Sala de espera

Por: Ana Encabo

Una sala de espera bastante concurrida comparado a lo que me tiene acostumbrada la pandemia. Me siento en una esquina dejando los dos lugares libres señalados con cruces para que todos respetemos la distancia social. Chequeo mi reloj, sobra un poco de tiempo y amago sacar el libro que traje. En el medio, mi cabeza se va sola a lo inminente: ¿tengo en claro la fecha de los últimos estudios? Hago cuentas mentales, la defino. Listo. Si Diego, el cirujano, quiere rastrearlos por sistema, ya tenemos clave para hacerlo con facilidad.

 ¿Hay algo secundario que quiera preguntarle? No es raro que apenas termine una consulta empiece a enumerar el listado de cuestiones que me olvidé de plantear, tan concentrada en las indicaciones y respuestas de aquello primordial.

El altoparlante suena con un ruido que dificulta entender a quién llaman. De cualquier forma, apenas frena el sonido rotoso siempre hay una persona que se da por aludida y rumbea para los consultorios, así que decido confiar que cuando escuche algo similar a mi nombre también voy a saber reaccionar y reincorporarme. El movimiento de la sala es calmo pero constante. En esa flotación de mi atención, antes de empezar a aburrirme, se me dispara mi pasatiempo habitual de medios de transportes y espacios compartidos de forma casual con personas desconocidas: ¿por quién te cambiás? Si tuvieras que convertirte en alguna de las almas que ves acá: ¿cuál elegís?

En mi entretenimiento no vale quedarse en el molde, sí o sí hay que transformarse en alguien. Varón, mujer, joven, viejo, rudo, simpático, desaliñada, coqueta, afeminado, masculino, asexuade. ¿Qué hay? ¿Qué se ve? Imposible saber cómo son las personas desconocidas, pero ese es el juego: de acuerdo a sus apariencias, ¿a quién elijo?  Algo así como «¿con cuáles de tus prejuicios te quedás?»

Nada en esta sala me tienta, me parece que no es buena idea aplicar este entretenimiento en un hospital. Todos estamos notoriamente rotos. Mis achaques no me simpatizan, pero con todo el tiempo que me llevó conocerlos y mantenerlos a raya, ¿ahora los vengo a trocar? No me seduce para nada; probablemente tenga un día amble conmigo misma.

Hay una señora con una remera tipo vestido azul eléctrico que se mueve con muchísima dificultad por una de sus piernas vendada, rígida, desde el tobillo para arriba, y por su tamaño descomunal.

Cuando se sienta en el lugar permitido al lado mío larga un bufido que me hace mirarla. Tiene barba, ahora me doy cuenta de que en realidad es un señor y que la remera, vestido quizá sea porque con la pierna en ese estado, imposible calzarse un pantalón.

Confieso: las personas grandotas me enternecen. Cuanto más inmensas, más desvalidas me resultan. Me incitan al abrazo. Por otro lado, con los años, a medida que fui perdiendo agilidad se acrecentó un temor profundo: ¿cómo hago para moverme si llegara a adquirir esas dimensiones? Es triste pero ya no creo tener esa fortaleza.

Ahora aparece un padre con un bebé de unos dos años aprendiendo a caminar. La inestabilidad que tiene al tratar de sostenerse genera risa en todos los que miramos. A él no le sobra una pizca de atención para el disfrute. Más bien pareciera estar pasándola mal. En sus pies no hay una danza graciosa, sino un espantoso esfuerzo al que su padre lo somete cuando considera que este es buen momento de descubrir para qué traemos dos piernas a este mundo.

Tampoco me tienta volver a esa edad. Uno de mis primeros recuerdos imborrables es en el almacén pegado a casa, donde me suelto de la mano de mi niñera y entusiasmada doy unos cuantos pasos. En eso, un vecino trata de hacerse el simpático dirigiéndome una pregunta que con completa timidez trato de esquivar volviendo rauda a escudarme y prenderme de la pierna de María, mi niñera. Cuando levanto la vista buscando complicidad, resulta que me había desorientado y abrazado la pierna de otro vecino ignoto. Casi  me da un soponcio.

De ninguna manera quisiera volver a sentirme con ese grado de dependencia o desvalimiento.

Qué desastre. No estoy consiguiendo ningún progreso en mi juego. ¿Con tanto aislamiento perdí capacidad? Ufa, vamos, tengo que poder elegir a alguien, animarme a pensarme distinto.

Mi cobardía me va sumergiendo en el sopor inicial. Ni el personal de salud que ahora pasa en frente mío con movimientos más enérgicos me rescatan. Me simpatizan sus cofias típicas de  aquellos que trabajan en quirófanos y le agregan un toque de color a esos uniformes monocromos. Flores, estampados y dibujos animados (sobre todo los que tienen especialidades pediátricas) les confiere un aire particular. Así todo, me resulta insuficiente. En mi próxima vida quisiera quedar bien alejada de hospitales y tener que lidiar -incluso desde el lado de los guardapolvos- con cualquier  enfermedad.

—Qué mierda de porquería —dice con voz tranquila un señor en silla de ruedas. Le habla a su asistente que lo ubica en el pasillo a mi derecha. Presto atención a la conversación para dilucidar lo que en principio me resultó una rareza. (¿No es más común ir in crescendo y decir una porquería de mierda y no a la inversa?) No alcanzo ninguna conclusión cuando el señor se dirige a mí.

—¿Eso es un parche?

Me lo pregunta sin hacer ningún movimiento ni señalar nada. Igual, enseguida deduzco que habla del sensor de glucosa –un círculo de plástico blanco que llevo en el brazo- chiquito pero llamativo. No es la primera persona que me pregunta. Una vuelta, una nena de seis/siete años me alcanzó por la calle corriendo, se puso a caminar a la par mío y cuando juntó coraje me preguntó qué era lo que tenía en el brazo. Después de algunas cuadras, cuando ella consideró que mi explicación era suficiente, sin mediar palabra, dio un giro de 180° y volvió corriendo sobre sus pasos. Este señor no tiene la misma posibilidad de disparar ni tampoco la intención. La conversación parece divertirle.

—¡Sos una mujer dulce!

—¿Qué opina tu marido?

—¿Cómo que tu marido no opina?

—¿Qué tomás? ¿Glucemix?

—¿Desde cuándo sos insulinodependiente?

—¿Y ahora cuántos años tenés?

—Yo también soy un poco dulce: 123. ¿Vos cuánto?

Por fortuna el altoparlante rotoso anuncia esa cosa incierta que se parece a mi nombre y me exime del ridículo interrogatorio. Sin culpa, amablemente, me despido -tampoco tengo edad para esfumarme sin palabras-  y pongo punto final a mi fracasado pasatiempo de hoy. Casi una mierda de porquería. «

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