Sebastián Moro vivía en La Paz. El domingo del golpe a Evo fue hallado inconsciente, se le diagnosticó un ACV y murió días después. Su cuerpo tenía moretones, escoriaciones y rasguños. Horas antes había denunciado la cacería que estaban implementado las hordas fascistas bolivianas.
El registro seco e impersonal de los obituarios dirá que era mendocino. Que tenía 40 años. Que se había radicado en Bolivia en febrero de 2018. Que allí fue editor del semanario Prensa Rural, el órgano de la CSUTCB. Que a la vez colaboraba con varios medios de Argentina. Que cubrió para Página/12 el desarrollo del complot contra el gobierno constitucional. Y que falleció a raíz de un ACV. Pero eso no alcanzará para reflejar su existencia. Ni su final.
En la línea de fuego
El 22 de octubre oí su voz en un audio de WathsApp: «Aquí todo es confuso; las noticias falsas aumentan para instalar el pánico entre la población».
Apenas habían transcurrido 48 horas desde las elecciones. El opositor Carlos Mesa –que perdía por diez puntos con casi el 96% de las actas ya escrutadas– calificó el conteo de «fraude». La OEA expresaba su «honda preocupación» en un comunicado. El complot ya estaba en marcha. «Veremos qué nos deparan las próximas horas. La cosa está fea», fue el remate de Sebastián. Su voz sonaba cansada.
Me crucé con pocas personas tan generosas como él. Fue nuestra común amiga Gloria Beretervide quien nos relacionó a comienzos del año, puesto que yo necesitaba –por razones que no vienen al caso– alguien que me resolviera un problema personal: apostillar un documento en la Cancillería de Bolivia. Y él tuvo la gentileza de hacerlo. Dicho trámite derivó en una odisea burocrática con ribetes kafkianos cuyas absurdas alternativas nos hacían oscilar entre la perplejidad y la risa. Así nos hicimos amigos.
En medio de esta anécdota casi nimia comprendí que estaba frente a un periodista de raza. Frente a un tipo entregado al violento oficio de reflejar la realidad. Prueba de eso fue su colosal trabajo en Mendoza sobre los juicios por delitos de lesa humanidad, que volcó en Radio Nacional, entre otros medios orales y gráficos tanto locales como nacionales. Los registros al respecto son ahora parte de su legado. Un material histórico y de memoria para las futuras generaciones. Su epopeya en el país andino no fue menor. Asimilado allí a la estructura noticiosa de la CSUTCB, hizo de Prensa Rural –que tenía una muy modesta visibilidad a su llegada– un medio clave del proceso de cambio. Entre otras muchas razones, por haber quebrado el blindaje informativo de la prensa hegemónica. Paralelamente conducía un programa en Radio Comunidad –la emisora de la CSUTCB–, donde también impuso el peso de su garra. Y su cobertura para Página/12 lo revelaba como alguien que tomaba nota desde la primera línea de fuego.
«Acá todo está cada vez peor», soltó en una conversación telefónica que mantuvimos durante el anochecer del 6 de noviembre. Aquel miércoles había escrito: «El cívico Camacho continuó derrapando en la escena política como si de un set televisivo se tratase». Y por teléfono, insistía: «La situación empeora».
Fue la última vez que escuché su voz.
La cacería
En los primeros días de diciembre la Delegación Argentina en Solidaridad con Bolivia difundió su informe en base a testimonios recogidos allí. Y sobre los ataques a la prensa, consignó: «Especial gravedad reviste para esta delegación el caso del periodista argentino Sebastián Moro».
En este punto es necesario regresar al 9 de noviembre.
Las hordas fascistas ya estaban de cacería, así como sostuvo Sebastián en el artículo escrito y enviado aquel mismo sábado a Buenos Aires.
Todo indica que ese texto fue previo a una imagen que supo simbolizar semejante escenario: la del director de Prensa Rural, José Aramayo, atado a un árbol por una turba «cívica». Dicha «postal» dio la vuelta al mundo. Se sabe que en aquel momento Sebastián había tratado de ingresar a la redacción del periódico, pero los desmanes se lo impidieron.
Ya a la noche –cerca de las 21– habló por teléfono con su familia. Desde ese momento nada se supo de él, hasta la mañana siguiente, cuando fue hallado inconsciente en su departamento, sobre la calle Pérez de Holguín, del barrio de Sopocachi.
Cuando su hermana, Penélope, llegó al día siguiente a La Paz, Sebastián ya estaba internado en la Clínica Rengel. El diagnóstico: «ACV isquémico», una lectura de su estado que no contemplaba los moretones, escoriaciones y rasguños (debidamente fotografiados). Tales traumatismos fueron sometidos luego a un análisis forense, surgiendo así la certeza de una agresión. Él jamás recuperó la consciencia y exhaló el sábado 16 su último suspiro.
¿Pero dónde y cuándo fue atacado? ¿Acaso en la calle o en su vivienda? Por lo pronto, allí parecía estar todo en orden, aunque faltaba un chaleco que lo identificaba como periodista, el grabador y la libreta de apuntes; en cambio conservaba su teléfono, pero con un detalle: los audios que intercambió con Aramayo en los días precedentes (confirmados por este) habían sido borrados.
Con el patrocinio del abogado Rodolfo Yanzón, la familia de Sebastián efectuó la presentación correspondiente ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que esta muerte sea investigada. Y otra ante la Relatoría para la Libertad de Prensa del mismo organismo, puesto que el hecho se enmarca en una persecución a periodistas.
Sebastián Moro merece ser recordado por su vida. También por haberla perdido en el ejercicio de su profesión.
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