El presidente Biden advirtió que si Beijing invade Taiwán, EE UU responderá militarmente. El vocero de la cancillería china respondió que si juegan con fuego "acabarán quemándose".
Washington intentó minimizar el cruce con el habitual recurso de decir que Biden fue malinterpretado. O peor aun, dejando entrever que era obra de la senilidad del mandatario de la potencia militar más grande del mundo. Sería el secretario de Estado, Antony Blinken, el encargado de aclarar los tantos. “Nuestro enfoque ha sido constante en décadas y administraciones y como ha dicho @POTUS (la cuenta Twitter del presidente) Estados Unidos sigue comprometido con nuestra política de Una China”.
A esta posición se la llama “ambigüedad estratégica”, y es una tangente que deja abierta la puerta para que la dirigencia de isla de 32 mil kilómetros cuadrados y unos 24 millones de habitantes vuelva a representar la totalidad de un territorio de unos 9,6 millones de kilómetros cuadrados y más de 1400 millones de habitantes. Fue Henry Kissinger quien convenció a Richard Nixon de terminar con la anomalía de que Taiwán ocupara el sitial de la nación china en los organismos internacionales y recién con la Resolución 2758 de octubre de 1971 de la ONU se reconoció que «el único representante legítimo de China ante las Naciones Unidas» es la RPCh y expulsó como usurpadores a los representantes de Taiwán.
La fórmula “Una sola China” alienta esa esperanza y no encuentra resistencia en Beijing, que ciertamente clasifica a la isla como una provincia que un día volverá al redil bajo la fórmula “Una nación, dos sistemas” que aplicó para recuperar Hong Kong y Macao. Esa definición impide también el reconocimiento formal de la independencia de Taiwán, de allí la ambigüedad.
Blinken fue más que explícito en un discurso al delinear la estrategia de fondo de Estados Unidos. “China es el único país que tiene tanto la intención de remodelar el orden internacional como, cada vez más, el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para hacerlo”, señaló con precisión. “La visión de Beijing nos alejaría de los valores universales que han sustentado gran parte del progreso mundial durante los últimos 75 años”.
Este enfoque no es nuevo ni siquiera original de la administración Biden, forma parte de la Estrategia de Defensa 2018 que presentó el entonces secretario de Defensa del gobierno de Donald Trump, Jim Mattis. “Si nos desafías, vivirás tu peor y más largo día”, dijo esa vez este general de cuatro estrellas retirado al que sus pares apodan “Perro rabioso”. Mattis se fue del gobierno tras un fuerte entredicho con Trump, en julio de ese año.
“Las competencias estratégicas a largo plazo con China y Rusia son las principales prioridades para el Departamento, y requieren una inversión mayor y sostenida, debido a la magnitud de las amenazas que representan para la seguridad la prosperidad de los EE UU en la actualidad, y el potencial de que esas amenazas aumenten en el futuro”, explica el documento aún en vigencia.
El arquitecto de ese plan fue el entonces subsecretario adjunto de Defensa, Elbridge A. Colby, quien en noviembre pasado presentó The Strategy of Denial (La estrategia de la denegación). Colby acompañó a Robert Gates en su gestión como secretario de Defensa de George W Bush y Barack Obama, de 2006 a 2011. Tras dejar la función pública –junto con Mattis– consiguió empleo en WestExec Advisors, una firma de asesoría estratégica creada por la subsecretaria de Defensa de Obama, Michèle Flournoy y el hoy secretario de Estado Antony Blinken.
En casi 400 páginas, Colby señala que EE UU debe prevenir que “ningún otro Estado se vuelva tan poderoso que pueda coaccionarnos en cuanto a nuestros intereses fundamentales, nuestra libertad, nuestra seguridad y nuestra prosperidad, que son tan centrales para la idea y la vida estadounidenses”. Para ello deberá alcanzar “las máximas capacidades de disuasión y negación, con el fin de llevar a China a la mesa de negociaciones y llegar finalmente a una tregua”. El plan pasa por negar a China la posibilidad de conseguir apoyo internacional “y seguir construyendo una coalición internacional contra el aventurerismo chino”.
La presentación de la alianza Aukus, con Australia y el Reino Unido, en septiembre pasado, fue el paso más categórico en esa senda. La estrategia de apoyar a Ucrania contra Rusia es un adelanto de lo que elabora para Taiwán contra China.
Que nadie diga que en la Casa Blanca no avisaron.
Cereales, un arma mortífera
Vladimir Putin estuvo a puro diálogo telefónico con líderes europeos. Habló con el primer ministro italiano Mario Draghi, con el presidente francés Emmanuel Macron y con el canciller alemán Olaf Sholz. Más allá de las versiones para la prensa, el hecho de que hablen refleja la preocupación de los europeos por la guerra en Ucrania. Italia presentó en la ONU una hoja de ruta para un acuerdo de paz entre Moscú y Kiev, Macron y Sholz también dicen haber instado a negociar.
Además del caos energético creado por el 24F, ahora se vislumbra que la estrategia militar rusa no era tomar Kiev, sino ocupar el sur rusoparlante con miras al control de los puertos, la salida para las exportaciones de cereales de Ucrania, uno de los principales productores del mundo.
La crisis alimentaria ya se siente en los precios de las commodities y entre los temas charlados con el Kremlin ese es fundamental. Ya EE UU y los países del G7 advirtieron sobre la amenaza para la seguridad alimentaria, algo que cuesta pensar que no haya sido analizado cuando se desató la guerra.
Putin le respondió a Draghi que Rusia «está dispuesta a aportar una contribución significativa para superar la crisis alimentaria gracias a la exportación de cereales y fertilizantes, a condición de que Occidente levante las restricciones adoptadas por motivaciones políticas».
Menos beligerante que otras veces, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, aconsejó buscar la oportunidad de un diálogo para poder sacar los cereales desde Ucrania.
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