Piñera, como si fuera el siglo XIX, militarizó la región y amenaza con represión. "Si entran aquí, la cosa será bala por bala", fue la respuesta.
Desde que los españoles entraron a América con la espada y con la cruz, el pueblo mapuche se atrincheró en los territorios que ocupó desde siempre. Ahora, la resistencia está centrada en tres regiones –Bio Bio, Araucanía y Los Ríos–, que suman 72 mil kilómetros cuadrados y en las que la presencia de la policía militarizada, los temibles Carabineros, ha sido una constante. A la lucha por la restitución de tierras, el ejercicio de la soberanía y la defensa de su cultura, la plataforma que cohesiona a los mapuches, incluye una representación directa en el Congreso, la creación de un Ministerio Indígena, el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios y la aplicación plena del Convenio 169 de la OIT “sobre propiedad de la tierra y los derechos sobre el territorio, la educación y la salud”.
En esa especie de fotografía estatal todo se resuelve –la historia muestra lo contrario– con una recurrente estrategia militar. Ahora, tras fracasar en 2018 con su Plan Impulso para la Araucanía, a pesar de lo cual insiste con él, Piñera invocó un Gran Acuerdo Nacional. Aquel disimulaba la vieja ambición del Estado de someter a los mapuches con un programa en tres frentes para favorecer la rapiña (agricultura, turismo, energías renovables). Se proponía abrir la región al capital privado bajo la denominación de destinos agroclimáticos, turísticos y zonas potenciales de bioenergía, desarrollo eólico y recursos hídricos. Además, liberaba derechos de agua para embalses y represas privadas. Este no propone nada, solo muestra un mayor despliegue bélico, con Carabineros y el Ejército reprimiendo al unísono.
Desde las organizaciones mapuches le responden al gobierno que así como están abiertas al diálogo están listas para la guerra. La Coordinadora de Comunidades, la más dialoguista de las entidades, advirtió que un acuerdo nacional basado en leyes más punitivas, sin hablar de justicia para el pueblo mapuche, agravará la represión y el conflicto será más encarnizado. “Si nos vienen a agredir tendremos que defendernos y resistir, esa es una característica de nuestro pueblo y los chilenos saben de lo que estamos hablando”. En los días siguientes, 17 camiones que transportaban troncos para las grandes plantas donde se elabora el papel para diarios marca Bio Bio fueron incendiados. Esta vez, los comandos civiles amparados por el Ministerio del Interior no cargaron sus fusiles.
Los más de 16 millones de hectáreas de bosques –quillay, robles, coihues, lengas, cipreses, araucarias y ulmos nativos que las forestales reemplazan por eucaliptus y pinos foráneos– han sido el escenario que despertó la voracidad, colonial primero y multinacional después. El inicio del conflicto podría situarse en la sangrienta cacería militar ordenada entre 1860 y 1881, la Guerra de la Araucanía, precedente de la matanza argentina de la Conquista del Desierto (1878-1885). Allí se gestaron los tres hechos que sustentan el diferendo. “El crimen de genocidio, aún impune; la apropiación del territorio y sus riquezas; y el proceso de ‘chilenización’, domesticación y colonialismo interno que dañó nuestra cultura”. Son palabras del líder comunitario Aucán Huilcamán a la agencia estatal turca Anadolu.
La guerra contra los mapuches es otro de los silencios de la historia de Chile, pero para ese pueblo que nació en un mundo sin bordes ni dueños, la memoria es todo. Y recuerdan, y lo dan como razón de su lucha: “Será difícil formar un cálculo de las pérdidas de los indios: incendio de 2000 casas bien provistas de cereales y artículos de subsistencia; consumo de vacunos en rancho de las tropas expedicionarias; caballos cedidos a cívicos e indios amigos en premio a sus buenos servicios; lanares muertos por arreo en largas distancias”. Es la casi confesión del general en jefe José Manuel Pinto en un informe de 1861 al presidente y general Manuel Bulnes, el mismo al que la ciudad de Buenos Aires rinde homenaje con una calle que nace en el paquete Palermo Chico y muere en el popular Almagro.
El cortaza del quillay y el Covid-19 que azota
Aislados entre el mar y la Cordillera, al sur de Santiago pero al norte del sur, la noticia aún no les llegó a los mapuches de Chile. Sin embargo, el quillay, el gigante araucano de copa inabarcable, ocupa en estos días la atención de los científicos del mundo. Es que la resina de la corteza del árbol simbólico de los mapuches es parte esencial de la fórmula con la que un laboratorio sueco-norteamericano ensaya su vacuna contra el Covid-19, la única entre las que ya circulan y las que siguen en estudio que aplica la antigua medicina indígena en su batalla por la vida. Hasta ahora el quillay se salvó de la tala salvaje de las multinacionales a las que en 1976 Augusto Pinochet entregó la riqueza forestal de los mapuches y de Chile.
A los mapuches les robaron la tierra y les niegan la soberanía, trataron de “chilenizarlos” y les robaron sus conocimientos, de la misma forma en la que fueron sojuzgados los pueblos originarios de todas las estirpes. Pero los conquistadores se autoimponen sus límites. Entre ellos, y solo por conveniencia, está la preservación del quillay, un manto verde sobre las regiones de Bio Bio, Araucanía y Los Ríos de cuya corteza se logran desde una miel de las mejores hasta cosméticos, desde el remedio que cura las erupciones y el reumatismo hasta las enfermedades respiratorias y digestivas. Y ahora, la ilusión de la vacuna que protege. El laboratorio Novavax lo utiliza como adyuvante, nombre que se da a las sustancias que se agregan a las vacunas para potenciar la respuesta inmunológica de los enfermos.
Esto se produce mientras los casi 16 millones de habitantes, desde ayer deben someterse al confinamiento grado 1 decretado por el gobierno, por el altísimo nivel de contagios a pesar del alto grado de vacunación. Los casos diarios superan los 7000, como nunca en pandemia. Y ya se registraron, en total, 963 mil infectados y más de 22.500 fallecidos.
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