En 2009, mientras la National Security Agency (NSA) estadounidense hackeaba los mails de Dilma Rousseff, Barack Obama profería la famosa frase this is the guy, y proclamaba a Lula como el político más popular del planeta. Era la Cumbre del G20 en Londres: Brasil era reconocido internacionalmente en su estatura de potencia mundial, en los BRICS y en simetría con Rusia, China e India, de la mano del mejor canciller de su historia, Celso Amorim, y compartiendo con la Argentina el liderazgo de la Unasur.
Los documentos de la NSA revelados por Edward Snowden en 2013 indicaban que Petrobras y la tecnología de explotación de petróleo en altas profundidades del presal fueron uno de los blancos del espionaje de esa agencia. En 2015, un estudio publicado por el Instituto de Petróleo y Gas de la Universidad Estatal de Rio de Janeiro (UERJ) reveló que el presal podría albergar reservas de al menos 176 mil millones de barriles de petróleo y gas.
El periodista Leonardo Attuch, del sitio independiente TV 247, reveló que, según le dijo Dilma, en la época pre-impeachment el presidente turco la llamó para decirle que se cuidara “porque EE UU estaba preparando una primavera árabe en Brasil”. Con un Medio Oriente cada vez más conflictivo, el petróleo sudamericano (Venezuela y Brasil) subía al primer lugar en la lista de prioridades.
A partir del golpe de 2016, Brasil virtualmente desactivó sus refinerías y pasó a importar gasoil de EE UU. En 2015, las importaciones eran el 41%; en 2017 superaron el 80 por ciento. “Ganaron los productores norteamericanos, los traders multinacionales, importadores y distribuidores del capital privado”, denunció la Asociación de Ingenieros de Petrobras.
En plena paralización de camioneros y desabastecimiento, el sindicato de los petroleros anunció la huelga “más importante de toda la historia de Petrobras”, pero con una consigna muy diferente a la de bajar el precio del gasoil: contra la desnacionalización de la empresa y del presal y por la reactivación de las refinerías.
En el sitio oficial de Petrobras, se proclama hoy “maximización de ingresos, acompañando al mercado internacional; disciplina de capital en las inversiones; reducción de costos operacionales y exención de impuestos para inversiones”.
La objetividad del juez Moro
Apareció sonriente y de esmoquin, el 15 de mayo, en Nueva York, recibiendo de manos del exintendente de San Pablo y actual precandidato a gobernador, João Doria (PSDB), el premio de Personalidad del Año, de la Cámara de Comercio Brasil-EE UU. Cuando era intendente, Doria se hizo famoso por mandar manguerear con agua helada a las personas en situación de calle. Mientras frente al Museo de Historia Natural, brasileños le gritaban “golpista” al elegante juez, adentro, la consigna era “Moro presidente”. Entre los presentes, tal vez el personaje hoy más odiado en Brasil: Pedro Parente, presidente de Petrobras, junto al ministro de la Secretaría de Gobierno, Carlos Marún, representando a Temer. El título de la charla de Marún fue “Oportunidades de inversiones en el nuevo ciclo de crecimiento de Brasil”. Moro ya había sido premiado en 2016 por la revista Time y calificado como uno de los grandes líderes mundiales por Fortune.
La enorme fragilidad de la causa del tríplex de Guarujá, con propiedad atribuida a Lula sin prueba alguna, fue ridiculizada en redes sociales cuando el Movimiento de Trabajadores sin Techo ocupó el departamento y publicó fotos que revelaron que nunca existió la reforma de 2,2 millones de reales pagada por la constructora OAS.
La fase 3 del golpe
En la última semana de mayo, los camioneros (que no reaccionaron ante la prisión de Lula pero sí gritaron “fuera Dilma” tres años atrás) ocuparon las principales rutas en protesta por el astronómico aumento de los combustibles, que llegó a venderse a 10 reales el litro. Las consignas eran parecidas al “que se vayan todos”; algunos carteles pedían “intervención militar ya”. A pesar de la analogía entre esa paralización y el lockout camionero contra Dilma, los movimientos sociales pronto entendieron que, si no abrazaban la huelga, la ultraderecha absorbería fácilmente a esa masa de autónomos y dueños de flotas como Emílio Dalçóquio, quien reivindicó la dictadura y gritó ante las cámaras “viva Pinochet”.
Al principio el movimiento fue aplaudido por la derecha y la red Globo, por favorecer un ambiente de caos para cocinar la fase 3 del golpe: evitar las elecciones presidenciales de octubre, cuando Lula lidera las encuestas y Temer el ranking de rechazos. Pero acabó enfrentando al gobierno en su huevo de la serpiente: la entrega de Petrobras y el presal a las petroleras internacionales y la dolarización del precio de los combustibles.
Cuando Temer llamó al Ejército para intervenir en la huelga, surgieron en las redes y en la tevé testimonios de militares advirtiendo que si tuviesen que elegir entre defender un gobierno “corrupto” o a los huelguistas, se pondrían del lado de los transportistas. La intervención militar no logró pacificar la virtual guerra civil del estado de Rio ni evitó que parapoliciales asesinaran a la concejal Marielle Franco.
Por su lado, el PT ya anunció que, si retorna al Planalto, propiciará un referéndum revocatorio que deje sin efecto la mayoría de las leyes impulsadas por Temer. En tanto, el Senado aprobaba un proyecto que establece elecciones indirectas para presidente y vice, por parte del Congreso, en caso de vacancia en los dos últimos años del período presidencial. El proyecto, que entró al Parlamento en 2015, cierra perfectamente esa fase 3.
Según estimaciones del Banco Mundial, unos 28,6 millones de brasileños salieron de la pobreza entre 2004 y 2014, pero a partir de 2016, más de tres millones volvieron a vivir por debajo del nivel de pobreza, con un ingreso promedio de 140 reales por mes (unos 40 dólares). En un país donde los parlamentarios, además de ayuda-vivienda (como los jueces) reciben el “auxilio paletó” (traje), que cuesta al erario público unos 63 millones de reales por año, y un salario de 33.763 reales, 35 veces el mínimo actual.
Pero durante el gobierno Lula, los bancos tuvieron un lucro de casi 280.000 millones de reales, al menos tres veces más que durante la administración de Fernando Henrique Cardoso, el hombre del Departamento de Estado norteamericano en Brasil y “padrino” de Parente. Joaquim Palhares, director de la revista Carta Maior, definió la situación apuntando que “el golpe empuja a la octava mayor economía del planeta a un proceso trágico de mexicanización”. Y agregó que “los gobiernos progresistas descuidaron la contrapartida de organización popular”. En ese sentido, el exministro de la Casa Civil de Lula y uno de los mayores cuadros políticos del PT, José Dirceu, en una entrevista a Brasil de Fato y antes de ir preso por segunda vez, reconoció: “Acabamos priorizando más la lucha institucional y electoral, y el hecho de gobernar, sobre la organización partidaria, y todavía menos la movilización y la politización”.
Otra de las claves la dio el profesor Raphael Silva Fagundes en Le Monde Diplomatique: “El ascenso social generado por el gobierno Lula produjo una clase acéfala que valoriza más la condición de consumidor que la de ciudadano”.
Las calles vacías de autos y pobladas de bicicletas en San Pablo, en esa última semana de mayo, permiten soñar con un tiempo donde este paisaje futurista sea producto de un cambio en la matriz energética de nuestros países, y no del caos. El abastecimiento interno de Brasil depende del transporte camionero; el ferrocarril está al servicio de las exportaciones minerales, especialmente el hierro.
Lejos de la utopía, hoy las opciones siguen siendo el desarrollismo populista o el neocolonialismo ultraliberal.
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