Las elecciones son el momento estelar en el funcionamiento de un sistema democrático. En ellas se ponen en juego la incertidumbre en los resultados y la certidumbre de las instituciones del sistema.
La certidumbre institucional es hermana de la legitimidad social. Ocurre lo contrario en Ecuador, un país donde el Ejecutivo carece de adhesión social, el Legislativo sufre de un generalizado desprecio ciudadano, el Judicial no tiene confianza de la sociedad y los órganos electorales están en el abismo del desprestigio nacional e internacional por haber negado el derecho a ser candidato a un conocido empresario, violando el espíritu y la letra de la Convención de la ONU sobre derechos políticos.
En ese país, los partidos y movimientos políticos semejan una comedia de ciencia ficción. Hay importantes sectores intelectuales y mediáticos que piden derogar la Constitución vigente y las normas e instituciones que se crearon a su sombra, muchas de ellas violatorias del derecho internacional de los derechos humanos. Y es en ese país donde se convoca a elecciones generales para febrero de 2021.
Los medios de comunicación hacen un bien intencionado esfuerzo por mantener la simulación de que se desarrolla un proceso electoral normal. Apuestan por mantener una democracia política aunque sea con un Estado deficiente en salud y educación públicas, en protección social, en capacidad de reactivación de la economía y el empleo, en la lucha contra la corrupción pública y privada, y en el enfrentamiento al crimen organizado transnacional.
La crisis de Covid-19, que arrebató la vida y contagió a miles de habitantes, que ha contraído el PIB y acrecentado el desempleo y la pobreza crónica, parece reducir las expectativas de la población sobre los resultados de las elecciones. Tienden a crecer los sectores que se inclinan más por las protestas callejeras o por el voto nulo.
Surgen organismos de la sociedad civil como el Observatorio Electoral, integrado por personalidades prestigiosas y que se propone vigilar, desde la ética, la limpieza de unas elecciones que, analizadas por encuestas sesgadas, al servicio de cada candidato, solo muestran como señal coincidente la apatía electoral. Eso se caracteriza porque menos del 50% de los electores tiene alguna preferencia por un candidato.
Entre los ciudadanos hay lectores de la historia que rememoran con nostalgia hechos que marcaron positivamente al Ecuador, como la Revolución Liberal, de fines del siglo XIX y principios del XX, la Revolución Juliana, de las décadas del 20 y 30, el gobierno del general Henríquez Gallo, que dictó el Código del Trabajo, la gesta del 28 de Mayo de 1944, el ciclo democrático de 1948 a 1963, el interinato civil de Yerovi Indaburu, que tuvo como credo político no enamorarse “del poder por el poder”, el auspicioso ciclo de retorno a la democracia en 1979, con Jaime Roldós, León Febres Cordero y Rodrigo Borja, y la frustración del cierre de ese ciclo democrático con el triunfo, fracaso y caída de los expresidentes Bucaram y Mahuad.
En el convocado proceso electoral a realizarse en febrero, los candidatos suelen ofrecer soluciones a las múltiples y trágicas consecuencias de la crisis de Covid-19. Pero suelen rehuir los temas estructurales de un fracasado modelo de Estado unitario, centralista, burocratizado. Y la necesaria demolición de una estructura jurídico-institucional impulsada hace 15 años que es anacrónica y contraria a la doctrina y el derecho internacional de los derechos humanos.
Esas elecciones surrealistas, con una institucionalidad en crisis, son convocadas en un país real, que forma parte de un mundo real.
Un mundo real donde el trumpismo, en su vertiente extremista, asalta el Capitolio en Washington y el Congreso, sobreponiéndose al terrorismo “made in USA”, certifica la fórmula Biden-Harris para presidente y vice, así como la victoria bicameral del Partido Demócrata. Ese asalto que puede tener como resultado final la eliminación de Trump como aspirante a cualquier dignidad estatal futura, si prospera la aplicación de la enmienda constitucional 25 o un juicio político.
Un mundo real en el cual la justicia británica, en una decisión geopolíticamente calibrada, niega la extradición de Julián Assange pedida por Estados Unidos y el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, pide su liberación definitiva. Y ofrece, siguiendo la centenaria tradición mexicana, asilo político al periodista y activista internacional australiano.
La justicia británica está salvando la vida de Assange y ,sin proponérselo, está evitando que Trump y sus fieles en América Latina, gobernantes y otros periodistas, puedan ser sujetos de un juicio por crimen de lesa humanidad si Assange muriese en una cárcel norteamericana. Sería un juicio que impulsarían varias ONG internacionales que apoyan las publicaciones de Assange.
El país surrealista del proceso electoral, como se dijo, es Ecuador, con su capital Quito, poseedora del casco colonial mejor conservado en Sudamérica y patrimonio de la humanidad, declarado por la Unesco. Con su puerto principal Guayaquil, una de las ciudades latinoamericanas mejor administradas por su Municipio en los últimos veinte años, según un documento del BID, punto de partida hace 200 años de las luchas finales por la independencia del Ecuador.
Convocatoria a unas elecciones surrealistas en un país real, que en el siglo XX tuvo connotación internacional por su literatura con el Grupo de Guayaquil (“cinco como un puño”), Jorge Icaza, Pedro Jorge Vera, Jorge Enrique Adoum y su espléndida pintura con cultores destacados en la sierra y en la costa, liderada por el emblemático Oswaldo Guayasamín.
Como la figura estelar de la película “Gambito de dama”, esperamos que el Ecuador tenga la resilencia y la templanza de Berth Harmond para superar su actual crisis y alcanzar el futuro venturoso que su trascendente y convulsionada historia de siglos le hacen merecer.La vicepresidenta sigue con su armado territorial. En su entorno sostienen que puede representar a…
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