De qué sirve el Nunca más

Por: Martín Rodríguez

Columna de opinión.

Alguien imagina el 2001 con militares «empoderados»? ¿Alguien imagina la fantasía tan mentada de «poder vacante» del 2008 no con “fierros mediáticos” sino con “fierros reales”? El juego de parecidos entre el poder en Brasil y el poder en Argentina es que hay un país que se las «ingenia» para sacar por la ventana a la principal figura política (un obrero que llegó a la presidencia en el país de las elites y cometió el «pecado» de mejorarles la vida a millones de brasileños pobres) y en Argentina el gobierno se las empieza a «ingeniar» para volver a ganar las elecciones. En Argentina también hay «Poder Judicial», también hay «poder mediático», y en simultáneo ningún militar podría siquiera esbozar una sonrisa pública que lo reubique en un horizonte de distorsión del proceso político.

Si lo que pasa hoy en Brasil (que un alto mando militar asiente un día antes de la decisión de la Corte cuál es el punto de vista corporativo de las fuerzas armadas) es inimaginable en la Argentina de hoy es porque su dirigencia evitó por derecha e izquierda resucitar el cadáver del partido militar que habían matado. Hubo excepciones parciales, claro: por derecha, en el coqueteo del ministro de Defensa López Murphy con el autonomismo militar en la era de la Alianza junto al general Ricardo Brinzoni; y por izquierda, en el intento sepia de reconstruir una imaginario acuerdo «Ejército-Pueblo» del ultimísimo cristinismo, un Operativo Dorrego con el General Milani a la cabeza. (Se dice que Kirchner resistía con astucia la tentación de la figura de un «militar propio», porque eso habilitaba que los otros tuvieran su militar propio.) Argentina ganó en eso, y es algo de lo cual puede honestamente jactarse. En un momento histórico en donde según la versión oficial macrista decir «Historia Argentina» parece equivaler a narrar solamente la historia de un fracaso, no es un dato menor. Brasil, el país con el que nuestras elites soñaban como modelo frío de desarrollo sin gente, ahora muestra en el affaire Lula de qué está hecho. Se dice que nadie quiere saber de qué están hechas las hamburguesas o las salchichas, ahora agregamos: ni de qué está hecho el poder brasileño. Lula paga el precio de haber abierto un poco de más las puertas del paraíso. El capitalismo no te cobra las revoluciones, sino las reformas.

Margaret Thatcher lo sostenía cada vez que podía, en especial frente a interlocutores latinoamericanos: «Sin Malvinas (sin Falklands) no habría democracia en Argentina». La ucronía histórica es siempre interesante y siempre metodológicamente incorrecta, pero en este caso vale la reflexión. La misión histórica más explícita del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional –podríamos decir, el exterminio físico y político de las organizaciones armadas y el fin de la «posibilidad revolucionaria» en nuestro país– había concluido, y la dictadura militar buscaba en esos primeros ’80 dotarse de un nuevo norte que justificase su permanencia en el poder. Se habla en general de la amplia movilización sindical de «Paz, Pan y Trabajo» previa al 2 de Abril como una prueba de que previo a la invasión de las Islas ya existía un proceso abierto de nueva resistencia y movilización política. Es probable, pero también es probable que sin la derrota militar ese proceso hubiese sido mucho más complejo, largo y negociado. Mucho más sucio y vidrioso. La dictadura se «perdió encima», y el colapso político que le siguió abrió la puerta para una transición no (tan) negociada. Las fuerzas armadas británicas mostraron la evidencia desnuda del verdadero estado interno del Partido Militar, en cuya conducción de la guerra pueden advertirse todos los síntomas de la desarticulación interna de la división del país en tres armas: podían ganar una «guerra sucia», pero no podían ganar una «guerra limpia». Unas Fuerzas Armadas balcanizadas, con la cadena de mandos rota por la dinámica adoptada en el ejercicio del terrorismo de Estado y sumida en la corrupción de sus altos mandos. El Partido Militar cuyo emblema y caudillo fue Emilio Eduardo Massera. Podría decirse que si Alfonsín es el padre de la democracia, Thatcher y Massera (como ideólogo desbocado de la continuidad política del «Proceso») son sus «tíos» per-versos.

Pero la «Dama de Hierro» no tiene razón: como reseñó Luciano Chiconi para la revista Panamá («Anclados en 1990»), la desarticulación de las Fuerzas Armadas argentinas como partido político fue un proceso lento y arduo, exitoso al final pero plagado de contradicciones, avances y retrocesos. Un proceso básicamente argentino, y que constituyó a la nueva dirigencia argentina como «clase». Suele decirse que la Guerra Fría unificó a la clase política norteamericana: frente al enemigo común soviético, le otorgó una misión histórica, un mismo «centro» compartido a salvo de grietas. En la Argentina de los ’80 y primeros ’90, esa misión era el mantenimiento de la democracia. La desmilitarización de la política argentina, el fin del Partido Militar, la forma de obtenerla. El movimiento de Derechos Humanos significó una respiración en la nuca para esa naciente «clase política», que zigzagueó porque lo que pretendía aclamar era el sostenimiento institucional un poco al precio de posibles retrocesos frente a ese poder militar en retirada. Aldo Rico no era tanto el jefe de un posible golpe de estado como el líder corporativo de un poder que no estaba dispuesto a disolverse en la vida cívica. «La casa está en orden» de Alfonsín era decirle a la sociedad que no correría sangre… porque el presidente de los civiles negociaba con el líder de los uniformados. Era el principio. Eran las condiciones de la época. Como decía Halperín Donghi reelaborando esa frase que a todos los weberianos de café tanto les gusta: Alfonsín era el jefe del monopolio legítimo de la fuerza al precio de no usarla.

La transición argentina (vista como conjunto, vista como construcción tensa entre la Sociedad y el Estado) fue única en su radicalidad: ni España antes, ni los países latinoamericanos primero, ni los países ex çcomunistas después, experimentaron tal nivel de justicia hasta el hueso. Las leyes de impunidad y los indultos distraen a veces de este hecho, nunca olvidado de mencionar por los abogados del Proceso: «En todos los países se perdona, sólo la Argentina sufre de esta patología vengativa». Por supuesto que aquellas leyes y decretos fueron firmados con el temperamento mesiánico de creer que se graba en la roca, de que se legisla «para siempre». Menem indultó porque creyó en eso, porque se identificó además con los «vencedores» (recordemos la «amenaza» de unas futuras madres cuando en 1993 se marchaba contra la Ley Federal de Educación). Menem estuvo dispuesto a darle la mano a Rojas. Sería demasiado «poético» aventurar que se brindaba impunidad para ofrecer justicia «a futuro», una suerte de conciencia muda de la contingencia que adivinaba en el sacrificio la recompensa final, pero, ¿qué nos permite la tan citada «memoria»? Tal vez construir pacientemente nuevas significaciones entre los hechos pasados y el presente. La memoria histórica parece que posee el diario del lunes, pero esa visión panorámica puede y debe registrar las tendencias «largas» que casi siempre se les escapan naturalmente a los protagonistas inmediatos de los hechos. La reivindicación del modelo de transición «sudafricano» frente al argentino –la versión última y sofisticada de esta suerte de revisionismo de la democracia– es errónea no sólo por ahistórica. También porque ignora la dimensión electiva, de decisión política que esta tuvo. Un escéptico podría sostener: «se desarticula el Partido Militar porque ya no hace falta, muerta la opción revolucionaria, en la nueva democracia burguesa es obsoleto». Esta regla sin embargo era aplicable universalmente, en todo el mundo, y eso no impidió a Pinochet ser senador vitalicio en Chile. No había una lógica mecanicista por la cual los juicios, el Nunca Más y el movimiento de Derechos Humanos, vertebrados principalmente por y en la poderosa clase media argentina, debían necesariamente suceder. Fue una opción Made in Argentina.

En los años que fueron desde el primer levantamiento carapintada en 1987 hasta la sanción de la Ley de Convertibilidad en 1991, se produjeron tres alzamientos militares, dos hiperinflaciones, un ataque guerrillero a un cuartel, una interna peronista y una caída del Muro de Berlín y el «sistema», aquello que sus guardianes se habían juramentado proteger y defender, de alguna manera y contra todo pronóstico, aguantó. Corrían los tiempos heroicos de la democracia argentina, los años que «vivimos en peligro», y también aquellos años de «enamoramiento» entre la sociedad civil y «los políticos», en donde aún las fronteras entre ambas dimensiones eran porosas y dinámicas, como prueban la masiva militancia juvenil de los años ochenta y la explosión cultural urbana. Sobrevivir fue en ese sentido un triunfo colectivo, en la Plaza y el Palacio.

El capítulo político-judicial de la transición argentina termina en 2004, con la derogación de las leyes de impunidad realizada por el gobierno de Néstor Kirchner. Y ese día caluroso en donde la ESMA fue liberada Kirchner pidió, por única vez, perdón. En el entusiasmo refundador de aquella tarde había olvidado mencionar la línea histórica en la que su acto se situaba. Lo supo. Y en una conversación privada (pero divulgada) con Alfonsín saldó el error. Olvidar a Menem –artífice de la derrota final de los carapintadas– era (es) esperable. Pero ningunear el esfuerzo histórico de los ’80, no: en ese pedido de disculpas a Alfonsín, Néstor aceptó ser uno más, quizás el último de una larga cadena, tal vez el último presidente de la transición. Como solía decir en aquellos días: «Lo último de lo viejo y lo primero de lo nuevo». ¿Estaba escrito que se hiciera? ¿Se caceroleó para que Videla vuelva a estar tras las rejas en el 2001? ¿Era la hoja de ruta de ese lejano 2003? No. Kirchner leyó un movimiento más profundo. Es probable que ni el focus group más adulterado diese como resultado que en las demandas de «la gente» era prioritaria la derogación de la Obediencia Debida y el Punto Final. Y sin embargo, en ese acto de genio político galvanizó su movimiento: sobre esa roca construyó su Iglesia. ¿No iba a tener costos? A su modo, los tuvo.

En las ventajas de esta política de Estado que no dice su nombre pueden cosecharse hoy aunque sea en el señalamiento de un silencio: en Argentina los militares ya no hacen política ni opinan públicamente. «

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