La guerra, la miseria y el hambre empujan a millones de personas a buscar una vida mejor en los países más desarrollados, aun a riesgo de perderla. Mientras crece en Europa y los Estados Unidos un discurso xenófobo que va clausurando las fronteras –sólo para los hombres, nunca para los capitales–, cientos de miles habitan en gigantescos campos de refugiados, a la espera de traspasarlas, y otros mueren en el intento, en las aguas del Mediterráneo.
En el otro extremo de la exquisita sensibilidad occidental, la BBC de Londres denunció el 22 de mayo último que al gobierno norteamericano de Donald Trump se le “perdieron” 1475 niños centroamericanos que habían sido separados de sus padres cuando intentaban ingresar por la frontera con México. El 25 de abril, The New York Times había sido más magnánimo al decir que desde octubre del año pasado hasta esa fecha, los menores perdidos entre los vericuetos de la burocracia eran, apenas, algo más de 700. En medio de esa revulsiva batalla numérica, un agente de la Patrulla Fronteriza dijo que “las ONG a las que se entregan los niños en custodia son muy funcionales a los intereses superiores y no saben precisar el destino de ellos”.
En junio de 2017, cuando el papa Francisco saludó la idea de Evo Morales de celebrar una Conferencia Mundial de los Pueblos “por la eliminación de las cárceles destinadas al encierro de migrantes –como la que un año antes anunció el gobierno de Mauricio Macri–, por la destrucción de los muros físicos o invisibles que nos separan y por la construcción de una ciudadanía universal”, el Vaticano ordenó y divulgó una serie de datos sueltos. Así se supo que de los 65,6 millones de desplazados –migrantes, refugiados, apátridas– el 51% son niños que han sido separados de sus padres, y que hay organizaciones que se aprovechan de esta realidad lucrando con el traslado de personas que buscan refugio. Según la Agencia de Control de Fronteras de la Unión Europea, en 2015 los traficantes recaudaron un mínimo de 4000 millones de euros.
La Santa Sede recordó que las políticas migratorias del mundo desarrollado se endurecieron y establecieron más restricciones en aras de la seguridad nacional. “Algunos –dijo la cúpula católica– implementan políticas de criminalización que se materializan en medidas contra el libre tránsito de las personas, con lo que alientan la xenofobia y la discriminación”. En marzo pasado se realizó en Buenos Aires una reunión preparatoria de la cumbre de líderes del G-20, qué tendrá lugar el 30 de noviembre próximo, y allí los miembros del grupo destacaron justamente eso. En un documento que constituye una verdadera proclama neoliberal, quedó expresada la filosofía de los grandes del Norte, acompañada por algunos sumisos del Sur. “Enfatizamos –señalaron– el derecho de los Estados a mantener los mercados abiertos, controlar y cerrar sus fronteras y adoptar políticas en defensa de sus intereses y su seguridad nacional”. Ya habían dicho lo mismo en otra reunión celebrada en Hamburgo, Alemania, en julio de 2016. Casi un expreso aval a muros como el que rodea Palestina o el de la frontera con México. Que pase la mercadería (y los capitales), no los hombres.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) corre de atrás, pero aún con datos correspondientes a fines de 2016, su último informe titulado “Tendencias globales”, arrima cómputos reveladores. Ese año, veinte personas por minuto se vieron obligadas a huir de sus lugares de residencia y buscar protección dentro de su propio país o en otros. Así, unos 10,3 millones se convirtieron en nuevos desplazados por los conflictos o la persecución (6,9 millones de migrantes internos y 3,4 millones de nuevos refugiados). De las 65,6 millones de personas registradas como desplazadas forzadas hasta el último día de ese año, 22,5 millones eran refugiados; 40,3 millones, desplazados internos; y 2,8 millones, solicitantes de asilo. Para el ACNUR, otros no menos de 10 millones eran apátridas, personas no reconocidas como nacionales de ningún país, que no tienen derecho a la educación, la salud o la vivienda, ni un trabajo regular ni libertad para desplazarse por el mundo.
De todas partes llegan los emigrantes a las mecas de Estados Unidos y de Europa. El grueso de los que pretenden habitar el suelo de la gran potencia norteamericana, generalmente inicia sus periplos en Centroamérica para intentar el paso final, después de vadear ríos, lagos y pantanos, cruzar ciudades y selvas, casi siempre a pie y a veces montados en La Bestia, el tenebroso tren que atraviesa México hasta la frontera. Los que terminan o pretenden terminar en Europa, partieron desde Siria, Afganistán, Sudán y Sudán del Sur, Irak, Yemen, Burundi, República Centroafricana, República Democrática del Congo… A nivel global, Turquía es el mayor receptor, con unos tres millones de refugiados. Con casi un expulsado de su tierra por cada seis ciudadanos propios, Líbano es el que acoge a más migrantes forzados si se los compara con su población.
Según un informe de origen académico divulgado en Italia, 2017 fue el año de menor migración hacia Europa, pero la península siguió siendo una de las metas de los que huyen de la guerra, la miseria y el hambre, aunque con un índice 70% menor que el de 2016. De todas maneras, ya se sabe que los migrantes serán un blanco preferencial para el gobierno de ultraderecha que asumió a principios de junio mediante una alianza entre el Movimiento 5 Estrellas y la Liga. Bajo el lema “Los italianos primero”, que tanto recuerda al America first de Donald Trump, el fascismo renaciente anunció que, entre otras cosas, se propone recortar al máximo los fondos destinados a la recepción de migrantes y deportar a medio millón de ellos. Así, el futuro de los protagonistas de la diáspora global será aún peor de lo que describió el 23 de mayo pasado el antropólogo Andrea Staid, un académico de Milán que dirige la editorial especializada Mettermi: “La situación de los inmigrantes en la Unión Europea, y especialmente en Italia, es inaceptable, con cárceles étnicas donde hay miles de seres humanos cuyo único delito es el de no ser europeos; las mafias han ampliado su negocio, puesto que a la esclavitud se ha sumado la oferta de viajes a cambio de un órgano”. Staid no exagera. De hecho, ya se encontró una fosa con cadáveres a los que les faltaban el hígado, el corazón o los riñones.
Una sombra sobre las organizaciones humanitarias
En medio de las apocalípticas ofertas xenófobas de Donald Trump y los gobiernos aliados de Europa, surgieron revelaciones que sentaron en el banquillo a quienes siempre fueron un refugio para discriminados y perseguidos: las organizaciones no gubernamentales (ONG).
En los primeros días de febrero quedó probado que miembros de la británica Oxfam habían protagonizado rumbosas fiestas sexuales con prostitutas y menores de Haití. Habían llegado a la isla tras el terremoto de 2010 para asistir a las víctimas (220 mil muertos y 1,5 millón de personas sin vivienda) y administrar parte del cuantioso aporte internacional para la reconstrucción.
Días después el escándalo llegó a Médicos sin Fronteras. La organización reveló 24 casos de abuso, cuatro de ellos entre los propios cooperantes de la entidad, pero no dijo ni dónde ni cómo se habían registrado los hechos aberrantes. Simultáneamente, el también británico International Rescue Committee, una entidad creada en 1933 por Albert Einstein para enfrentar las políticas raciales del nazismo, admitió la veracidad de la denuncia que lo sindicaba como responsable de delitos sexuales en los campamentos de refugiados de la República Democrática del Congo. Como dijo un agente de la Guardia Fronteriza norteamericana a The New York Times, las ONG son “muy funcionales a intereses superiores”.
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