Durante el siglo XX, ningún país fue tan admirado ni tan hostigado como Rusia. En 1917 materializó una revolución sociopolítica, económica y cultural (imaginada por el filósofo alemán Karl Marx) que transformó radicalmente el curso de la historia contemporánea, la lucha política y la conducta de hombres y mujeres a escala planetaria.
Esa experiencia terminó en el año 1991 en forma catastrófica, con un enorme desastre interno y graves pérdidas territoriales: la Unión Soviética se disgregó en 15 repúblicas. De ellas, la Federación de Rusia no sólo es la más importante y extensa sino también la heredera del poder militar/nuclear y diplomático de aquella gran potencia. El país pasó, sin anestesia, de la experiencia comunista a las reformas neoliberales que el entonces presidente Boris Yeltsin implementó, en sintonía con la moda global, en los años ‘90. La era Yeltsin se caracterizó por el saqueo interno (desde capitales hasta armas nucleares), la fuga de cerebros (de altísima calidad en la URSS) y la penetración externa dentro de la estructura del Estado en la figura de “asesores” económicos, militares y políticos “occidentales” (especialmente norteamericanos), hasta el corazón del Kremlin.
Los índices económicos y sociales cayeron hasta estándares comparables a los de un país pobre y desigual del Tercer Mundo. La demografía era negativa: morían más personas de las que nacían.
Para el Kremlin sigue habiendo dos dolores de cabeza: primero, precisamente, la demografía, es decir, que en su territorio, el más extenso del planeta, haya todavía enormes zonas despobladas; segundo, la constante provocación militar de Estados Unidos en sus fronteras. Como era de esperar, Washington no cumplió con el compromiso de no avanzar militarmente más allá de Alemania, tal como habían acordado George Bush padre y Mijail Gorbachov. Moscú retiró todas sus tropas e instalaciones, pero los estadounidenses avanzaron con bases misilísticas a lo largo de todo lo que alguna vez fue el bloque comunista europeo, como en Polonia. Pero además, la poderosa fuerza militar de la OTAN no sólo incorporó ya a las repúblicas de Europa del Este, sino que busca integrar a las ex naciones soviéticas limítrofes, como Ucrania o, como sucede en estos días, Georgia, en el Cáucaso, en la frontera sur de Rusia.
La península de Crimea
Si uno observa en un mapa el Mar Negro y la península de Crimea, dos cosas se vuelven evidentes: la importancia de ese mar como ruta comercial estratégica para el transporte de petróleo (y de muchísimos bienes más) entre Asia y Europa, y la todavía más importante ubicación de la península. ¿Qué hubiera pasado si Vladimir Putin no hubiera tenido rápidos reflejos en relación a Crimea?
Con Ucrania (subordinada a las políticas de Washington) al norte y la República de Georgia (que pronto se incorporará a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN) al sur, quedará trazado un arco de miles de kilómetros que prácticamente deja a Rusia sitiada y con escasa salida a ese mar estratégico. La ubicación central de Crimea es el único reaseguro que tiene Moscú de que ese ahogo no resulte tan fácil para EE UU.
La península, ubicada en un lugar estratégico del Mar Negro, fue regalada a Ucrania por el líder soviético Nikita Kruschov en 1954, cuando era absolutamente inimaginable que la URSS fuera a disgregarse. Moscú siempre tuvo allí su poderosa Flota del Mar Negro. En 2014, en plena revuelta ucraniana, el gobierno provisional de Kiev revocó la ley que otorgaba a Crimea la potestad de mantener el ruso como lengua oficial. Fue la chispa. A fines de febrero, grupos opositores a Kiev tomaron el Consejo Supremo crimeo, Serguei Aksionov se autoproclamó primer ministro y pidió reincorporarse a Rusia. El 16 de marzo convocó a un referéndum: 96,77% de la población votó a favor de esa integración. Dos días después, Putin, ejerciendo su dosis de audacia, firmó con las autoridades de Crimea y el alcalde de la ciudad de Sebastopol (donde se encuentra la flota) el tratado de adhesión de los nuevos territorios a la Federación Rusa, lo que le valió al Kremlin una larga lista castigos, en forma de sanciones económicas, por parte de Occidente. Más tarde, en mayo de ese 2014, ejerció su dosis de pragmatismo, y reconoció a Petro Poroshenko como nuevo presidente de Ucrania, en elecciones democráticas.
Una de las últimas jugadas en este tablero euroasiático fue la decisión de Putin de construir un puente que permitiera un mayor fluido y conexión con la península. El pasado 15 de mayo quedó inaugurado el Puente de Crimea, una magnífica obra arquitectónica que atraviesa los mares de Azov y Negro, de 19 kilómetros de largo. Une la península de Kertch (en Crimea) a la de Tamám (del lado ruso). El puente tiene cuatro carriles (lo recorrerán 40 mil autos diarios) y para 2019 tendrá dos líneas de ferrocarril.
Turquía –miembro de la OTAN con relaciones oscilantes con EE UU– es otro de los países cuyas costas dan al Mar Negro. Esto explica la importancia que Moscú otorga a su relación con Ankara.
Siria e Irán
Yeltsin designó a Putin como presidente interino el 1º de enero del año 2000. En marzo, Putin fue elegido en elecciones democráticas y desde entonces fue cuatro veces presidente y otras dos, primer ministro. A lo largo de estos 18 años buscó reconstruir los pedazos de lo que él mismo llamó, en 2005, “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. En las elecciones de marzo pasado ganó con un 77 por ciento.
En primer lugar, por los logros internos: recuperó la soberanía, frenó la inflación y encauzó una economía desquiciada. En 2007 pagó la totalidad de la deuda externa y el PBI recuperó el nivel de 1990. Aún afectado por las sanciones económicas, duplicó el presupuesto para salud y triplicó el de educación. Hubo un aumento significativo en el consumo de los hogares, mejoró la situación de las Fuerzas Armadas y logró que Rusia tuviera los impuestos más bajos de Europa.
Pero donde anotó sus mayores éxitos ha sido en la arena internacional, o como suelen decir los rusos, “en devolverle a Rusia el gran orgullo nacional de ser una voz decisiva” en el mundo. Durante la primera década del siglo XXI, EE UU, como única potencia sobreviviente de la Guerra Fría, decidió guerras e invasiones sin freno. En sus primeros años de mandato, Putin se coaligó con Washington y Bruselas, sin por eso estar en condiciones de detener la embestida occidental sobre Rusia. El límite fue 2004, con la incorporación de las ex repúblicas soviéticas del Báltico a la OTAN. Se produjo entonces un giro en la política exterior del Kremlin, que comenzó con una defensa clara del mundo multipolar. Aún hoy, en ese proceso, cuanta más presión ejerce Occidente, más busca Rusia expandir y consolidar su relación con actores no “occidentales”.
Los lazos con América Latina son excelentes, especialmente con Venezuela. Hugo Chávez visitó nueve veces Rusia y, por primera vez en la historia, la flota rusa efectuó maniobras militares en el Mar Caribe, feudo norteamericano.
En Oriente Medio, después de la impasse del primer lustro, Rusia comenzó a reactivar su influencia. En 2011 entró en escena orientando el acuerdo de desnuclearización con Irán. A pesar de que Teherán puede ser un competidor petrolero, Moscú lo ve como un aliado a largo plazo, un buen cliente en la compra de armamentos, y con un territorio que es insoslayable para el tránsito hacia importantes zonas de Oriente Medio, el norte de África y el sur de Asia.
Finalmente, en Siria, Putin demostró su gran muñeca estratégica. En septiembre de 2013 evitó un ataque militar de EE UU y logró que el presidente sirio eliminara las armas químicas. Como consecuencia, el gobierno de Bashar Al Assad se mantiene en el poder y está derrotando militarmente al Estado Islámico.
Hoy Rusia enfrenta las incoherencias de Donald Trump y el fanatismo de la derecha norteamericana. No está sola. Sus alianzas con China e India y con otros países son sólidas. Además, la Federación Rusa tiene cierta estabilidad garantizada: su presidente –lo será por lo menos hasta 2024– cuenta con un masivo respaldo popular y el reconocimiento de que el país volvió a ser un actor importante en el mundo.