Relato a propósito de la pesca en el mar argentino, la falta de cultura de un país que no mira a sus propias aguas, mientras barcos extranjeras se llevan nuestros recursos. El trabajo de miembros del Centro de Ex Combatientes Islas Malvinas (CECIM) de La Plata para impulsar la pesca soberana.
“En la temporada se cobra bien”. Un joven pescador en el puerto de Rawson, dedicado a la explotación del langostino, puede ganar cientos de miles de pesos en semanas. Parte de ese dinero será para la casa que Mauro está construyendo con su novia, para ahorros, para los gustos y un resto importante para sobrevivir el invierno. Así que el trabajo no lo pone de mal humor tan temprano. Se soporta, lo que no soporta es al cocinero.
En los barcos dedicados a la pesca de langostino las bodegas se completan a pocos nudos de la desembocadura del río, por eso cada bajada dura menos de un día. Aunque la jornada es intensa, la docena de hombres que trabajan en cubierta cargan las redes, llenan los cajones, tiran el sulfito, amarran y estiran poleas, tensan alambres y forcejean para mantener el equilibrio.
De ahí que cada barco cuenta con un cocinero. Un oficial de la tripulación que tiene en sus manos la obligación de devolver fuerza a esos cuerpos, de ayudar a restaurar esas manos ajadas por la pesca a fuerza de hidratos y proteínas. Pero Mauro al suyo lo detesta. “Es malo eh”.
El muchacho carga las redes, los cajones, las sogas y los tachos y se lamenta “¿qué porquería nos va a hacer hoy?”. Zarpan y a poca distancia del muelle ya ocurre lo peor: desde las cubiertas ajenas comienza a llegar el olor de los carbones.
Por corto que sea el viaje, muchos barcos llevan parrillas con braseros donde asan vacíos, chorizos, chinchulines, mollejas, morcillas o hasta un costillar. Llega el humo y a Mauro lo destruye. Sabe que su cocinero va a hervir unos fideos.
Hace un tiempo, haciendo trabajo de campo nos empezamos a preguntar por qué muchos trabajadores de éste puerto no comían pescado. La respuesta de uno de ellos fue elocuente: “eso es para los lobos marinos”. Pero sabíamos que encerraba algo más.
Para un trabajador argentino el asado no es un lujo, es un derecho. Es donde arma la fraternidad y la camaradería, donde se “gastan” y surgen los apodos, donde se hermanan mientras se estiran las barrigas. Se llenan de algo mucho más fuerte y permanente que las calorías. Los une en una comunión que se repite en todos los rincones de nuestro país o, por lo menos, así nos gusta pensarlo.
Benedict Anderson sostiene que la Nación es una comunidad imaginada, es decir, una colección de ritos, símbolos e historias que creemos compartir con personas con las que quizás nunca nos conozcamos. Pero esta imaginación no es azarosa, sino que tiende a proyectar para el conjunto los intereses y aspiraciones de un grupo particular. En nuestro caso sin dudas, la Argentina como Estado y como Nación, universaliza una forma de identidad muy arraigada en la Pampa húmeda, en el campo de vacas, gauchos, mate y cuchillo.
Miramos nuestra patria como un cuadro de Molina Campos y así ni siquiera en la ciudad de los “porteños” se espera que la comida sea abundante de pescados.
Esto no implica que no existan proyectos extractivos o de desarrollo que tengan al mar como centro. De hecho, recientemente la Justicia habilitó la exploración en busca de petróleo offshore, comenzando a unos 300 kilómetros de las costas de Mar del Plata y Quequén, y hace años que funciona la iniciativa Pampa Azul, que articula acciones científicas y técnicas en pos de dirigir las políticas oceánicas. Sin embargo, para muchas personas el mar no es mucho más que un recurso, que no requiere mayores cuidados ni atención.
Así, Argentina cuenta con uno de los litorales marítimos más grandes del mundo, pero no percibe cómo toneladas de desperdicios, plásticos y químicos, son descartados por la industria pesquera. Lo que altera el bioma y vulnera a las especies mucho más que unos remitos de café o bombillas de gaseosa.
Algo similar ocurre con las “fronteras marítimas”. Año tras año, cientos de buques, en su mayoría de China y Japón, esgrimiendo permisos de pesca otorgados alrededor de las islas Malvinas sobre las que el Estado argentino aún reclama soberanía, sobrepasan el límite fijado en 200 millas marítimas para capturar toneladas de calamares, cetáceos y pescados. Una predación que, de ocurrir en tierra, equivaldría a no menos que una incursión militar anexionista. Con la cantidad de recursos ictícolas, la alimentación que emerge del mar debería ser muy accesible, incluso más barata que la carne. Sin embargo eso no ocurre.
Sin embargo, el mar está allí. Inmenso e incomprendido para muchos de nosotros. A lo sumo, actor de algún sueño vacacional de verano u horizonte de que algún día “con ésta nos salvamos”. Eso debería llevar a discutir una política integral que mire al mar en su plenitud. Por ejemplo, la Armada Argentina no cuenta con buques modernos y sofisticados para ejercer vigilancia que pueda cuidar dichos recursos.
Mientras los colegas de Mauro miran desde la cubierta cómo se alzan a sus costados las enormes redes rebosantes de mariscos, que quizás jamás lleguen a la mesa de los argentinos, sobre todo de los más pobres, más lejos del puerto un grupo intenta algo diferente. Y es algo novedoso porque triangulan en el centro de su acción al reclamo por las Malvinas, el mar y sus recursos.
Los miembros del Centro de Ex Combatientes Islas Malvinas (CECIM) de La Plata desde hace algunos años reparten pescado entre sus vecinos más pobres. Bajo el lema “no hay soberanía sin pesca soberana”, los excombatientes dan otra lucha: la de una alimentación justa y saludable para un mar de todos. Mejor dicho, que debería ser de todos pero que es de unos pocos. Continuamos todavía de espaldas a las aguas del Atlántico Sur. Quizás el asado en el medio del mar, sea una metáfora contradictoria, pero certera de la argentinidad mediterránea y su relación marítima. Probablemente “tenemos mar”, pero una cosa muy diferente es que esté disponible para nosotros. Creemos que llegó la hora de cambiar esa situación.
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