Los únicos héroes en este lio de la invasión a Afganistán pagaron el precio más caro por sacar a la luz quiénes cometían los crímenes más horrendos en esa parte del mundo. Émulos de Daniel Ellsberg, Julian Assange y Chelsea Manning padecieron en carne propia el castigo que los poderes reservan para quienes desafían al sistema con el arma que más temen: las pruebas de la infamia.
Ellsberg, analista de la Rand Corporation, fue el que en 1971 entregó unos 7000 archivos fotocopiados a mano en la clandestinidad -los Pentagon Papers- a los diarios The New York Times y Washington Post que mostraban que la guerra de Vietnam se había construido sobre mentiras y, además, que los líderes políticos sabían que no podía ser ganada. Fue el principio del fin de una aventura militar que costó la vida de no menos de 5 millones de personas, entre ellos quizás 60 mil soldados estadounidenses, pero sobre todo civiles masacrados de la manera más espantosa.
En 2001, el gobierno de George W. Bush, montado en otras mentiras, decidió la invasión de Afganistán y dos años más tarde, Irak. Y acá entra en juego el experto informático australiano que creó WikiLeaks, sitio donde se puede enviar información veraz sobre actos de los gobiernos a espaldas de la ciudadanía mediante una plataforma encriptada que resguarda la identidad del “whistleblower”, como se denomina en inglés al “filtrador”.
Su bautismo de fuego fue en abril de 2010, con el video de un ataque con helicópteros en Bagdad de julio de 2007 que muestra a los tripulantes disparando sobre un grupo de personas que huían despavoridas por unas callejuelas. Pero no era un juego online, entre las víctimas había diez seres humanos, entre ellos un colaborador de la agencia de noticias Reuters.
En julio de ese mismo año, tras un acuerdo con los periódicos The Guardian, del Reino Unido, Der Spiegel de Alemania y The New York Times, aparecieron 92.000 archivos de la invasión de Afganistán que databan del quinquenio 2004-2009. El impacto fue mayúsculo, porque recordaba al caso de Ellsberg y auspiciaba una respuesta trascendente de Barack Obama, que había ganado la presidencia y el premio Nobel de la Paz meses antes por su promesa de terminar con las ocupaciones de Irak y Afganistán.
Sin embargo, la Casa Blanca se comportó de un modo bien diferente. El secretario de Defensa, Robert Gates, ordenó una investigación para encontrar al responsable de la filtración. Y no tardaron en llegar a una analista de inteligencia trans destinada en Irak, ahora Chelsea Manning. Fue detenida e incomunicada en las condiciones más ásperas por el gobierno y Obama afrontó críticas y cuestionamientos de los sectores progresistas que habían hecho campaña por él.
Condenada a 35 años de prisión por violar la Ley de Espionaje, siempre dijo que lo había hecho porque el material que pasaba por sus manos mostraba atrocidades inaceptables para su conciencia cometidas por soldados de su nación. Y que además, confió en que con Obama otros tiempos soplarían en Estados Unidos.
Assange, en tanto, fue sacado de circulación primero con una denuncia de violación presentada por dos jóvenes en Suecia y con campañas de desprestigio. Asilado en la embajada de Ecuador en Londres en junio de 2012 por el gobierno de Rafael Correa, Lenin Moreno -violando toda la tradición diplomática internacional- dejó que la policía británica se lo llevara detenido en abril de 2019. Desde entonces permanece alojado en condiciones inhumanas en la cárcel de máxima seguridad de Belmarsh a la espera de que la justicia rechace el pedido de extradición de Washington, donde no le espera un juicio justo.
El año pasado Mannig se negó a declarar en contra de Assange en una audiencia sobre la que sobrevolaba la amenaza de regresarla a la cárcel. Ahora desarrolló un programa de criptografía, contratada por el matemático Harry Halpin. La startup Nym utiliza la tecnología blockchain de las criptomonedas y protege el envío de datos en la red de redes. Como pretende Manning, da garantías a los whistlebolwers de no ser detectados por los organismos de seguridad oficiales. Los diarios que publicaron los archivos de Afganistán siguen su vida sin preocuparse de persecuciones ni amenazas de castigos.