La revista americana Life publicó por primera vez, en la página 21 de su número del 4 de setiembre de 1944, la fotografía de la colaboracionista de Chartres. Esta foto ha sido desde entonces publicada en innumerables ocasiones, en contextos diferentes, acompañada de comentarios variados, e incluso con modificaciones en su encuadre. Su autor ha sido el corresponsal de guerra más famoso, y a él se deben las imágenes sobre la guerra más perdurables.
Robert Capa nació en Budapest, Hungría, en 1913, y tenía sólo 40 años cuando, el 25 de mayo de 1954, moría en Indochina, víctima de la explosión de una mina, mientras cubría para Lite la guerra entre franceses y vietnamitas. A los 18 años había comenzado su actividad de fotógrafo y prácticamente ningún acontecimiento histórico importante escapó a su atención. Capa, ha sido, por ejemplo, el autor de la fotografía más conocida sobre la guerra civil española, la del soldado republicano tomado en -el mismo instante en que recibe un balazo. También Capa estaba presente en Francia en 1936, cuando el gobierno del Frente Popular se instalaba, luego de su victoria electoral. Dos años después estaba en China, cuando las tropas japonesas la invadían, y la segunda guerra mundial lo vio en todos sus teatros de acción: la foto más conocida del desembarco aliado en Normandía, la primera tomada sobre la playa de invasión, es de Capa.
En 1948 cubrió la convulsionada historia del nacimiento del Estado de Israel, y en 1954 fue a Indochina, donde se desarrollaba la guerra colonial francesa. Fue ésa la última batalla de Capa.
En 1944, entonces, Robert Capa acompañó a los soldados aliados que desembarcaron en Normandía y fue con ellos en su avance, mientras liberaban el territorio francés. En Chartres, a unos 75 kilómetros de París, Capa tomó la foto de la colaboracionista.
Esta foto está tomada, posiblemente, el mismo día en que las tropas aliadas ocuparon Chartres, o quizá el día siguiente, cuando los habitantes de la ciudad festejaron la liberación (festejo marcado por la abundancia de banderas y por la presencia de innumerables personas en las calles). El cráneo rapado de la mujer que lleva el niño en los brazos indica que se trata de alguien que ha colaborado con el ocupante alemán, y la prueba flagrante de esa colaboración es justamente el niño. Unos pasos delante de ella camina su padre, que lleva un atado de ropa, y junto a ella va un par de policías que, o bien la llevan detenida, o la escoltan en una especie de desfile por toda la ciudad, organizado para divertir a la población.
Efectivamente, acompañando a la colaboracionista, y festejando su detención, caminan los habitantes de Chartres.
No es fácil efectuar una descripción objetiva de la fotografía de Capa. Ninguna descripción es neutra: la elección de una palabra en lugar de otra «parecida» supone ya un matiz, una connotación que aun inconscientemente estamos produciendo; además el orden de las enumeraciones ya supone jerarquizaciones: si yo comienzo hablando de la colaboracionista, eso supone que la considero el centro, el eje de la foto; si por el contrario empiezo a hablar de la liberación de Chartres, encaro de otra manera, diametralmente opuesta, el hecho que la foto registra.
En el origen de esta fotografía, efectivamente, está la captación de un hecho real, efectuada por Capa, y al final hay una lectura de la imagen, hecha por el espectador. Esta lectura no es de ninguna manera unívoca, la misma para «todos» los espectadores de la fotografía; no hay lectura inocente, ingenua, natural. Toda lectura es cultural, porque en ese momento el espectador pone en juego toda una serie de referencias: sus convicciones políticas, el conocimiento que pueda tener sobre la segunda guerra mundial, o sobre la ocupación en Francia, o sus ideas sobre la guerra, que a su vez pueden originarse en una experiencia personal directa. Es decir que cada espectador «lee» esta fotografía a través del prisma de su propia ideología y de sus propias convicciones.
Me parece que esta fotografía de Robert Capa permite examinar el complejo juego de «lecturas» sucesivas que toda foto origina, lecturas que coinciden o se contradicen. Examinemos separadamente cada uno de los tres niveles sucesivos. La primera lectura es en realidad la lectura del hecho real que está en el origen de esta fotografía. Esta primera lectura es realizada por los espectadores-actores, habitantes de Chartres que presencian el paso de la mujer rapada o que la acompañan, y que están ahí, en la foto.
La lectura del hecho real que realizan sus espectadores contemporáneos se puede percibir inmediatamente en sus reacciones: están contentos, ríen; además están bien vestidos, como para ir a una fiesta. En realidad participan de una fiesta, ¿pero cuál es la causa de tanta alegría? Hay un motivo global, general, que el espectador de la fotografía puede suponer: la liberación de una ciudad francesa por parte de las tropas aliadas, y fin de la ocupación por las tropas alemanas. Basta entonces de «resistentes» fusilados, de rondas policiales, de detenciones, de deportaciones
Pero la fotografía de Capa señala otro motivo, más preciso, de la alegría: la detención de la mujer, el hecho de raparla (marca infamante y que sólo puede ser realizada mediante la violencia) y su marcha hacia la prisión, o su exhibición por las calles de Chartres.
En la lectura de esos espectadores-actores estos dos motivos de la alegría tienden a confundirse. La colaboracionista (es el símbolo de la ocupación, del ejército alemán, de las humillaciones, del terror. Es además un símbolo cercano y vulnerable. No hay que olvidar que durante la ocupación alemana solamente una minoría de franceses enfrentaron, mediante su «resistencia», al ejército alemán verdadero, literal. En cambio ahora, y sin ningún peligro, es posible enfrentarse al símbolo de ese ejército, la colaboracionista, y eso está al alcance de todos.
Hay que pensar, incluso, que en ese desahogo, en el grito o la risa dirigidos a la mujer flanqueada por los policías hay, en muchos casos, un intento de expiación. Durante los cuatro años de ocupación, la vida cotidiana de los franceses ha visto miles de hechos terribles, y en muchas ocasiones la cobardía o el terror impulsaron a mucha gente a mezquindades y delaciones. Hóy, seguramente, esas mismas personas tratan de olvidar esos hechos cuyo recuerdo los hace sentirse despreciables. Y ahora, frente a ellos está la ocasión de redimirse, la oportunidad de demostrar ese heroísmo que había permanecido durante tantos años sin poder manifestarse. Cuánto miedo, rabia, impotencia y cobardía hay en esos gritos y esas risas.
La lectura que los espectadores-actores efectúan modifica completamente el hecho real, lo carga de una significación y un sentido que lo exceden (Donde en realidad hay una mujer rapada con un niño en los brazos, los habitantes de Chartres ven el ejército de ocupación alemán; caminar junto a esa mujer o simplemente presenciar su paso se convierte en un acto heroico.
Esta transformación es, hasta cierto punto, comprensible. Para ello debemos pensar en el contexto histórico particular en el cual el hecho real se produce: la liberación de una ciudad de la ocupación extranjera. Podemos, entonces, ex-plicarnos esa explosión de alegría, esa momentánea pérdida de la conciencia, esa especie de borrachera colectiva en la cual participaban todas las personas que aparecen en la foto (todos los personajes, menos tres).
Pero, en ese mismo momento en las calles de la ciudad de Chartres, presenciando el paso de la mujer rapada, había por lo menos una persona que no participaba de la excitación general, que conservaba la cabeza fría, que desechaba la lectura engañosa realizada por los habitantes de la ciudad, y que efectuaba una segunda «lectura» de ese hecho, segunda lectura que «es» la foto que tenemos frente a nosotros. Y esa persona que conservaba la calma en medio del delirio general era el fotógrafo Robert Capa.
Capa pone, en la foto, las cosas en su lugar. Frente a él se encuentra una mujer rapada con su hijo en los brazos, caminando hacia la prisión, participando en un desfile siniestro, y que es seguida y acompañada por una multitud endomingada y alegre que se burla de ella. No hay allí ni ejército alemán ni heroísmo. Frente a esta situación lo que hace Capa es avanzar unos metros «hacia» la mujer rapada, «enfrentar» la multitud que se aproxima y entonces hacer funcionar su cámara fotográfica. El punto de cámara, que ningún habitante de Chartres comparte, porque ellos están «frente» a la cámara, es el medio más evidente que utiliza Capa para explicitar su lectura del hecho real.
Este punto de cámara, este punto de vista, ha sido una elección deliberada por parte de Capa. Pensemos en los innumerables puntos de cámara posibles para mostrar el hecho que esta foto ha registrado. Cada uno de esos puntos de vista ordena los materiales de manera diferente, jerarquiza esos personajes, valoriza sus gestos. Es posible concebir, por ejemplo, una foto sacada por un fotógrafo mezclado con los habitantes de Chartres, que comparte entonces sus puntos de vista, y en la cual la mujer sería solamente un cráneo rapado escoltado por numerosas personas que la ocultan completamente.
O imaginemos una foto que haya sido sacada desde el punto de cámara elegido por Capa, y aproximadamente en el mismo momento en que Robert Capa sacó la foto, pero un segundo antes o después, y de esa manera quizá el gesto de la colaboracionista que podemos ver en la foto, esa mirada que dirige a su hijo que lleva en brazos, mirada que quizá dejó de existir un instante después, esa mirada entonces ya no es registrada por la cámara.
Me parece que la lectura efectuada por Robert Capa de ese hecho real ha condicionado la elección del lugar y del instante en que esa foto ha sido tomada. Ese lugar y ese momento no son, de ninguna manera «naturales», es decir obvios, los primeros que se le hubiera ocurrido a cualquier fotógrafo, ni tampoco «insignificantes», sin ninguna importancia. Me parece que solamente desde este punto de vista preciso (enfrentándose a los habitantes de Chartres) y en ese momento (en el instante exacto en que la mujer rapada mira a su hijo) se produce la concordancia entre la visión del mundo del ‘fotógrafo y los elementos específicos de la fotografía: punto de cámara, gesto del personaje. Ese gesto, ese punto de vista, esa visión del mundo se ordenan, como sol, luna y tierra durante un eclipse solar, en el momento preciso en que el fotógrafo se encuentra en ese lugar, en el instante en que la mujer mira al hijo que tiene en los brazos, cuando Robert Capa aprieta el disparador.
La tercera lectura es la que efectúa el espectador de esta fotografía. No se trata de la lectura del hecho real, como las efectuadas por los actores y por el fotógrafo, sino la lectura de una lectura, la del fotógrafo, que ha originado la imagen que tenemos aquí, ante nuestros ojos.
La lectura del fotógrafo (es decir la propia foto) y la lectura del espectador mantienen relaciones complejas. Es obvio que, por una parte, la foto condiciona a sus lectores, dado que delimita un campo de significaciones virtuales, que corresponde a cada uno de sus espectadores percibir y comprender. El fotógrafo solicita así el asentimiento del espectador y dispone en la foto los elementos para convencerlo. Hay entonces una cierta compulsión por parte del fotógrafo, para imponer su lectura (la foto) como la única posible, o al menos como la mejor.
Pero por otra parte la lectura de toda fotografía (y especialmente de una foto «histórica» como la de Capa) pone en funcionamiento en cada espectador todo un marco de referencia en el cual la fotografía se inscribe, y que ella sola no puede modificar completamente. Pensemos. que las lecturas de esta foto que pueden hacer un antiguo habitante de Chartres, o un francés resistente, o un colaboracionista, o un indio del Brasil, son obviamente diferentes. No hay lecturas «naturales» sino exclusivamente lecturas culturales, donde cada espectador pone sobre el tapete sus temas de valores, opiniones políticas, prejuicios y convicciones.
Al mismo tiempo compulsiva, puesto que tiende a imponerse al espectador, e impotente, dado que choca contra la ideología de cada espectador, la fotografía abre así un campo de significaciones posibles, campo que nosotros, sus espectadores, tenemos que tratar de delimitar y comenzar a recorrer.
Examinemos entonces, nuevamente, la fotografía de Robert Capa. Hay, en primer lugar, un clima de festejo y de celebración. En esta fiesta participan todos los personajes excepto tres: la mujer rapada (el carácter infamante de esa cabeza rapada, signo de colaboración y prueba de haber mantenido relaciones sexuales con los soldados enemigos, es un dato que el espectador tiene almacenado y que le permite comprender la información suministrada por la fotografía), luego el niño que esa mujer tiene en los brazos y que es, evidentemente, su hijo, y en tercer lugar el viejo: que, con la mirada clavada en el suelo, lleva el envoltorio de ropas y que es, supuestamente, el padre de la colaboracionista.
El eje sobre el cual gira toda la estructura de la fotografía es la oposición entre estos tres personajes y todos los otros. Hay dos mundos que se enfrentan, universos que cada detalle contribuye a diferenciar. Los habitantes de Chartres están vestidos como para ir a una fiesta, los hombres con corbata, las mujeres (sobre todo si son jóvenes, como las tres muchachas que marchan junto al policía que camina al lado de la colaboracionista) bien peinadas y bien vestidas.
Por el contrario la mujer rapada, con esa especie de guardapolvo blanco y, sobre todo, su padre, con un mameluco y un saco por encima, están pobremente vestidos. Ese envoltorio con ropas y ese pañal que envuelve al niño son detalles que confirman la impresión de pobreza. Las apariencias muestran un enfrentamiento que es también económico. Incluso, ante la pobreza de la colaboracionista y de su familia uno puede preguntarse en qué ha consistido esa colaboración, y cuál ha sido el beneficio que estos personajes han tenido. El pecado ha sido, quizá, tener un amante alemán. La moral rígida de la gente bien pensante de una ciudad de provincia aparece en segundo plano, amenazante.
Además están las miradas. La colaboracionista mira a su hijo con un gesto neto, preciso. El padre clava los ojos en el suelo. Se los ve solos, desamparados, humillados.
Frente a ellos están los habitantes de Chartres, con los rostros debilitados por las sonrisas, y por la curiosidad deshonesta. En esa indiferencia completa ante la tragedia de la mujer rapada, frente a la cual no tienen otra reacción que esas sonrisas bobaliconas, y en esa regocijada participación en el desfile, hay toda una definición. Esos personajes endomingados son al mismo tiempo grotescos y despreciables.
Fijémonos en las piernas. Las únicas que presentan un dibujo neto, preciso, son las de la mujer rapada. Comparémoslas con las piernas desdibujadas de las tres muchachas que caminan a su lado y que la miran desvergonzada y provocadoramente.
Así que del lado de la mujer rapada tenemos la mirada franca, la línea recta de una pierna bien asentada, pisando el empedrado de Chartres, la determinación al tomar a su niño con ambas manos. Frente a ella, manos que no saben qué hacer (miremos las de esas mismas tres muchachas), un caminar impreciso, sonrisas o semisonrisas idiotizadas.
Es posible que un antiguo habitante de Chartres, o el miembro de una sociedad de veteranos de guerra pueda sentirse indignado ante esta lectura que acabo de efectuar de la fotografía de Capa, y que en su indignación crea conveniente tirarme a la cara la lista de resistentes fusilados o el relato de hechos que prueban la bestialidad de la ocupación nazi. Me parece que esos datos son inútiles, porque la fotografía no habla ni sobre los fusilamientos de resistentes ni sobre la ocupación nazi. Y si habla sobre la ocupación y sobre la resistencia, lo hace a su manera, como veremos enseguida.
Si digo que la foto de Capa no habla sobre resistentes o sobre la ocupación alemana, no es para establecer un criterio restrictivo. Pretendo dejar de lado elementos puramente anecdóticos pero no para despojar a la fotografía de esos elementos, sino para hacerla escapar a la trampa en la cual puede caer toda foto «histórica» Y, general, toda obra de arte vinculada con un hecho histórico preciso. Esa trampa consiste en encerrar esa obra en su circunstancia histórica, y haciéndole perder así toda posibilidad de comunicación con un espectador que no tenga de ese hecho histórico una experiencia personal directa. Si la foto de Robert Capa es simplemente el reflejo de un hecho sucedido en la ciudad de Chartres, durante la liberación, hoy no podría entablar una relación con espectadores para los cuales ese hecho aparece lejano, distante.
Me parece, sin embargo, que por un procedimiento que puede observarse en toda obra artística valiosa, efectuando una especie de rodeo, «Liberación de Chartres, 1944», la foto de Capa habla también sobre los resistentes y sobre la ocupación. Hay aquí, en efecto, la humillación de la derrota, la prepotencia del número y de la fuerza, la complicidad de una mayoría y la determinación (marcada por una mirada, por un gesto, por la línea de una pierna) de alguien que se opone y que va a luchar, que va a intentar sobrevivir. Pero la resistencia no está allí donde se podría suponer, y la escena sufre una completa inversión, que le permite justamente escapar a la anécdota y hablarnos a sus espectadores actuales. Quien resiste, paradojalmente es la colaboracionista. La mujer rapada se eleva a un plano de significación más general, y se convierte en el símbolo de toda resistencia, la de los franceses ante el ejército de ocupación, la del negro africano ante el régimen opresivo.
Capa habla aquí de sometimiento, de terror, y habla también de la resistencia de la mujer humillada, frente a una multitud sonriente y amenazadora.
Los espectadores-actores creían estar viviendo un instante de heroísmo al enfrentarse a un ejército de ocupación, y no se daban cuenta que se limitaban a abuchear a una mujer que tenía un hijo en sus brazos. Capa desenmascara cruel- mente a estos ocupados que acaban de dejar de serlo para convertirse inmediatamente en una ocupadores, enfrentados, ellos también, a una resistencia.
El mismo día en que, al menos para los habitantes de Chartres, una tragedia tocaba a su fin el ejército de ocupación alemán se iba y llegaban los liberadores, ese mismo- día nacía otra tragedia, la de una mujer con una marca infame-junto a su hijo) El tema de la fotografía es justamente esta tragedia que nace.
Podía suponerse que en el día de la liberación los «liberados» ocupan el centro dé la escena, son los protagonistas, y en torno a ellos los otros, los alemanes vencidos, los colaboracionistas desenmascarados limitándose a cumplir el rol de oscuras comparsas. Pero gracias a su mirada, a su caminar, a sus gestos, la verdadera protagonista de la foto es la colaboracionista; en ese mismo instante deja serlo. Rapada, humillada, vencida, sola en medio de una multitud que la mira como a una bestia enjaulada , y en razón de su propia tragedia, ella se convierte en la resistente.
Incluso las miradas de los habitantes de Chartres que están en la foto convergen, todas, en un nucleo, en un punto central, el rostro de la mujer rapada, marcada nítidamente por la luz cenital, que señala claramente su volumen. Esas miradas, –inconscientemente, señalan el verdadero eje del acontecimiento que presencian, revelan la insignificancia de los otros personajes, denuncian su im-potencia y su subordinación. Esos personajes no son nada sin la mujer rapada que, ella sí, ordena la imagen, señala el orden de importancia los elementos y coloca en el centro, mediante mirada o un gesto, el sentimiento profundo verdadero.
Resulta claro que la lectura de la foto que acabo de hacer, que es «mi» lectura, está, como cualquier otra, determinada por las ideas y los sentimientos que el espectador tiene, previamente a la contemplación de la foto. Y que si bien he procurado manejarme con los elementos que «texto» (es decir la foto) proporciona, es indiscutible que mis ideas (mi ideología, diría alguien que estuviese en desacuerdo con mi lectura) aparecen a todo lo largo de este capitulo. La más evidente es un cierto escepticismo ante el espectáculo de la historia y, sobre todo, una cierta desconfianza ante las victorias.
En 1954, en el prefacio del libro de Henri Cartier-Bresson «De una China a la otra», Jean-Paul Sartre decía: «‘Agradezcámosle (a Cartier-Bresson) haber sabido mostrarnos la más humana de las victorias, la única que se pueda, sin ninguna reserva, amar». Así Sartre emitía reservas sobre todas las victorias anteriores a la Revolución China; es lícito compartir este escepticismo, y , aun por las victorias posteriores. Más que contra las victorias, que pueden significar el fin de sufrimientos y de muertes, es posible experimentar cierta desconfianza ante los triunfadores, los festejos de la victoria y el olvido de las tragedias que sobreviven a la victoria.
Incluso me parecen discutibles los sentimientos totalizadores y compulsivos que acompañan a las victorias, los nacionalismos de toda especie, el desprecio por los vencidos. El momento de la victoria es a menudo también el del abandono de la racionalidad, y entonces se confunden deseos y realidad y se desecha el análisis de la fragilidad de toda victoria. En medio del frenesí del festejo (y de la alegría legítima, por supuesto) el mantener la cabeza fría aparece corno una muestra de insensibilidad; pero esa cabeza fría evitaría cometer errores. Es un poco lo que dice Theodor W. Adorno en uno de los textos breves que componen Mínima moralia, libro editado por Monte Avila: «Para el intelectual la soledad absoluta es la única forma en la que puede todavía conservar algo de solidaridad. Todo hacer como los demás, toda la humanidad del trato y de la participación es mera máscara de la silenciosa aceptación de lo no humano. Se ha de estar unido con el sufrimiento de los hombres: el más pequeño paso orientado hacia sus alegrías es un paso hacia el endurecimiento frente al dolor».
Porque para toda actividad intelectual,` y sobre para la actividad artística, existe una trampa mortal, enredarse con los elementos superficiales, confundir la epidermis y la significacion profunda de un hecho.
El escepticismo aconseja la frialdad y la distancia. Cuánta frialdad, en efecto, fue necesaria a Robert Capa para no ser arrastrado al festejo del arresto de la colaboracionista hecho que la euforia del momento tergiversaba completamente; cuanta frialdad y cuánta insensibilidad aparente, ya que Capa era el único que no participaba de la alegría en la cual «todos» participaban para descubrir (detrás de las apariencias engañosas) los sentimientos profundos y las cosas verdaderas.
Este texto de Raul Beceyro pertenece al libro La historia de la fotografía en diez imágenes.