Por Pablo Martínez Carignano, especialista en seguridad vial
En primer término, se debe tener en claro que no hay mayor causa de muerte de personas menores de 45 años en nuestro país que la inseguridad vial. Ninguna enfermedad. Ningún delito. Absolutamente nada. Y a pesar de este dato de la realidad, y de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, la cuestión no es abordada como un tema de salud pública, sino que se sostiene el obsoleto e ineficiente enfoque administrativo-policial tradicional.
Debemos asumir también que, como vamos, es imposible tener una política de país sobre seguridad vial. En nuestra Constitución Nacional se establece que el tránsito es una cuestión local, y de allí que hoy tengamos 24 jurisdicciones provinciales y miles de municipales con normas y procedimientos diferentes. Pruebas de esto son los límites de alcoholemia: hay provincias con tolerancia cero, otras donde se permite 0,5 pero cuyas ciudades capitales exigen 0, y alguna con límites diversos según las zonas por donde se circule. Insólito. Se supone que la Agencia Nacional de Seguridad Vial es el organismo que debe, sin avasallar autonomías, poner cordura y armonizar las legislaciones, pero en 15 meses y cuando todos los medios informan que cada vez estamos peor, solo ha asomado la cabeza para presentar una nueva (¿necesaria?) licencia nacional de conducir de la que se pondera como gran avance, que tendrá el texto en inglés, algo que quizás pueda servirles a los argentinos que alquilan autos en otros países.
Mientras, y como todos sabemos tanto de fútbol como de seguridad vial, hay quienes arriesgan que todo se soluciona construyendo autopistas. Sin embargo, como informa La Nación según datos de la propia ANSV , en la Panamericana y en la 14 (dos de nuestras mejores autopistas) es donde se produce mayor cantidad de siniestros mortales. Entonces, ¿es tan fácil como eso? La infraestructura es importante, pero sola no alcanza.
Es llamativo también cómo, en el análisis de la inseguridad vial, se desprecian factores clave como la responsabilidad empresaria. El caso del choque frontal de micros en Santa Fe, o las habituales muertes de los repartidores en moto que circulan de noche sin luces, cascos ni chalecos por las ciudades, dan una idea de que el ahorro patronal en términos de elementos de seguridad de personas y vehículos también contribuye al cuadro.
La educación vial, que es obligatoria por ley a nivel nacional y local en casi todas partes, es una asignatura pendiente: no se dicta ni formal ni sistemáticamente en ningún lado. No se trata de pagarle a una ONG para que dé un curso a algunos chicos: se trata de incorporar contenidos en la currícula a los efectos de salvar vidas. Por caso, pensemos en los chicos de 5° año del secundario. Están a punto de manejar un auto y, más probablemente, una moto. ¿Hay algo más urgente y pertinente que enseñarles para qué sirve un casco, cómo se frena en piso mojado o cuáles son los efectos de fumar marihuana o tomar alcohol si van a conducir? Este es otro de los porqués de la situación. Y ante todo está el control, obviamente, la mejor medida costo-beneficio en un país pobre y que en el nuestro no existe del modo en que debería desarrollarse. En , Dave Cliff, emblema del éxito neocelandés en el descenso del 50% de los muertos viales, explica que si se lo aplica con ética, con constancia y con rigor, el control hace que la sociedad cambie sus conductas al manejar: no uso de casco, consumo de alcohol y exceso de velocidad son conductas modificables si se toma la decisión de trabajar en las rutas, todos los días, a toda hora. ¿Y si lo probamos en una zona piloto y medimos el antes y el después? ¿Tan difícil sería? El tránsito es una interacción social esencial: no se trata solo de vehículos, rutas y conductores. Las normas, el control, la responsabilidad empresaria, la justicia, la educación, la relación con la autoridad, los presupuestos asignados, el compromiso individual son muchos factores que interaccionan y cuyo tratamiento requiere conocimiento pero también una dosis de arrojo y valentía no menor. Comencemos por la puesta en agenda pública del tema y la toma de conciencia desde el más alto nivel político de que no se trata de accidentes, ni tragedias, ni desgracias: son casi siempre hechos previsibles y, por tanto, evitables. Sería un buen primer paso. <
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