Columna de opinión de Soledad Platero, desde Uruguay.
Esta semana se conocieron los detalles de la muerte en Florida de Manuela Stábile, de 21 años, asesinada por su cuñado y su pareja (17 y 20 años respectivamente) de un balazo en la nuca. Cundió el horror cuando el ministro de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Chediak, se refirió a los hechos aludiendo a la figura jurídica de crímenes motivados por la pasión, sin duda haciendo referencia al origen presuntamente amoroso del conflicto que terminó en un homicidio liso y llano, perpetrado tras una planificación de varios días y seguido de una farsa que incluyó la denuncia de la desaparición de la chica y hasta una segunda pasada por la comisaría para averiguar en qué iba la cosa. Más allá de la entendible alarma que se enciende al escuchar a un representante de la máxima instancia judicial refiriéndose a semejante crimen con esa imprecisión (no importa si las leyes vigentes contemplan o no la pasión como atenuante: hay una mutua exclusión semántica entre pasión y premeditación que debería haber atajado cualquier comentario de ese tenor), es necesario pensar por qué somos tan tolerantes con este tipo de violencia. Por qué no sólo los hombres maduros y con una vida reposada, cómodamente instalados en sus ventajas y en sus beneficios, se lanzan vertiginosamente a argumentar caso a caso o a recordar circunstancias excepcionales. Por qué se introducen observaciones del tipo no hay que poner a todos los hombres en la misma bolsa o miren que hay mujeres muy malas. Por qué se comparan las muertes de mujeres a manos de sus compañeros con las muertes de cualquiera en un contexto de robo o de accidente de tránsito. Por qué se dice tantas veces que las mujeres somos más machistas que los hombres, que la culpa es nuestra por cómo educamos a nuestros hijos, que no sirve de nada poner a un sexo en contra del otro y tantas otras obviedades, tantas verdades parciales e inútiles que desatan discusiones agotadoras y vacías después de las cuales todo sigue como estaba.
Da la impresión de que lo que no queremos ver sobre la mesa (aunque esté sobre la mesa; aunque haya sido puesto allí con admirable y paciente insistencia desde hace años por cientos y cientos de militantes y de intelectuales de todos los sexos naturales o imaginados) es que lo que está mal, lo que mata, lo que mantiene las diferencias y las injusticias es un sistema. Un sistema de privilegios y de desigualdades basado en la creencia férrea en el derecho de propiedad y en la moral de la conveniencia. Un sistema en el que se acepta naturalmente que las cosas se hereden de padres a hijos como se hereda el color de pelo, en el que se termina legitimando toda acción que se sustente en el afán de lucro y en el que se privilegia siempre la voluntad de acumular y crecer aunque sea mediante la desposesión (la forma más antigua y segura de amasar fortunas).
Es obvio que ahora, cuando el paro del 8 de marzo ya es un hecho y hasta el PIT-CNT tuvo que fijar posición al respecto (y no habrán sido pocas las discusiones hasta llegar a la medida del paro parcial) aparecen y seguirán apareciendo las declaraciones solemnes y demagógicas, los llamados a ser inflexibles con los violentos (del único modo en que la demagogia sabe ser inflexible: pidiendo más castigo) y las promesas de que se tomarán medidas para llevar la tranquilidad a cada casa. Pero será difícil que las cosas cambien, porque a nadie le gusta perder privilegios y a nadie le gusta sentirse un pichiruchi, y todo esto, en suma, es una cuestión de privilegios y de frustraciones, de deseos y de humillación, de poder y de impotencia.
Entre lo más inquietante en el número de muertas por violencia machista que tenemos al día de hoy está la edad de algunos perpetradores: jóvenes de alrededor de 20 años, adolescentes del siglo XXI que ponen su frágil hombría en juego en el dominio y la posesión de una mujer. Podemos discutir todo lo que sea necesario sobre cuestiones como por qué decirle paro a algo que no se sabe si es un paro, sobre quién se queda con el protagonismo si los hombres van a la marcha, sobre la injusticia de que las mujeres podamos quejarnos y los hombres estén obligados a tragarse la angustia y el miedo, sobre la cantidad de hombres buenos y de mujeres malas que hay en el mundo y sobre cualquier otro detalle lateral pertinente o insignificante. Pero no podemos negar la solidaridad funcional entre el machismo y la interpelación productivista, entre la violencia como solución final y el deterioro del lenguaje que nos permite decir la injusticia y la desposesión. El 8 de marzo paramos para que no haya más víctimas de un sistema depredador e injusto. Y cuando digo víctimas no estoy hablando sólo de mujeres muertas.
*Periodista.
Texto publicado originalmente en La Diaria: https://ladiaria.com.uy/articulo/2017/2/paro-de-mujeres/
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