Dicen en el Reino Unido que así como los Kennedy son una imagen representativa de Estados Unidos, bien los parientes de Alexander Boris de Pfeffel Johnson representan a la dirigencia política británica así como los Windsor son el sello de la monarquía imperial.
Nacido en Nueva York en junio de 1964, el renunciante primer ministro británico tenía doble ciudadanía hasta que en 2016, por cuestiones de incompatibilidad -aún era alcalde de Londres pero aspiraba a más- y de aportes impositivos, renunció al pasaporte estadounidense.
Los Windsor, en ese sentido, se le parecen: en julio de 1917, plena primera guerra mundial y en el fragor del enfrentamiento del Reino Unido contra el Imperio Alemán, no quedaba bien que la casa real fuera la de Sajonia-Coburgo y Gotha y decidieron “nacionalizarse” con el nombre del milenario castillo del condado de Berkshire que ocupaban los monarcas cuando se hastiaban de Buckingham. Fue entonces que la familia Battenberg pasó a ser Mountbatten, como fue el esposo de Isabel II, Felipe, que murió en febrero del año pasado a los 99 años y diez meses. Ambos apelllidos significan Mone o Montaña de Batten, que el condado germano de donde proviene originariamente esa rama dinástica.
El caso es que Johnson desciende de una estirpe ligada al imperio otomano por parte de madre, se educó en los colegios más refinados del Reino Unido, como el exclusivo Eton, y tiene una gran cultura que le viene de cuna. La madre, la pintora Charlotte Fawcett, fue profesora de Filología en la facultad de Oxford Lady Margaret Hall. Su padre, Stanley Johnson, fue catedrático en Economía en la Universidad de Columbia, aunque luego hizo carrera entre los conservadores británicos. Sus seis hermanos pueden considerarse brillantes, cada uno de su rubro, desde periodistas -como él mismo lo fue en su juventud- cineastas o empresarios.
De cuna también le vienen esos arrestos de soberbia, rebeldía sin causa e intemperancia de que lo acusan quienes lo padecen de cerca. Es cierto que su caída se fue acelerando luego de que se difundieran las fiestas que hizo en el momento de las restricciones por la pandemia, y que al principio eligió considerar al coronavirus como una gripezinha, al igual que su amigo Donald Trump y el brasileño Jair Bolsonaro. O que los whatsapp con el millonario David Brownlow pidiendo «colaboración» para la remodelación de su residencia generaron rechazo en la sociedad.
La gota que rebasó el vaso, dicen, fue la designación de Chris Pincher como responsable de disciplina parlamentaria de los tories, o sea, el que tenía el látigo para azuzar a los de su mismo partido para que le votaran sus propuestas. Porque se difundió que el individuo había toqueteado “inapropidamente” a dos señores en un club privado. Y no era la primera vez.
Pero si por escándalos fuera, los Windsor ya hace tiempo deberían haber justificado el nacimiento de una república. Vean The Crown, sino. Por poner un par de ejemplos cercanos, el 13 de enero pasado el príncipe Andrés -el mismo que tuvo su “bautismo de fuego” en la guerra de Malvinas- fue virtualmente exonerado de la sucesión por casos de pederastía en las fiestas que armaba el empresario Jeffrey Epstein. De hecho, aceptó indemnizar en unos 14 millones de euros a una de las víctimas de aquellas tropelías, Virginia Giuffre. Unas semanas más tarde se supo que su mamá, la reina Isabel, le iba a ayudar con el dinero.
Ni qué decir del Megxit, como se conoció a otra expulsión real, la del príncipe Harry y su esposa, la exactriz Meghan Markle. Harry es hijo de Carlos y Diana Spencer, pareja que fue famosa por los escándalos que rodearon la relación -con las infidelidades del heredero de la corona en primer lugar- como bien reflejan filmes, series de televisión y cientos de publicaciones.
En resumidas cuentas: no es que la dirigencia británica se hizo puritana de un día para otro. Más aún, quizás para permanecer en esa casta privilegiada hay que compartir esos valores. Pero el secreto es que no se note tanto.
Y la difusión de esta sucesión de picardías del primer ministro había comenzado a horadar la base electoral de los tories. Jonhson había arrasado en 2019, pero los laboristas ganaron con amplitud en las municipales de mayo pasado. Y en política todo se perdona, menos una derrota que, además, hace prever mayores caídas a nivel general.
¿Se puede esperar un gran cambio en el Reino Unido a partir de ahora? No conviene apostar a eso. Cualquiera que reemplace a Johnson dentro de su partido está tan comprometido como él en una sociedad indivisible con EEUU, de modo nada será diferente en el apoyo a Ucrania contra Rusia. Y si se dieran elecciones y ganara el Partido Laborista, el actual líder, Keir Starmer, comparte esa misma posición.
Para proteger nuestros valores y nuestra seguridad debemos ser firmes en nuestra oposición a la agresión rusa. Debemos apoyar a nuestros aliados ucranianos. Y debemos poner nuestra propia casa en orden.
Escribió Starmer ya en enero.
En cuanto a un asunto crucial para Argentina, tampoco en el caso Malvinas habría que esperar algo diferente. El laborista dijo ni bien asumió el cargo, en abril de 2020, que esa agrupación sostiene el derecho de los isleños a la autodeterminación. Con su antecesor en el cargo, Jeremy Corbyn podría haberse esperado otra cosa. Pero pronto se lo sacaron del medio a base de fake-news–
El otro tema candente para cualquier nuevo inquilino en el 10 de Downing Street es el del diálogo con Europa sobre Irlanda del Norte, a partir de las consecuencias del Brexit. Y allí Johnson también supo cosechar enemigos que ahora se relamen.
El reinado de Boris Johnson termina en desgracia, al igual que su amigo Donald Trump. ¿El fin de una era de populismo transatlántico? Ojala. Las relaciones entre la UE y el Reino Unido sufrieron enormemente con la elección de Brexit de Johnson. ¡Las cosas sólo pueden mejorar!
Tuiteó el belga Guy Verhofstadt, excoordinador del Brexit en el Parlamento europeo.