Si bien en 1953 Estados Unidos y Corea del Norte firmaron un armisticio, Seul y Pyongyang técnicamente nunca establecieron un tratado de paz. Lo harían Kim Jong-un y Moon Jae-in el viernes que viene. Trump también se verá con el controvertido líder norcoreano, a fines de mayo.
Es que el triunfo definitivo de las milicias lideradas por Mao Zedong en la guerra civil, el 1 de octubre de 1949, provocó un cataclismo en el tablero político de la región que habían establecido en Yalta algunos años antes el británico Winston Churchill, el estadounidense Franklin Roosevelt y el soviético Josif Stalin.
Esos acuerdos para el reparto del mundo al finalizar la Segunda Guerra Mundial incluían la partición de la península coreana en dos naciones, una al norte del paralelo 38 bajo la influencia soviética y otra al sur, con preeminencia de las potencias occidentales emergentes de aquella contienda.
Pero un gobierno comunista en Beijing cambiaba todo. Corea fue reconocida como país independiente por la ONU en 1947 y al año siguiente se plasmó la división entre el norte comunista y el sur capitalista.
Fue en ese contexto que tropas del norte acudieron en auxilio de militantes gremiales y políticos perseguidos por el gobierno anticomunista y pro-estadounidense de Syngman Rhee. Hubo un acelerado avance de las tropas comunistas pero luego un tambièn veloz repliegue ante efectivos del sur que recibieron el apoyo de fuerzas al mando del mítico general Douglas MacArthur, el mismo que había logrado al rendición de Japón y había instaurado la nueva constitución japonesa, aun vigente.
De pronto entró en escena el nuevo jugador, la China de Mao. MacArthur propuso el gobierno de Harry Truman arrojar bombas atómicas sobre territorio chino. El alocado general fue destituido y enviado a casa. No era la primera vez que MacArthur se convertía en parte del problema y no de la solución para Washington. Fue la última.
Hay un diálogo espeluznante entre un representante del gobierno de Truman y Mao que reproduce Henry Kissinger en su libro más que recomendable (hay que decirlo) del instigador de las dictaduras genocidas en América Latina sobre China. Ese profuso y bien documentado material fue la base sobre la que convenció a Richard Nixon de reunirse con el líder chino para restablecer relaciones diplomáticas y regresar al milenario país al concierto de las Naciones Unidas, en 1972.
El negociador norteamericano le dice a Mao, según Kissinger, que tienen bombas atómicas, como se pudo comprobar en Nagasaki e Hiroshima, capaces de arrasar con China en pocos minutos.
El jefe de Estado comunista, sin inmutarse y quizás con un tono de rosna, comentó: «Pueden matar a 100 millones, 200 millones de personas, tenemos 400 millones más».
Como parte de aquel conflicto en Corea, las naciones occidentales forzaron a la ONU a apoyar una intervención total en para volver a las fronteras del paralelo 38 que habían acordado con Stalin. En ese incipiente organismo internacional las tensiones y las trampas ya habían dado comienzo y a la reunión del Consejo de Seguridad (del que formaba parte la URSS y Taiwán como gobierno reconocido de toda China) no fueron representantes soviéticos, porque no las habían avisado. De modo que se aprobó la intervención militar sin el veto del único que lo hubiese hecho.
Al cabo de una feroz contienda de tres años y un mes, quedaron el los campos de batalla casi cuatro millones de muertos. Fue técnicamente un empate, ya que luego de las embestidas y retrocesos iniciales de cada uno de los bandos, se produjo un estancamiento que a menos que la guerra se extendiera -algo que ninguno quería- no hubiese producido resultados.
El 27 de julio de 1953 se firmó el Armisticio en Panmunjong entre el gobierno del abuelo del actual mandatario norcoreano, Kim Il-sung, y representantes del presidente Dwight D. Eisenhower. Un simple tratado de no agresión que dejó afuera a Surcorea. Para Seul y Pyongyang, la guerra en realidad continúa.
A partir de entonces, las dos naciones crecieron de un modo dispar. El sur, convertido en una potencia industrial de primera magnitud, el norte en una potencia nuclear de riesgo para sus enemigos. Al mismo tiempo fueron registrándose acercamientos y diferencias entre Washington y Pyongyang.
Los pocos avances diplomáticos fueron seguidos por fuertes controversias y amenazas de desatar una apocalipsis nuclear que anotó a cada uno de la dinastía Kim como el «loco de turno» para Washington. La posición más clara sobre esta cuestión fue seguramente la de la ex secretaria de Estado Hillary Clinton, quien trató por todos los medios de bloquear cualquier posible unidad de Corea. «Un país con el desarrollo industrial del Sur y armamento nuclear del Norte sería peligroso», era su lema.
Donald Trump siguió esa línea, quizás porque montarse en el perfil de un personaje tildado de loco por los medios occidentales lo podría hacer parecer cuerdo, por comparación. Pero sorpresivamente anunció que iba a aceptar una entrevista con Kim Jong-un que se llevaría a cabo a fines de mayo. Kim también abrió el juego a una cumbre con el jefe de Estado sureño, Moon Jae-in.
Seul enfrenta una crisis política de importancia. Moon asumió su cargo en mayo del año pasado. Ganó las elecciones adelantadas de ese año por la destitución de Park Geun-hye, envuelta en un escándalo de corrupción y detenida. En ese affaire aparece involucrado el presidente y heredero del gigante electrónicoSamsung, Lee Jae-yong, condenado a cinco años de prisión.
Kim Jong-un, en tanto, fue acusado por organismos extranjeros de ser autor intelectual del envenenamiento de su hermanastro Kim Jong-nam en Malasia, en febrero de 2017. También lo acusan de haber ejecutado a su tío, Jong Song-thaek, y a otros 15 oficiales de las Fuerzas Armadas desde que llegó al poder por la muerte de su padre, en diciembre de 2011, cuando tenía 28 años.
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