Tras un par de intentos de entregarse a la policía, que fueron impedidos por sus militantes, finalmente Lula da Silva fue trasladado a la prisión en Curitiba. Antes, en un discurso que quedará para el recuerdo, fustigó al gobierno golpista, a la Justicia y a los medios de comunicación.
Ante una multitud que le reclamaba no entregarse, y que le impidió hacerlo un par de veces durante la tarde del sábado, el expresidente había desafiado horas antes a que el juez le presentara las pruebas para la sentencia de 12 años y un mes en que quedó su causa luego de pasar por un tribunal de segunda instancia. «Mi crimen señaló, con la voz cascada por una noche en vela fue llevar a los pobres a la universidad, que puedan comer carne, comprarse un auto, ir en avión… Si ese es el crimen que cometí, voy a continuar siendo un criminal en este país, porque voy a hacer mucho más.»
Se refería, claro, al caso del departamento que le atribuyen en Guarujá, por el que Moro, un magistrado mediático entrenado en Estados Unidos en investigación de lavado de dinero, lo había sentenciado siguiendo el dictamen del fiscal del caso Lava Jato DeltanDallagnol, un evangelista fanático quien basó su acusación en el relato de un imputado bajo el sistema de delación premiada y en «la convicción íntima» de que el tríplex paulista había sido entregado a Lula como parte de una coima por la empresa constructora OAS.
Lula se había dirigido el jueves a la sede del sindicato metalúrgico en el cordón industrial de San Pablo del que es uno de los fundadores y poco a poco el edificio terminó rodeado de militantes y simpatizantes del dos veces presidente brasileño. Según la orden de Moro, el exdelegado obrero debía haberse entregado en Curitiba, al sur del país, el viernes a las 17 horas. Como no lo hizo, los medios hegemónicos comenzaron a desplegar su artillería diciendo que se había «atrincherado» para evadir una sentencia judicial.
La secuencia de los hechos destaca la inquina con que la prensa lo viene tratando desde el derrocamiento parlamentario de Dilma Rousseff, el 31 de agosto de 2016. Porque precisamente ayer su compañera de casi toda la vida, Marisa Leticia Rocco, hubiera cumplido 68 años. La mujer murió en febrero del año pasado luego de los primeros embates por condenar a Lula y él siempre atribuyó su deceso, por un derrame cerebral, al dolor de verse sospechada por delitos que, afirma, no había cometido. Hacía poco le habían allanado aparatosamente la vivienda en busca de documentos que nunca aparecieron.
De modo que la masiva manifestación acompañó una misa celebrada desde un escenario montado frente al edificio de São Bernardo do Campo. Rodeado de dirigentes del Partido de los Trabadores (PT) que creó en 1980, y de partidos de izquierda afines a la gestión petista, más exfuncionarios, diputados y sacerdotes católicos y evangelistas, recordaron a la mujer de Lula y madre de tres de sus hijos sin olvidar el momento histórico que vive no sólo el exmandatario sino al democracia de Brasil en particular.
Luego Lula habló por más de 50 minutos y, más allá de frases que merecen ser recordadas por su profundidad (ver aparte), es bueno resaltar el mensaje ensalzado en dos jóvenes candidatos a la presidencia, Manuela D’Ávila, del Partido Comunista do Brasil, y Guilherme Boulos, del Partido Socialismo y Libertad (Psol). «Ellos son la esperanza del futuro y enfrentan la negación de la política», los presentó. Tanto el PCdoB como el Psol son aliados naturales del PT y eventualmente podrían formar una coalición antes del comicio, en caso de que Lula pueda presentarse, como después en una segunda vuelta.
No fue la única referencia a este concepto y marca a las claras a qué se enfrenta el propio Lula y también el desafío para la democracia brasileña. Se lo dijo también a los funcionarios judiciales en un tramo bien picante de su discurso en el que señaló que una cosa es hacer justicia y otra hacer política. Y reclamando que la lucha democrática es a través de la política. «Si quieren hacer política dejen la toga y escojan un partido político», insistió.
Esta aseveración no es anecdótica. Lula marcha primero en cualquier encuesta para los comicios de octubre próximo. Para el plan neoliberal puesto en marcha desde agosto de 2016 con Michel Temer en el gobierno, un retorno de Lula sería catastrófico. Ni qué decir para los mandatarios de derecha de la región, que miran en el espejo de Brasil lo que puede ocurrir en sus propias barbas.
Por eso también, Lula homenajeó a continuación a Celso Amorim, quien fuera su canciller. «Él llevó a Brasil a ser un protagonista mundial», exageró. Porque es cierto que este hombre formado en Itamaraty discutió de igual a igual con los pesos pesados en todos los foros internacionales. Pero si lo hizo fue porque representaba a un gobierno que se planteó jugar un rol de mayor autonomía en el concierto de las naciones.
Así fue que durante esos años Brasil lideró un proceso de integración regional y formó el BRICS con China, Rusia, India y Sudáfrica. En ese contexto, Petrobras descubrió un yacimiento fabuloso frente a las costas cariocas y Embraer se lanzó a competir en el mercado de la producción de aviones comerciales. La petrolera está en el centro de las denuncias por corrupción, y la mayoría accionaria de la aeronáutica pasó a Boeing. Y esto no se le pasó por alto a Lula cuando ayer prometió que volverá.
Lula quería evitar la foto de su detención y lo dijo claramente. Habló de que O Globo y Veja, sus más enconados enemigos mediáticos, esperan «orgasmos múltiples» con esa imagen. Y aprovechó para asegurar que se propone, si vuelve al gobierno, una ley para regular a los medios de comunicación. «
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