El evento tanguero de mayor repercusión internacional reúne en La Usina del Arte a una Babel de milongueros de 48 países.
«Nosotros preferimos tomarnos nuestro tiempo, señor. No sé para qué tanta corrida. El tango siempre te espera», asegura Ignacio Giannini, pergaminense, con la máxima de Troilo como dogma de fe. Su partenaire, la chilena María José Garcés, apura un mate amargo y con dulzura da las últimas pinceladas de base sobre sus mejillas. Aunque bailan juntos desde hace un mes y monedas, sienten que se conocen de siglos. «El tango tiene mucho de magia. Si es por bailar, uno va a la milonga y baila con cualquiera. El hechizo empieza cuando conectás. Creo mucho en la ley de atracción, y les pedí a los santos del tango para que me trajeran a Ignacio. Al final se hizo el milagro», asegura la devota trasandina. La parejita ensaya un firulete y revela sus armas secretas: «Miles de horas de práctica, dar amor sobre el escenario y, para alejar la mufa, encomendarnos a San Pugliese. Nunca falla.»
Sophia y Nicolás juran y perjuran que en su Corea del Sur natal, el tango pelea cuerpo a cuerpo en popularidad con los caballitos de batalla del marketinero K-POP. A lo sumo, arriesgan, pierde por una cabeza. Desde hace años, Nicolás se gana el mango como profesor de baile en una academia en las afueras de Seúl. Con serenidad oriental y mínima labia porteña, transmite a sus pupilos los secretos de la danza rioplatense. Hoy lleva el 179 prendido como un abrojito en su saco oscuro. Cumple el sueño de debutar en la meca del ritmo. «Esto es como el final de un largo viaje, que comenzó hace 20 años, cuando escuché ‘Nada’, por la orquesta de Di Sarli. En el escenario voy a tratar de sentir la música como la primera vez.»
Nosotros dos
En el auditorio de La Usina, las parejas giran como el mundo. Compiten en dos categorías: la tradicional Pista y la versión más vanguardista en su formato Escenario. Ahora es el momento de los puristas. Como corresponde a un código básico de la milonga, van trasladándose por el borde de la pista en sentido contrario a las agujas del reloj. Le sacan viruta y chispas al piso. «Cuando arranca la música, se borran el tiempo y el espacio. Siento las piernas de ella, cómo se conectan y desconectan con el piso. Se da como una ‘fusión molecular’. El tango tiene mucho de química», explica Filippo, un italiano con un aire a Franco Nero, que participa en el Mundial junto a su esposa Katerina. Si tuvieran que escribir un libro de los abrazos que compartieron en las milongas, la noche del 10 de junio de 2011 tendría un apartado especial: «Yo tuve muchas parejas de baile asegura la morocha milanesa. Pero ese día Filippo me cabeceó, salimos a la pista y no nos separamos más. Me lleva, pero sobre todo me siente. Por algo es mi marido». Ante el desafío de clasificar a las semifinales, enfrentan un dilema existencial: «Es que este domingo nos invitaron a una parrillada confiesan. Se va a poner difícil elegir si venimos a bailar o si nos comemos un rico asado.»
Poco antes de salir a escena, los jujeños Marcelo Torres y Edith Salazar lucen su pinta ejemplar. Traje azabache y a finas rayas para el caballero, con el detalle de la corbata rojo punzó haciendo juego con el apretado vestido shocking de la dama. «Los diseñó una modista amiga allá en El Carmen, de donde somos. Y una prima se encargó del bordado de los detalles de las piedras fantasía. En la fiesta del tango queríamos estar de gala, con un look bien pasional», cuenta la veinteañera. Aunque hoy los une el tango, los norteños se conocieron bailando zamba, en la Fiesta del Quesillo de San Antonio. «No nos importan las diferencias, nosotros bailamos dicen a coro. Cuando entramos a la pista, es como que compartimos el mismo lenguaje. Y solo hablan los cuerpos.»
Con su moño al cuello, Leandro Benítez rinde homenaje al oficio que le permitió conocer Buenos Aires y debutar en las grandes ligas. «En Chilecito soy mesero. ¿Dígame si no estoy buen mozo?», pregunta el muchacho entre risas. Lo marca de cerca Anabel Gutiérrez, su novia y pareja de baile estable. «¿Sabe?, a los que dicen que el tango es machista, porque la mujer se deja llevar, les digo que no sean tan anticuados. El tango es comunión», cierra la señorita, al tiempo que le estampa un amoroso piquito a su prometido.
Guardia vieja
El camarín es Babel en plena ebullición. Todavía lejos de la pista, las parejitas practican osadas quebradas. El profesor Gustavo Sorel acompaña a sol y sombra a sus discípulos. «Les doy una charla técnica y les explico los ‘yeites’. Los jueces están muy pendientes del reglamento: no se pueden hacer boleos altos y hay que estar atentos con los enrosques… Pero lo más importante es que disfruten», asegura el hombre, nacido y criado en un bulín de San Telmo. Atesora un pedigrí tanguero curtido en salones de los cien barrios porteños. «Arranqué en los ’70, cuando era estibador en el puerto. Mis compañeros me llevaban a las milongas de la Isla Maciel. Eran lugares non sanctos, de avería, donde te proponían bailar un tanguito y algunas cosas más», evoca. Después de aquellas iniciáticas incursiones al bajo fondo, Sorel sentó cabeza, tomó clases con los referentes, estudió al dedillo la danza, la anatomía y los códigos del lunfardo. Ahora es todo un profesional: «A mis alumnos les doy un solo consejo: estudien con el que estudia.»
José Meno es un auténtico guapo del 900, miembro de honor de la vieja guardia porteña. «Señor, yo siempre participo en tango Pista. Escenario es un curro for export, un cuentito para los europeos», asegura el varón de Almagro. Entra a la cancha relajado, con el 235 tatuado en la espalda y un prontuario milonguero grande como una casa. Frente al espejo, se retoca el jopo engominado: «Uno no sabe qué va a bailar, pero si pudiera elegir, no lo dudo, que suene ‘Mala suerte’, el himno nuestro. ¿Lo conoce? Es ese que dice: ‘Yo no pude prometerte / cambiar la vida que llevo, / porque nací calavera / y así me habré de morir. / A mí me tira la farra, / el café, la muchachada, / y donde hay una milonga / yo no puedo estar sin ir.'» «
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