El independentismo catalán perdió a su tercer presidente en una década

Por: Andrés Gaudin

El último episodio de la lucha de Catalunya por su independencia duró un año y medio y, pese al tiempo pasado, no es más que una anécdota condenada a no marcar ni siquiera un hito menor en la rica historia del pueblo catalán.

En la última década, casi exactamente una década, los catalanes se gastaron tres gobiernos independentistas, que habían llegado para romper con la dependencia del Reino de España pero terminaron enredados en sus ambiciones meramente electorales. Se los rifaron, dicen hoy los más críticos, cuando tras un año y medio de un enfrentamiento no muy épico con el gobierno de Madrid y su Poder Judicial, cayó Quim Torra, el presidente de la Generalitat. Por infantilismo, oportunismo o lo que sea, pero sin pena ni gloria, Torra fue inhabilitado el 27 de setiembre por representar una causa estupendamente justa, pero igual y prolijamente bastardeada por él y sus antecesores recientes: Artur Mas (2010-2016) y Carles Puigdemont (2016-2017).

El último episodio de la lucha de Catalunya por su independencia duró un año y medio y, pese al tiempo pasado, no es más que una anécdota condenada a no marcar ni siquiera un hito menor en la rica historia del pueblo catalán. El 28 de abril de 2019 había elecciones generales en España y desde marzo, en un acto inscripto en el marco de la campaña proselitista, Quin Torra, presidente del gobierno autónomo, la Generalitat, ordenó que en todos los edificios y oficinas del gobierno, no sólo en Barcelona, se colgara una pancarta orlada con un lazo amarillo y la leyenda “Por la libertad de los presos políticos y exiliados”. Aludía a las víctimas del referéndum independentista del 1 de octubre de 2017.

La derecha no la dejó pasar. El partido Ciudadanos denunció a Torra ante la Junta Electoral Central (JEC), que rompió con la tradición cansina de la Justicia y rápidamente coincidió con los celosos cruzados de la diestra española. Consideró que el reclamo de libertad y a favor de los expatriados vulneraba la neutralidad que debe observar todo órgano de gobierno. A mediados de marzo, la JEC le ordenó a Torra que en el plazo máximo de 48 horas retirara “todas las pancartas o banderas con lazos amarillos que puedan encontrarse en cualquier edificio público dependiente de la Generalitat”. 

No todo terminó entonces. A las 48 horas, con la mejor puntualidad, desaparecieron de las oficinas las carteleras irritantes, para Ciudadanos y la JEC, puesto que “las pancartas o banderas así blasonadas son símbolos utilizados por concurrentes a las elecciones”. En el mismo acto, mientras bajaba una pancarta con el lazo amarillo subía otra, idéntica, con la misma leyenda pero con un lazo blanco atravesado por una banda roja. Para irritar a la autoridad electoral, ahora sí en serio, Torra dijo que la JEC “debería recordar que el lazo amarillo es un símbolo de carácter universal sin vinculación con un partido político concreto”. Dijo, además, que había sido usado en señal de solidaridad con las víctimas de un accidente de la Korean Air ocurrido en agosto de 1997, hacía 22 años.

A esta altura, hasta el ombudsman, que es un amigo de la casa, le había dicho a Torra que debía aceptar las indicaciones de la JEC. “La Generalitat está en falta”, le dijo por escrito el alto funcionario. El presidente recordó entonces que el lazo blanco con la banda roja era el símbolo que había adoptado el grupo teatral independiente Els Joglars en una campaña contra la censura. Seguía insistiendo con el mismo juego. De todas formas, también cayó la segunda pancarta, sustituida por una tercera con el lema “Libertad de opinión y expresión” y una aclaración: “Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos”.

A esta altura, Torra ya se sabía solo y sin futuro político. Cada vez más catalanes fueron categóricos a la hora de opinar en las notas escritas por los lectores al pie de los artículos del más que centenario diario La Vanguardia, de Barcelona: “La independencia se conquista luchando en serio”, dijo uno. Otro recordó a Lluis Llach, un poco más que adolescente que en plena dictadura, cuando el franquismo había prohibido hasta el uso de los idiomas de las regiones independentistas, cantaba L’Estaca, fuerte, en catalán –“Si yo la estiro fuerte por aquí/ y tu la estiras fuerte por allá/ seguro que tomba, tomba, tomba/ y nos podremos liberar”– y su canción se volvería himno, canto de lucha, dentro y fuera del Reino.

                                                                                                         (3/10/2020)

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