.700 millones de dólares que se sumaron a los 7.500 cursados en la semana previa y se agregaban a los 29.600 millones girados por la Unión Europea.
Para ayudar a las islas a superar las amenazas e impulsar el regionalismo, Estados Unidos dijo que junto con sus mejores laderos –Japón, Gran Bretaña, Australia y Nueva Zelanda– había diseñado la creación de un club, al que bautizaría con el bucólico nombre de Socios del Pacífico Azul. Por ahora, sólo agregó a los 600 millones el reenvío de cuerpos de paz a Fiyi, Tonga, Samoa y Vanuatu y la promesa de la próxima apertura de embajadas en Tonga y Kiribati. Australia –uno de los tres mayores contaminadores per cápita del mundo– fue un poco más allá. Pidió que “todas las naciones se comprometan a eliminar el carbón –siempre ha sido criticado por defender a su lucrativa industria carbonífera– y otros combustibles fósiles, financiar campañas de mitigación e indemnizar a los países afectados”. Claro que su planteo no es inocente. Busca que las islas voten a Australia para la Eco Tierra de 2024.
China maneja todos los hilos con sutileza. Está interesada en la zona económica exclusiva de Kiribati, en la pesca oceánica y en ayudar al desarrollo de un programa turístico con el que Maamau quiere construir “un país más rico, feliz, y pacífico”. China sigue actuando como en los años más calientes de la Guerra Fría. La reedición de un muy universal y gastado chiste decía entonces que Dwight Eisenhower, Nikita Khruschev y Mao tse-Tung se encontraban ante la posibilidad de formular un último deseo. El norteamericano se imaginaba una bomba de 50 megatones cayendo sobre el corazón de Moscú y el soviético pedía por una de 100 megatones que destruyera Washington. A su turno, Mao esbozaba una sonrisa y haciendo el clásico gesto del pulgar y el índice pedía: “Para mi, un cafecito”.
Un mundo de miles y miles de islas volcánicas
En un mundo que se desvive por ocupar un lugar en el álbum de los récords, el Pacífico Sur ya tiene dos sitios asegurados para siempre. En un mapa repleto de minúsculos círculos o, apenas, una legión de puntos sin contorno, los geógrafos hablan genéricamente de entre 30 y 40 mil islas, islotes y atolones. No todos están poblados y en su mayoría están listos a ser devorados por la furia del agua, víctimas del cambio climático que provoca la incesante subida del nivel de mares y océanos. En ese mismo mapa no pueden delimitarse las áreas geográficas en las que se habla cada una de las 450 lenguas identificadas.
Las islas están agrupadas en la Melanesia, la Micronesia y la Polinesia, generalmente clasificadas en altas y bajas. Los volcanes generan las primeras, que son las que tienen los mejores suelos y condiciones de habitabilidad. Las segundas son arrecifes de gran belleza o atolones estériles de escasa superficie. De las tres agrupaciones, la Melanesia es la más alta y, en consecuencia, la región más poblada. La Micronesia y la Polinesia son islas bajas con las peores tierras.
Según estudiosos citados por Wikipedia, el habla oceánica es propia de un subgrupo de las lenguas austronesias –del griego austronesia, islas del sur–, formado por 450 lenguas. Las expresiones oceánicas que se conservan con perspectivas de larga vida son habladas por menos de dos millones de personas. Las más utilizadas son el samoano (reúne unos 300 mil hablantes) y el fiyiano (usado por 500 mil personas).