Viajar para escapar. La huida como aliciente para sosegar el alma ante paisajes que siempre son nuevos, sin importar cuántas veces se les haya visitado. “Me quiero ir”: un mantra que me acompaña desde la infancia. Primero fueron algunas cuadras del barrio. Alejarme a pie bastaba para calmar la ansiedad. Después, la partida a otras ciudades, otros países. El cúmulo de autobuses, aviones, trenes, barcos. Atravesar fronteras, ríos, océanos. Transitar caminos para disfrutar el movimiento del cuerpo y del espíritu.
La esperanza de que el destino está allá, adelante. La certeza de que viajar me cura.
El encuentro y reencuentro con sonrisas y abrazos como condición para peregrinar. Ya solo parto a lugares en donde sé que alguien me espera, en donde conocen y soportan mis manías ajenas a los manuales de los “buenos” viajeros: soy impulsiva, no pido (ni doy) consejos sobre qué visitar, no hago planes, no reviso guías turísticas. La improvisación tiene sus costos. Sí, soy “mala” viajera. Me mareo, no me gusta subir cuestas, mucho menos montañas. Le huyo a la naturaleza. Soy temerosa. Priorizo la comida y el sueño. Si tengo hambre, el malhumor se impone. Me desespero. Me alcanza con caminar durante horas por ciudades conocidas y desconocidas; o sentarme en una plaza o un café y ver pasar a la gente. Más contemplativa que aventurera. Acostumbrada a decisiones en solitario, me desconcierta (¿incomoda?) la organización de planes conjuntos, el “¿qué hacemos hoy?”.
Como bien me definió una amiga: la angustia de estar sola; la felicidad de estar sola.
Y sin embargo, me muevo. Me entrego a la ternura. A las charlas, las confidencias, las risas. A la amistad profunda. Miles de kilómetros de distancia no hacen mella con tanta gente que quiero en tantas partes. Las cuido y me cuidan. Los hoteles me son ajenos. Suelo contar con una cama, con un cuarto propio, con juegos de llaves símbolo de confianza y seguridad.
El privilegio de sentirme en casa en tantas casas. De despreocuparme. De ser yo. De no tener miedo. Cocinarles es mi mejor forma de agradecerles.
Las aventuras indelebles: el viaje iniciático en autobús a Monterrey; las parrandas estudiantiles en Madrid; mi primer encuentro con la nieve en Ljubljana; el deslumbramiento con Venecia; la calidez de Cartagena; el viaje de tres meses a Buenos Aires que ya se alargó por 20 años; la confusión al terminar sola en una isla desierta en Panamá; el antiguo hamám de Estambul en donde me desnudé y una mujer me bañó en una loza de mármol, como si fuera una niña; la alegría de mamá cuando la llevé a La Habana y fuimos al Tropicana; la angustiosa persecución policial en Alejandría; el azoro ante la riqueza del Museo Egipcio en El Cairo; la emoción literaria en el Museo de la Inocencia, en Estambul; la torta de bacalao que me comí en un avión rumbo a Nueva York (y la fascinación de ver un musical en Broadway); los tangos que bailé en las milongas de Berlín; el llanto incontrolable al subir a un tren en Praga y, años después, al llegar a Toulouse; la decepción con Machu Picchu y San Pablo; el ataque de pánico en Bariloche; la llegada sorpresa a Lisboa; las cenas que preparé en Londres y en Bruselas; las noches estrelladas de La Paz; la presentación de mi libro en Nápoles y Milán; la internación urgente en Salerno; el calor de Acapulco y la sonrisa cómplice de mi sobrina Pamela; la resplandeciente luz de Ischia; la tierna historia de amor una tarde de primavera en París.
La suerte de trabajar en oficinas con vistas a la Torre Eiffel, a la cordillera de Los Andes, al mar Atlántico, al Ángel de la Independencia. Las aguas del Caribe, el Pacífico, el Mediterráneo, el Atlántico, el Bósforo.
Hoy, la diferencia es “la nueva normalidad”: viajes marcados por vacunas, hisopados, formularios, barbijos y temores. La mutación también es interna.
En los periplos iniciales, apenas llegar, devoraba los diarios. Ansiaba conocer “la realidad” de cada país. Ahora la evado. Prefiero ignorar. El mundo fue y será una porquería, ya lo sé. Dejé de ser una optimista voluntariosa para convertirme en una pesimista realista. Antes tampoco podía viajar sin libreta y lapicera en mano. Registraba todo. Ahora solo camino, escucho música, pienso, observo, me ensimismo. Pero ya no escribo. También estaba segura de que había encontrado mi lugar en el mundo; ahora prefiero seguir siendo nómada. Me contradigo, yo me transformo.
México, Madrid y Buenos Aires, la tríada de ciudades en las que se reparte mi corazón. Las citas pendientes en Moscú, Teherán y Jartum. Ya lo lograremos.
Mientras tanto, en cada ruta, García Lorca me acompaña:
He cantado por el mundo
con mi boca de siete pétalos
mis galeras de amaranto
iban sin jarcias y sin remos,
he vivido los paisajes de otras gentes.
Mis secretos alrededor de la garganta
sin darme cuenta, iban abiertos.
Siete corazones tengo,
pero el mío no lo encuentro…
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