Para irritación de un sector creciente de la sociedad, que se cuestiona la razonabilidad de mantener una dispendiosa familia que solo cumple funciones protocolares, el presupuesto para el mantenimiento de la monarquía inglesa -los Windsor- aumentó este año un 5,4 por ciento. La cifra, que actualmente suma 41,9 millones de libras, no computa el costo de las obras de refacción del palacio de Buckingham. Se ignora, además, si cubre los gastos que insumirán los festejos por el centenario de la nacionalización de una casa real de origen alemán que en la Primera Guerra Mundial tuvo que cambiar de nombre para acallar los cuestionamientos, en medio de semejante un enfrentamiento bélico de dos imperios regidos por nietos de la recordada reina Victoria: el del rey Jorge V contra el de su primo el kaíser Guillermo II. En una contienda que, además, era por los mercados económicos por los que competían el Reino Unido y Alemania.

No era la primera vez que la familia real cambiaba de nombre. La muy alemana casa de Hannover había llegado al trono inglés en 1714, cuando el primero de los Jorges, hijo del duque Ernesto Augusto de Brunswick-Luneburgo y de Sofía de Wittelsbach, ante la ausencia de herederos de Ana Estuardo, reclama sus derechos a la Corona británica como bisnieto por parte de madre del rey Jacobo I.

Es Victoria la que lleva a los Sajonia-Coburgo y Gotha, también alemanísimos, al palacio de Buckingham, cuando se casa en febrero de 1840 con su primo Francisco Alberto Augusto Carlos Emanuel. Con él tuvieron 9 hijos y 34 nietos, todos “enganchados” luego en matrimonios reales con alguna monarquía del continente, al punto que a Victoria se la pudo llamar “La Abuela de Europa”, sin que sonara osado.

El primogénito, Eduardo VII, fue el primer rey de la Casa Sajonia- Coburgo y Gotha, y gobernó desde la muerte de Victoria, en 1901, hasta la suya propia, en 1910, que es cuando llega al trono Jorge V. Y los suyos, como suele ocurrir con todos, no fueron tiempos fáciles.

Con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo, el 28 de julio de 1914, comenzaría la Gran Guerra, una conflagración en la que pugnaban en diferentes bandos tres primos, descendientes todos ellos de manera más o menos directa de Victoria: a los ya mencionados Guillermo II y Jorge V se debe agregar a Nicolás II de Rusia.

Para julio de 1917 la guerra ya había consumido buena parte de los más de 10 millones de vidas que quedarían en los campos de batalla de todo el continente y había dejado ya a cerca de 15 millones de heridos y mutilados que terminarían haciendo colapsar todos los centros sanitarios. Por otro lado, se complicaba el escenario ruso luego de la revolución de febrero, que un mes más tarde había forzado la abdicación de los Romanov a toda aspiración monárquica. En octubre los bolcheviques tomarían el poder por completo.

La situación política para Jorge V no era entonces precisamente floreciente: a las consecuencias de una guerra de las más sanguinarias que se recuerde, se sumaba una sociedad que se preguntaba cómo podía ser que sus hijos fueran a combatir en defensa de una casa real alemana. Cuando, además, para los medios Guillermo II era, como resulta obvio decir, la encarnación del diablo en esta tierra.

Esos detalles no menores impidieron que en junio, por ejemplo, Jorge V tuviera que rechazar el pedido de asilo de los Romanov, que temían un giro más dramático que los pusiera frente a los fusiles de los soviets, cosa que ocurriría un año más tarde en Ekaterinburg.

Pero todo terminó de decantar luego de que el 13 de junio de 1917 un ataque aéreo contra Londres llevado con catorce aeroplanos alemanes llamados «Gotha” dejara un saldo de 162 muertos y 432 heridos. Gotha, igual que el rey de la casa Sajonia-Coburgo y Gotha.

Pero había otro detalle. Si se habría de nacionalizar a la casa real británica, la cosa para entonces era qué nombre ponerle. Se barajaron apelativos autóctonos como York, Lancaster, Plantagenet, Tudor-Stuart o Fitzroy hasta que el secretario privado del rey, según cuentan los historiadores, tuvo una epifanía.

Hay un castillo, cerca de Londres, en el que la familia real gustaba pasar sus días de descansos, Windsor, bien «british» por cierto. Y esa inspiración de Arthur John Bigge resultó la ganadora en esa pequeña compulsa familiar.

A la muerte de Jorge V, en 1936, lo sucedió su hijo Eduardo VIII, quien debió elegir entre el trono y un casamiento de conveniencia y prefirió el dictado de su corazón, como lo recuerdan las crónicas sentimentales, y abdicó tras 325 días de reinado en favor de su hermano, coronado como Jorge VI, para casarse con una estadounidense divorciada, Wallis Simspon.

Jorge VI es ese rey tartamudo que se entrena con el australiano Lionel Logue para poder dar el discurso más dramático de su vida, el que anuncia el ingreso de Gran Bretaña en una nueva guerra contra Alemania, en 1939.

A este Jorge le tocó en suerte administrar la disolución del imperio que había construido su abuela un siglo antes. A su muerte, en 1952, lo sucedió su hija Isabel Alejandra Mary Windsor, quien se casa con Felipe Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg y Battenberg. Este último apellido  es traducido también del alemán como Mountbatten, que es el nombre con que el Príncipe de Edinburgo pasó a llamarse para no acentuar el germanismo familiar. Por las dudas. La realeza británica es desde entonces como Mountbatten-Windsor, aunque prima el nombre del castillo cercano a Londres.

La última aparición pública de Isabel II -la primera en reinar como Windsor- fue el 21 de junio, cuando leyó el tradicional “Discurso de la Reina” en la ceremonia de apertura del año legislativo.

Días aciagos para la mujer que ostenta el título de monarca de los 16 estados que conforman la Comunidad Británica de Naciones –creada por su padre para mantener algún tipo de ligazón con las antiguos territorios imperiales- , cuando el país inicia el proceso de separación de la Unión Europea. De la mano de un gobierno conservador, el de Theresa May, debilitado por el resultado de las últimas elecciones, que enfrenta otra vez a Alemania, gobernada por la durísima Angela Merkel.