En su Teoría de la justicia, John Rawls sostiene que quizás la desigualdad política más obvia es la violación del precepto de que a cada persona le corresponde un voto. Las inminentes elecciones en Estados Unidos, cuyo resultado las encuestas no facilitan adivinar, van a ser (y esto sí se puede prever) una nueva muestra de cómo esa noción, que tantos damos por descontada, resulta ajena a la república más antigua de nuestro continente.

Casi nadie duda de que Kamala Harris va a ser la candidata más votada, por un margen que se cifra en millones, pero el sistema electoral estadounidense, con el cerrojo contramayoritario del Colegio Electoral, no le asegura no correr el destino de otros correligionarios que ganaron el voto popular pero se quedaron fuera de la Casa Blanca. Como ocurrió con Al Gore en 2000 y con Hillary Clinton en 2016.

El verdugo que decapitó aquel principio igualitario en dos ocasiones recientes anteriores, el mencionado Colegio Electoral, no sólo sigue allí, sino que un bipartidismo tan marcado como siempre, pero más polarizado ideológicamente que nunca, impide pensar siquiera en reemplazarlo como mecanismo. Para beneficiarse de ese seguro contra la mayoría está Donald Trump, el primer dirigente desde Franklin Roosevelt en competir en tres elecciones presidenciales seguidas. La longevidad de su liderazgo ha desafiado la fecha de vencimiento que la vigesimosegunda enmienda constitucional impuso desde 1947: tanto los presidentes que lograron un solo mandato, como los que alcanzaron el límite de dos se fueron a su casa al vencerse la locación de la Casa Blanca. Trump, logró lo que ni siquiera se había intentado antes: instalar un personalismo excluyente en el Partido Republicano, haciendo añicos una regla de sucesión que se cumplió durante más de 70 años.

La campaña ha sido sobrevolada por los planes autoritarios plasmados en un documento que la conservadora Fundación Heritage pretende que sea la hoja de ruta de un Trump bis, llamado Proyecto 2025. Desde el descabezamiento y sustitución de la burocracia profesional del estado por militantes conservadores, hasta la utilización del Departamento de Justicia como herramienta de persecución de la oposición, la combinación de las amenazas de Trump y de aquello que sus usinas de pensamiento han puesto por escrito dibujan un panorama de brutal retroceso de la democracia y las libertades que los demócratas han denunciado, aunque sin por ello contraatacar con ideas simétricamente osadas.

La campaña de Harris se ha contentado con denunciar la deriva autoritaria del trumpismo, sin dar una sola muestra de que han entendido, finalmente, cuáles son las condiciones políticas, sociales y económicas que siguen sirviendo de base para la radicalización autoritaria de sus rivales y para la desafección de parte de la ciudadanía que necesitan movilizar para ponerle freno.

Los republicanos han utilizado y sobreutilizado, sobre todo desde la oleada neoconservadora de 1995, todos los mecanismos contramayoritarios que tiene la constitución. Parapetados detrás de un Senado donde los 70 millones de californianos tienen dos senadores y los 70 millones de habitantes de los 21 estados más pequeños (republicanos casi todos) tienen 42 bancas y detrás de un Corte Suprema de Justicia donde les responden seis de sus nueve miembros, han limitado el derecho al voto en una treintena de estados, abolido la legalidad del aborto a nivel federal y eliminado los límites de financiamiento privado a las campañas electorales en todos los niveles, entre otros logros destacados de su agenda de largo plazo.

Poco ha importado si controlaban o no la presidencia a la hora de imponerle a toda la ciudadanía estas restricciones a la libertad.

La máquina desigualitaria de una economía donde mandan los accionistas y los trabajadores son convidados de piedra, donde la globalización ha herrumbrado enteros paisajes industriales, inclina la cancha contra los demócratas. Mientras éstos sigan omitiendo ese dato, podrán tal vez prevalecer en el Colegio Electoral, pero la tendrán cada vez más difícil. «