Antes un puñado de naciones se repartía el dominio territorial del planeta y se disputaba la hegemonía comercial. Hoy las cinco empresas tecnológicas más grandes han logrado un control equivalente casi sin moverse y sin violencia, porque las personas les ceden voluntariamente sus datos, el tesoro de esta época. Así lo explica el siguiente fragmento del libro Las Guerras de Internet.
Pero esto no siempre fue así. Hubo un tiempo donde el Club de los Cinco tenía competencia. En 2007, la mitad del tráfico de Internet se distribuía entre cientos de miles de sitios dispersos por el mundo. Siete años después, en 2014, esa misma cifra ya se había concentrado en 35 empresas. Hoy el Club ostenta un poder tan grande y concentrado que pone en juego, no sólo el equilibrio del mercado, sino también las libertades y los derechos de las personas en cada rincón del mundo.
Todos ellos integran una súper clase de millonarios que desde la torre de sus corporaciones miran al resto (gobernantes, jueces, fiscales) con la calma de los invencibles. Desde sus aviones privados o sus oficinas con juegos, mascotas y pantallas donde exhiben su filantropía por los pobres, saben que con un minuto de sus acciones en la Bolsa pueden pagar los abogados más caros de Nueva York o al financista que les resuelva en instantes un giro millonario a un paraíso fiscal.
Lo curioso de esta historia es que el Club de los Cinco llegó a la cima sin violencia. No necesitó utilizar la fuerza, como otras superclases de la Historia. Su dominio, en cambio, creció controlando piezas tan pequeñas como datos y códigos. Luego, consolidó su feudo en los teléfonos móviles, Internet, las “nubes” de servidores, el comercio electrónico y los algoritmos, y los llevó a otros territorios.
En remera y con un ejército de relacionistas públicos difundiendo sus comunicados de prensa donde se declaran en favor del desarrollo de los más necesitados, los Cinco Grandes dominan al mundo como antes lo hicieron las grandes potencias con África y Asia. Las similitudes entre las dos etapas son impactantes. En la era del Imperio, un puñado de naciones occidentales se repartió el control del mundo hasta dominar al 50% de la población. En nuestra época, el Club de los Cinco controla la mitad de nuestras acciones diarias. En ambos casos, la tecnología jugó un papel decisivo. La diferencia es que en la era imperial, Europa y Estados Unidos controlaban territorios y acopiaban oro. Hoy, la súper clase tecno-dominante controla el oro de nuestra época: los datos. Cuantos más tienen, más poder concentran. Lo que permanece, de una época a otra, es la desigualdad. La diferencia entre unos pocos que tienen mucho y unos muchos que tienen muy poco.
Hoy, ocho grandes millonarios concentran la misma riqueza que la mitad de la población del mundo. Cuatro son dueños de empresas tecnológicas: Bill Gates (Microsoft), Jeff Bezos (Amazon), Mark Zuckerberg (Facebook) y Larry Ellison (Oracle). Muy cerca de ellos están Larry Page y Sergei Brin (Google), Steve Ballmer (Microsoft), Jack Ma (Alibaba) y Lauren Powell Jobs, viuda de Steve Jobs y heredera de Apple.
Este neo-imperialismo tecnológico que domina nuestra vida tiene tres fuerzas que se combinan. La primera es económica, con plataformas tecnológicas que se alimentan de un capital financiero que genera cada vez más desigualdad. La segunda es cultural, en forma de la fe del tecno optimismo. La tercera es política y sostiene que el Estado ya no tiene nada que hacer para definir nuestro futuro tecnológico, sino que de eso se tiene que encargar una nueva “clase”, los emprendedores, bajo su propio talento innovador, en un mundo que se guía por la meritocracia.
Economía de la gran brecha y las grandes plataformas
En el mundo del monopolio tecnológico del Club de los Cinco, la brecha no hace más que extenderse a medida que su concentración avanza. El mito de la Red abierta quedó lejos. Hoy Internet está dominada por plataformas. Son el modelo de negocios actual de Internet en su fase más concentrada y monopólica. Son las fábricas de la era de las redes.
A comienzos de 2016, las dos empresas con la mayor valor de mercado en Estados Unidos eran plataformas: Apple y Google (ahora Alphabet). Las compañías más exitosas de Occidente también lo son: Apple, Facebook, Twitter, LinkedIn, Google, Microsoft, Foursquare, Skype, Amazon, PayPal, Waze. Y también de Oriente: en China, reinan Tencent (dueña de WeChat y QQ, dos plataformas de mensajería), Baidu (el Google chino), Alibaba (con su medio de pagos Alipay), o en Argentina Mercado Libre (y su sistema Mercado Pago), entre otras.
En su definición estricta, las plataformas conectan a dos partes para que se beneficien. Por ejemplo a consumidores y productores entre sí para intercambiar bienes, servicios e información.
¿Cómo crecieron? Hoy el software se volvió un commodity: la mano de obra que lo crea es barata y está disponible en todo el mundo. Por lo tanto, el valor de las compañías no reside en el software, sino en las redes de usuarios y los datos que cada uno de nosotros vamos dejando para que, a través de la construcción de perfiles, luego nos vendan servicios. “Uber no es dueño ni opera una flota de taxis, Alibaba no tiene fábricas ni produce cosas que vende online, Google no crea las páginas que indexa, YouTube no genera los millones de videos que hostea”, explican Alex Mohazed y Nicholas Johnson en su libro Modern Monopolies. “Las plataformas son el modelo de negocios natural de Internet: son puro costo-marginal-cero del negocio de la información. Sus gastos no crecen tan rápido como sí lo hacen sus ganancias.”
Lo paradójico es que mientras estas plataformas crecen bajo un sistema económico desregulado propio del liberalismo y con grandes inyecciones de capital financiero, producen economías sumamente concentradas. Es decir, suponen una “centralización buena”, mientras que en el resto de la economía la planificación es considerada mala, como si la planificación centralizada y orquestada por computadoras y algoritmos pareciera no molestarle a nadie, pero la de los países sí lo hiciera.
Las plataformas tienen en los datos un elemento clave de su estrategia de crecimiento. Sus modelos suponen un acceso supuestamente gratuito, cuando en realidad lo pagamos con el extra de nuestra información. Llevados casi obligatoriamente a usar estas empresas (por ejemplo, el sistema Mercado Pago para recargar la tarjeta de viaje SUBE o Google para realizar una búsqueda), aceptamos de facto sus términos y condiciones, lo cual está comenzando a generar interés por su regulación.
Mientras tanto, estas empresas invierten grandes recursos y poder de lobby sobre gobiernos y periodistas y organizan eventos privados en los que se dicen comprometidas con el desarrollo de la sociedad. También se ocultan bajo la etiqueta de la “economía colaborativa”, cuando en realidad intermedian y se llevan la mayor parte de los recursos de los negocios entre las millones de personas que utilizan sus servicios. Pero sólo se trata de marketing, ya que al mismo tiempo basan su crecimiento en los capitales de riesgo y fugan sus ganancias a paraísos fiscales, con intrincados sistemas para evadir impuestos en los países donde operan.
Responsabilidades compartidas
¿Entonces es todo culpa de las grandes empresas de tecnología? Las guerras de Internet sostiene que no. Que la responsabilidad es compartida. El Club de los Cinco hace lo que tienen que hacer: ganar dinero, multiplicar beneficios y responder a las demandas de sus inversionistas. “Ni siquiera los inversionistas, funcionarios o el infame uno por ciento del mundo tienen la culpa de las desigualdades de la economía digital. Los ejecutivos de Silicon Valley y los capitalistas de riesgo están simplemente practicando el capitalismo tal como lo aprendieron en la escuela de negocios y, en su mayor parte, cumpliendo con su obligación legal como accionistas de sus compañías”, explica Douglas Rushkoff, escritor y profesor de la Universidad de Nueva York. Y agrega: “Seguro, se están volviendo más ricos mientras el resto de nosotros lucha y hay un daño colateral en el crecimiento desenfrenado de sus compañías. Pero están estancados en su predicamento como cualquiera, atrapados en una carrera donde el que gana se lleva todo. Es crecer o morir”.
Frente a este dilema, nace la pregunta central de este libro: ¿El modelo del monopolio tecnológico de los Cinco Grandes es el único posible? ¿Existe una alternativa entre confiar nuestras vidas a puñado de empresas tecnológicas o caer en el subdesarrollo? ¿Qué podríamos hacer nosotros, los ciudadanos, y nuestros gobiernos? Las respuestas, como todas respuestas económicas, están en la política.
*Periodista especializada en tecnopolítica
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