Un mundo en miniatura que no pasa de moda

Por: Nicolás G. Recoaro

Unos 2500 Playmobil de la colección del argentino Juan Dethloff se exhiben en el Museo de la Ciudad. Secretos de los muñequitos que divierten a varias generaciones.

La escena tiene la potencia de un cuadro de Brueghel. Bravos soldados de a pie y caballeros medievales montados en sus temerarios rocinantes avanzan hacia las murallas de un castillo. Cientos de campesinos, varios niños y la diminuta y siempre privilegiada realeza esperan el asalto final casi sin inmutarse. Si hasta parece que lo disfrutan: todos tienen una sonrisa dibujada en sus rostros. La eterna sonrisa de un Playmobil. «Pero sí, Martín, te digo que al caballero te lo compré, acordate», recrimina una mujer a su hijo de aires hipster mientras recorren el salón principal del Museo de la Ciudad. En silencio, el barbudo de largos treinta y pico se frota la pera hasta que logra iluminar sus memorias. «¡Es verdad, vieja, tenés razón! Lo gasté hasta que se hizo pelota», reconoce el muchacho. Entonces mira con nostalgia el muñequito recuperado del baúl de los recuerdos, el Playmobil forjado en frío plástico que lo lleva de regreso, como la magdalena de Proust, al cálido paraíso perdido de la infancia.  

Sí, señor, todos llevamos nuestra infancia a cuestas. Y con ella, la fascinación por los juguetes. Quizá sea ese el leitmotiv de la exposición dedicada al icónico muñequito nacido en 1974 en Alemania, que no pierde vigencia en el corazón de los niños –ni en el de los adultos– argentinos. La iniciativa es obra de Juan Dethloff, técnico textil de Olivos y el mayor coleccionista de Playmobil en Sudamérica, que hace público el 40% de su pequeño gran tesoro privado. 

Más de 2500 personajes pueblan los ocho escenarios montados en el museo de la calle Defensa. Dethloff curó al detalle cada una de esos ecosistemas plásticos. Desde el «Mundo submarino» hasta la modernísima «Gran ciudad», sin olvidar el «Pesebre navideño», la «Batalla pirata» y un sórdido «Far West» repleto de grises soldaditos confederados, azulados combatientes de la Unión y un malón de pieles rojas. La cereza del postre es el surrealista «Castillo de hadas», cotizado en más de 15 mil devaluados pesos.  

La muestra abrió sus puertas el pasado 27 de diciembre y funciona a sala llena: ya recibió más de 3000 visitantes, a razón de 400 personas por día. ¿Las causas de esta pasión juguetera? Nadie lo tiene muy claro. En una de esas, el maldito Charles Baudelaire nos dejó algunas pistas en «La moral del juguete», un artículo publicado en el lejano 1853: «En un gran almacén de juguetes hay una alegría extraordinaria que lo hace preferible a un hermoso piso burgués. ¿No se encuentra allí toda la vida en miniatura, y mucho más coloreada, limpia y reluciente que la vida real? (…) Todos los niños hablan a sus juguetes, y sus juguetes se convierten en actores en el gran drama de la vida».

Quisiera ser niño

El indiecito con la canoa. Empaquetado, obviamente, en la tradicional cajita azulada. Ese fue el primer muñequito de Playmobil que tuvo Dethloff entre sus manos. «Como todo chico, yo jugaba con animalitos y soldaditos de plástico, pero en 1978 llegó la novedad de los Playmobil. Tenía seis años, fue un regalo de mi mamá María Elena, enfermera del Hospital de Niños, que siempre se rompió el lomo para que no nos faltara nada, ni siquiera un buen juguete», recuerda el hombre de 45 años, en diálogo con Tiempo. 

El muñeco, de estrictos 7,5 centímetros de altura y todavía con manos fijas, llegó a estas pampas pocos años después de su lanzamiento en tierras germanas. Aunque es un ícono del plástico, fue creado por un carpintero: Hans Beck, que trabajaba en Brandstätter, una empresa que fabricaba juguetes de plástico desde 1954: andadores, cochecitos y el afamado hula hula integraban su generoso catálogo. «El tema se les complica con la crisis del petróleo, entonces deciden achicar el tamaño de los juguetes. Beck da la idea de enfocarse en los personajes que iban adentro de los autos. Y el prototipo fue de madera», informa Dethloff. 

El diseño original se inspiró en los dibujos simples que hacen los más pequeños de la familia: cabeza y ojos grandes, sonrisa, sin detalles de nariz ni orejas, una figura humana simple y por demás minimalista. «El tamaño ideal para guardar en el bolsillo del guardapolvo», grafica el coleccionista argentino.

Horst Brandstätter, pope de la compañía juguetera, agregó un concepto capital al producto: la línea debía representar estilos de vida y oficios más o menos corrientes (además, por supuesto, de piratas y vaqueros). Un ideal que parece pasado de moda, si uno lo contrasta con los estantes de las jugueterías modernas, repletos de franquicias y merchandising de series, películas y programas de televisión. «Es que uno juega con el policía motorizado, el bombero, el astronauta, obreros… Lo central es la imaginación –acota Dethloff–. Por eso creo que siguen teniendo vigencia. El Playmobil junta tres generaciones: el que hoy es abuelo le regaló a su hijo el mismo muñequito que hoy puede seguir usando el nieto». Junto al sesudo Lego (o el nacional Mis Ladrillos) y la estilizada rubia tarada Barbie, los hombrecitos marca Playmobil integran la santísima trinidad del chiche analógico del siglo XX, antes de que los divertimentos electrónicos con sus pilas, cables, controles remoto y pantallas virtuales tomaran por asalto el mundo del juguete.

La isla de la infancia

Para Dethloff, el coleccionismo es una cuestión familiar. Su esposa Mariana fue quien le abrió los ojos y lo impulsó a compartir con el público su vasta colección de más de 4000 figuras (con algunas rara avis, como los gigantes de metro y medio que pueden apreciarse en la muestra). «Ella me conoció así de fanático y me ayudó a armar las muestras, incluso hicimos nuestra luna de miel en la isla de Malta, donde está una de las fábricas centrales. En el recorrido por la planta, tenía la piel de gallina y, aunque no hablo bien inglés, la agarraba a la guía y le decía: «I am Playmobil best fan’. La mina no lo podía creer. Me lagrimeé todo». 

Como buen coleccionista, Dethloff disfruta al detallar la pieza que aún no ha conseguido. O mejor dicho, la que no ha podido recuperar: «Nunca encontré las figuras del bufón y el burrito que tuve de chico. Mi vieja las donó a la guardería del Hospital Gutiérrez. Una vez encontré un burrito en la feria de San Telmo, pero le faltaba una oreja, así que decidí seguir buscando». Siempre agradecido, resalta las donaciones desinteresadas que le hacen amigos y anónimos contribuyentes a su causa. Los muñequitos quedan en buenas manos. Para despedirse, deja un sabio consejo: «Lo más lindo es cuando sacás los Playmobil, armás una buena historia y te ponés a jugar. Los padres no tenemos que perder nunca la iniciativa de jugar con los chicos».

Tres mil millones de hombrecitos

–Brandstäter presentó los primeros modelos de Playmobil en la Feria del Juguete de Nuremberg de 1974. Al principio tuvieron poco éxito: sólo se interesó un mayorista holandés.  

–Desde 1974, las medidas de los muñecos son idénticas, y hoy los chicos pueden combinar figuras, accesorios y escenarios actuales con los que usaban sus padres. Ya se han fabricado 3000 millones de figuras de un catálogo que suma unas 25 mil piezas diferentes.

–Las primeras figuras femeninas aparecieron en 1976. En 1981, niños y niñas, de 5,5 centímetros de alto. Y en 1982 las manos empezaron a ser giratorias.  

–El juguete estrella de la línea es el barco pirata. Se fabricaron más de 16 millones de unidades del buque corsario, preparado para soportar los más temidos abordajes. «

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