Viernes de verano en Madrid. Amanece. Abres los ojos y, con pánico, descubres que pusiste mal el despertador. Te vistes en tiempo récord. Ni siquiera te lavas los dientes, sales corriendo a buscar un taxi, llegas a Atocha al borde de un ataque cardiaco. Ya no das más. En una escena tan cliché como inverosímil, apenas subes al vagón, el tren parte.
Te sientas, comienzas a respirar, a disfrutar las tonalidades ocre de los campos rumbo a un nuevo destino de tu querida España. Te emocionas. Pasas por Fuenlabrada, Cañaveral, Torrijos. Por fin, después de más de tres horas, llegas a Cáceres.
Tu amiga Cristina, a la que quieres como a una hermana, te recibe en la estación con agua y un bocadillo de jamón. Ya está. Ya tienes risas, abrazos y alimento. Suficiente. Caminan hasta su casa en la Plaza de los Maestros. Lo primero que te sorprende es la limpieza de la ciudad. Gracias a la generosidad de Clara, una niña cacereña de cabellos negros y ojos como chispas, te esperan una cama, Harry Potter y Hermione. Gracias a la generosidad de Pablo, un niño cacereño de tímida sonrisa, ya te sientes en casa. Te presentas. Les cuentas del nuevo video de Shakira y, sabiendo que eres mexicana pero vives en Argentina, te preguntan por Trueno. Ya son amigos.
Vienen días de paseos, de copas de tinto, jamones, gazpachos, tortas de Casar. En las salidas, Jorge, la pareja de tu amiga, te cuenta con una detallada amorosidad la historia del Casco Histórico, la muralla, la judería, el Arco de la Estrella, la Plaza Mayor, los palacios. Se le nota el orgullo por su lugar. Lo contagia. Es muy fácil entender por qué esta ciudad es Patrimonio de la Humanidad y, obvio, locación ideal para Game of Thrones.
Sus muros, sus calles, sus iglesias, sus vistas, acogen.
En un bar descubres los autorretratos de la fotógrafa local Marta Hoyos Iglesias, que forman parte de un proceso de sanación. A cada paso te topas con carteles del Festival de Teatro Clásico. La ciudad respira arte y belleza.
Pero la verdadera sorpresa es cuando llegan a la calle Pizarro y te muestran el Museo de Arte Contemporáneo Helga de Alvear. ¿Por qué nadie, en tus frecuentes viajes a España, te ha contado que la mayor coleccionista de arte contemporáneo de Europa eligió a Cáceres como sede de un acervo de casi tres mil obras? Te parece invaluable.
Tu amiga, periodista experta en el tema, te explica que la apasionada galerista tocó varias puertas. Aquí se las abrieron. Que el Museo coronó décadas de gestiones y estuvo antecedido por la creación de un Centro de Artes Visuales y una Fundación que se ubicaron en la Casa Grande, un edificio centenario y de estilo modernista hoy contiguo al edificio que alberga un Museo espectacular en su diseño y en su contenido. Como bien lo ha definido ella en sus crónicas: «una especie de envoltorio de lujo, arte para guardar arte».
Apenas entras, te topas con la inmensa y vibrante lámpara que Ai Weiwei construyó con más de 60.000 cuentas. Luego vas a la sala en donde están los facsímiles de «Los Caprichos», los grabados con los que Goya mostró y se burló de la sociedad del siglo XVIII. Te maravillas en medio de tu desconcierto. Te sientes privilegiada de poder ver estas obras sin haberlo siquiera planeado, ni esperado. Siguen los Klee, los Picasso, las fotos de Nan Goldin, la cautivante instalación «Herramientas del poder», de Thomas Hirschhorn. La mirada es insuficiente. Los sentidos no te alcanzan.
Siguen las caminatas. En una callecita estrecha del Casco Histórico descubren una casona semiderruida. Tiene un patio. Fantaseas con la posibilidad de reconstruirla, pintarla de azul y vivir ahí. Ya te encariñaste con la ciudad. Una tarde noche, en la Plaza de la Concepción, justo en un bar que homenajea a Sabina, llegan las confidencias con tu amiga, los recuerdos de las aventuras, las esperanzas y los miedos compartidos en México, Buenos Aires, Madrid, Lisboa. Y, ahora, aquí. Ratificas tu admiración por la vida que construyó.
«Gracias por hacer que el hilo no se rompa», te escribe en un papelito que pone junto al bocadillo que te prepara para el regreso en tren a Madrid. En el último almuerzo familiar que compartes sientes nostalgia anticipada. Te da tristeza decir adiós, pero te vas convencida de que te llevas lo mejor de la ciudad: el encuentro con su gente buena. Te despides pero sabes que, a Cáceres, tendrás que volver. «
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