Crónica de una visita al templo de los Hare Krishna, en Colegiales, musicalizada por un mantra interminable y amenizada con austeros manjares vegetarianos. Cómo viven los seguidores locales del krisnaísmo, con sus túnicas naranjas, su peregrinar con los libros a cuestas y su fervor religioso llegado desde la India.
Con barro traído del Ganges, el monje Vasudeva Das lleva tatuada la tilaka, una marca que representa a dios en su rostro. También el cansancio por la jornada dilatada. «Es que nos despertamos a las 4 de la matina para los primeros rezos. Después salimos a vender libros, cocinamos, estudiamos Por ahí se tiene una idea muy light de nuestra vida, pero en realidad es más bien activa», explica este porteño de 27 años, más de cinco dedicados con devoción a las deidades de la India. Cuenta que era vecino del templo, miembro de una familia con poco fervor religioso y egresado de un frío colegio industrial. Siempre tuvo curiosidad por la metafísica, por encontrar respuestas a sus titubeos existenciales. Leía a Nietzsche: «Antes de entrar acá, veía que la gente era muy artificial, muy careta. Desde chico siempre me hice preguntas sobre la vida, la muerte… En un encuentro humanista conocí a los devotos; empezaron a cantar el maha mantra y sentí una alegría que es difícil de poner en palabras. Te llena». Se acercó al templo y probó una clase de Bhakti Yoga, la práctica de la contemplación y devoción absoluta. Le gustó. «Y empecé a estudiar el Bhagavad-gītā, uno de nuestros libros sagrados, los principios, a llenar el vacío». Al tiempo, decidió hacerse monje residente, dejó atrás el nombre de Lucas que figura en su documento, se encomendó por completo a Krishna y en una ceremonia de iniciación su maestro lo bautizó Vasudeva Das, el que está «al servicio del todopoderoso».
Vasudeva cumple a rajatabla los estrictos preceptos del Movimiento para la Conciencia de Krishna: dieta sin carne, huevos ni pescado. Cero drogas y tabaco. Está prohibido tener una «vida sexual ilícita» y también los juegos de azar. «Son principios regulativos para limpiar la conciencia. El cuerpo es el templo del señor supremo y por eso hay que cuidarlo». El monje viste su santuario de piel y huesos con una túnica llamada dhoti. Luce colores níveos, que indican que se encuentra en pareja. Sus compañeros, con atavíos naranjas, optaron por el celibato.
Antes de unirse a las plegarias colectivas en la nave central, Vasudeva riega con parsimonia los plantines de tulasí, la venerada «albahaca india». Su madera se usa para forjar collares y rosarios, la japa mala de 108 bolitas que guía el maratón de rezos. La doctrina obliga como mínimo 16 vueltas diarias a la ristra. El maha mantra recitado 1728 veces. «No me canso nunca. Me da alegría, me da energía». En sánscrito, krishna y rama significan «el placer supremo».
Naranja en flor
Aunque tiene una historia longeva en la milenaria India, con raíces sólidas en el visnuísmo y la literatura sánscrita, el movimiento religioso es aún joven en Occidente. Llegó en los ’60, de la mano de Bhaktivedanta Swami Prabhupada, un religioso bengalí y traductor de los clásicos del hinduismo que migró a Estados Unidos con la idea de sembrar las doctrinas krisnaístas en el nuevo mundo. Se estableció en Nueva York, terreno fértil en plena efervescencia del movimiento hippie, justo antes de que el flower power se marchitara. Cosechó sus primeros seguidores en parques públicos, entre los jóvenes enamorados del discurso pacifista, la vida sana y la psicodelia. Se codeó con la crème de la crème de la contracultura: los barbudos Allen Ginsberg y George Harrison »My Sweet Lord» tiene cameos del maha mantra entraron en el sendero espiritual gracias al indio. Y en la Gran Manzana alquiló un localcito y fundó la primera sede de la Sociedad Internacional para la Conciencia de Krishna (ISKCON, por sus iniciales en inglés), la orden que hoy cuenta con más de 100 templos en 71 países.
«A Sudamérica llega a principios de los ’70. En Argentina era más que nada una práctica de puertas adentro. Muchos seguidores se exiliaron en Brasil en los años de la dictadura», explica Maha Sundari Devi Dasi, instructora de yoga y profesora de canto indostánico con más de diez años en el gremio. Cuenta que la primera vez que leyó el Bhagavad-gītā exprimentó una sensación de amor a primera vista. Le fascinó el concepto de servicio devocional: un brindarse al otro alejado de la caridad. Al poco tiempo, un devoto naranja que se cruzó por la calle la invitó al antiguo templo de Villa Urquiza: «Era julio, festival de la aparición de Krishna, como nuestra Navidad», recuerda. Maha Sundari invita unos laddus dulces bocaditos de harina de garbanzo coronados con una almendra y comenta que pudo conocer la meca de los Krishna: «Queda en Mayapur, Bengala Occidental. Es como el Vaticano, un lugar de peregrinación. Lo que más me acuerdo es la sensación de unión con el ser interior. Ahí encontré mi lugar en el mundo, o quizá también es este templo, o tal vez ese lugar esté acá, en el corazón».
Verónica tiene 30 años y es profesora de Geografía. Su maestro la bautizó con el espirituoso apodo de Vraja Bhakti Devi Dasi, «devota y seguidora de Krishna». Aunque el templo le queda lejos, lunes, miércoles y viernes viaja religiosamente desde Banfield para hacerse cargo de la librería. Mientras acomoda unos ejemplares dedicados a la cocina verde, resalta el valor que tiene la palabra encuadernada para los devotos: «Los libros tienen que ver con ocupar los sentidos y compartir el conocimiento. Este movimiento se hizo muy popular por la venta callejera de libros. Yo llegué gracias a un ejemplar que compró un amigo en una feria de usados. La tapa estaba ilustrada con una foto de Prabhu y la frase ‘Él construyó una casa donde puede vivir el mundo entero’. Lo leí de un saque y entendí que podemos tener una relación directa con dios». Entre los títulos más solicitados, destaca George Harrison y el mantra hare krishna y el longseller Fantasía vegetariana, a precios muy populares: entre 30 y 50 pesos.
Comer, rezar, amar
Pasaron casi dos horas y los rezos no tienen fin. La estatua hiperrealista de tamaño (casi) natural de Prabhupada en posición de loto custodia a los devotos desde una esquina del salón principal. Jahnava Devi Dasi pasa la tarde meditando en el patio. En 42 años de vida, tuvo idas y venidas con el movimiento, pero desde hace dos es residente. Su búsqueda espiritual no deja de lado el cuidado del cuerpo y la alimentación: es vegetariana desde su adolescencia. «La comida es uno de los pilares. Por la meditación, entendí también que la alimentación es una práctica que implica austeridad. Comí muchos asados en mi vida, pero no los extraño. No se puede buscar la paz y matar una vaca para alimentarte. Además, con mi dieta vegetariana me volví más alegre, saludable, si hasta parece que me hice un lifting», bromea la ex vecina de Balvanera.
Cuando el tambor y los mantras ceden, Adolfo se encarga de repartir generosos crêpes de puri rellenos con verduras salteadas. Con 12 años en el credo, puede rezar un rosario de anécdotas entre los hombres de naranja. Entonces recuerda los viejos tiempos en un campito de Marcos Paz, cuidando la huerta. También un viaje iniciático por las rutas argentinas, siempre con los libritos de Prabhupada al hombro. Al primer mordisco, uno descubre que el joven cocina como los dioses. «No es para tanto. No se equivoque. Nosotros no hacemos nada. Todo lo hace Krishna». «
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