Ocurrió hace poco en Zaragoza. Una pareja, calculo que matrimonial o al menos de hecho, posterior a las experiencias diversas de ambos, en este caso teniendo la ilusión de los primeros tiempos, y en el primero, una virtud de la unidad muy marcada. Se detiene en la fachada de una verdulería.

Digo “se detiene” porque lo hicieron juntos en una coreografía urbana perfecta. Con dedicación curiosa y atenta, miraron algo que a los dos interesó de un modo plural pero como modo singular. Que una oferta o un producto frutal llamativo, una lechuga o unas paltas, chi lo sa

Ni ella ni él pusieron gesto alguno de apurarse o de indisposición. Sencillamente miraron juntos y luego siguieron con su marcha, continuaron caminando sin comprar. Volvieron a su ritmo en armonía. Hacia su morada tal vez: es lo más seguro por la hora tardía en la que pintaba cena.

Una pareja y una mirada.

Sentí algo de reminiscencia de lo bueno que he vivido y perdido alguna vez. Tal vez se trate de una simple colección de soledad culposa o de un alerta de lo necesario. Realmente no lo sé.

Yo que me quemé de amor. Quizás sean apenas cenizas o un cachito de corteza resiliente. Pero la cuestión es que sentí que esas miradas en la misma dirección, me tocaron el alma inquieta mandando fruta en una Zaragoza universal, sentimental. Una Zaragoza que pudiera ser otra ciudad y la situación en una esquina cualquiera.

A veces en las esquinas suceden imprevistos. Puñaladas de tiempo ajeno que atraca en salidera. La climática en peligro no acecha sólo en cauces desbordados de insensible apuesta ambicional. También el caos nos arrastra como autos chocando en el remolino existencial de la locura planetaria y las almas de igual modo quedan atrapadas, con suerte, en las ramas del azar curioso. Y se resiste.

Las esquinas sin ochavas, que en los sueños a veces pueblan de sentido un despertar.

Recuerdo uno especialmente, en el cual con una música vistiendo la escena, yo me dirigía a una ventana abierta de una casa en donde espiaría a un viejo amor hoy, pero reciente en aquel día amanecido de una localidad cercana de París, en donde yo me encontraba por asuntos musicales, cuándo no… Ella estaba echada con almohadones en una alfombra del salón de siempre, mirando una película en un video, iluminada solamente por los rayos de la tele. Pero no era yo quien estaba a su lado y un pibe salía, de no sé dónde, a señalarme con un dedo. Y entonces huía entre apenado y hundido hasta que me desperté y bajé a la planta baja de la enorme casa. Bajé con lagañas y aturdido, pero conducido por la música que no era otra que una realmente ejecutada a tientas aún por el dueño de casa, Juan Carlos Cáceresm, componiendo en su piano.

De allí salió finalmente desensoñada una bella canción tangueada, Acaso volverás, que el maestro grabó meses después.

«…Acaso volverás, saber que encontrarás, amar es tanto azar como deseo, si el barrio que cambió su casa dejó igual será ya un nuevo hogar con otro adentro… lo más difícil es seguir con la conciencia de dudar y aun siendo libre de elegir, sufrir viajando a la verdad…», decía un fragmento que recuerdo al vuelo.

Creo recordar que esta reminiscencia contada más arriba, en algún sentido poco llevaba momentos que uno creía interminables en aquellos años con la aludida… Un momento de los que, como escribiera Rimbaud, «mi inocencia me haría llorar».

Quizás fuimos un poquito aquella pareja extendida en mi legajo sentimental.

 Pero de regreso a esa esquina, que de eso se trataba, con mi inspiración que es poca, inundé los espacios vacíos con esta mirada absorbida de poeta. Parafraseando y combinando a Borges (con respeto), diría que como la amistad, la poesía tampoco necesita de frecuencia. A veces cae en uno con su manto imprevisto y puede ser en una playa, una alcantarilla rota, un puerto anochecido, unos ojos que agitan, una guerra, un parto o esta pareja que solo se detuvo a mirar en una verdulería.

A propósito:

 Me quemé de amor y en sus entrañas

descubrí su ilustre melodía

en éxtasis febril o construcción,

infeliz de recordar aliada

tan fértil y amable su armonía…

Del barro hasta la gloria

me quemé de amor,

las crines de su carne

como potro ágil y ardiente

agitan mis ventanas

agujeros de pasión

rompiendo como a vidrios

los restos que dispersa la memoria.

Me encendí y me apagué de amor,

he sanado también rubricado

como bordado en dolor

de un tango que es estigma

y es historial del amor,

he trashumado en su nombre

propagando sus esquirlas

y hoy cenizas que se cantan

como penas o alegrías

que me quemé de amor.

Como siempre y desde dónde quiera que esté, van mis besos de esquina y abrazos de cancha.