Por quién repican los tambores: la fiesta del candombe porteño

Por: Nicolás G. Recoaro

Sobre los adoquines del Pasaje San Lorenzo, en pleno corazón de San Telmo, 30 comparsas tomaron la calle por asalto para celebrar la negritud rioplatense, desandando la antigua "ruta de los esclavos".

A fuego lento. Así templan sus tambores los muchachos de la comparsa Calzada Candombe. Sobre los adoquines del Pasaje San Lorenzo, en pleno corazón de San Telmo, arde una pequeña fogata junto al cordón de la vereda. Según los que saben, el fuego ayuda a conseguir la afinación justa del instrumento. “Igual, con este ‘lorca’ no hace falta tanta llama. Ni a palos pongo el tambor al fuego. Con treinta y pico de grados que debe estar haciendo, la humedad del parche se evapora solita”, explica con precisión meteorológica Gustavo Duete, el joven que dirige la comparsa llegada desde el partido de Almirante Brown, en el segundo cordón del Conurbano.

En pocos minutos, cuando den las cinco, con puntualidad británica pero con ritmo rioplatense, los 50 integrantes de Calzada Candombe habrán dado el puntapié inicial de la 11ª Llamada de San Telmo, la fecha estelar del fixture candombero porteño. “Es el gran día, todo el año ensayamos para esta fiesta. Hoy vamos a ser miles tomando la calle”, resalta Duete, pintor de brocha gorda y fino ejecutor del repique. El hombre a cargo de la batuta no se equivoca. Según los organizadores, la cita reunirá a 30 comparsas, 1500 músicos y bailarines y a un hormiguero de más de 10 mil fanáticos, vecinos y curiosos que van a gozar al ritmo de los tambores en el casco histórico de Buenos Aires.

“Hoy formamos con una batea de 20 tambores. Un cuádruple cinco”, explica Duete el dibujo táctico que utilizará la comparsa. Antes de salir a la cancha, mejor dicho al empedrado, con aires menottistas les pide a sus compañeros que vayan para adelante, que no aflojen, que le pongan picante al andar. Son cultores del estilo Ansina, uno de los toques –junto al Cordón y el Cuareim– que integran la santísima trinidad del género. Cada uno lleva con orgullo el nombre del barrio oriental donde fue parido. “Lo nuestro mezcla un poco la cadencia y el palo y palo. La clave es ir alimentando a los muchachos durante todo el recorrido, para que salga lindo el candombe”, dice y se calza al hombro su fiel repique. “¿Sabés qué? Esto es un fiesta, pero sobre todo es un espacio que enseña a compartir. En la comparsa hay gente de todos los palos: cumbieros, punks, rockeros. Lo importante es que estamos en comunidad. En la misma tribu.”

Historia a contramano

Aunque vivió la cultura uruguaya desde la cuna –su madre y su marido son orientales–, Carina Vlajovich llegó al candombe por una cuestión epidérmica. “Siempre digo que la piel me llamó. Hace varios años, escuché los tambores en la calle, me acerqué y no los pude dejar más”, recuerda la joven, que le da duro y parejo al tambor chico en la agrupación Idilé. Carina colabora en Comparsas de Candombe Organizadas, la asociación civil que vela por el reconocimiento y la promoción de la cultura afro-uruguaya en la Argentina. “Ante la ausencia del Estado, las comparsas autogestionamos la llamada, que este año homenajea a Tito Quiroz, un referente de la colectividad. La idea es sumar gente de todo el país”, ansía la muchacha radicada en Avellaneda. Mientras reparte bidones de agua entre los acalorados músicos, resalta que, al igual que San Cristóbal y Monserrat, San Telmo es un barrio muy ligado a la negritud. Allí se radicaron durante la época colonial miles de negros esclavizados, traídos a la fuerza desde el continente africano. El recorrido de la llamada no es azaroso, sino que guarda en su seno un fuerte carácter simbólico. Se monta sobre la “ruta de los esclavos”, que unía el puerto –en la actualidad, Parque Lezama– con el Pasaje San Lorenzo. Las crónicas de época cuentan que los esclavos debían recorrer la calle Defensa, donde se los comercializaba. En el pasaje todavía se conserva la “Casa Mínima”, que el boca en boca popular rescata como el último hogar de un esclavo liberto en Buenos Aires.

“El recorrido de la llamada es en sentido inverso. Devuelve a los negros a sus orígenes, a sus ancestros”, resalta Vlajovich, mientras las primeras cuerdas comienzan su deriva. Con sus tambores y bailes, las comparsas empiezan a reescribir la historia por la angosta calle Defensa. Siempre a contramano.

Siga el baile

Casi llegando a la esquina de Estados Unidos, las comparsas avanzan apretadas, a paso de legión romana. La voz cavernosa de los tambores repite su incansable “borocotó, borocotó, borocotó”. Desde las veredas, la multitud acompaña con palmas la eterna clave: “chas, chas, chas, chaschás”. Algunos vecinos disfrutan el desfile sentados en sillitas playeras como si estuvieran en la Bristol. Comparten amargos y bizcochitos de grasa. En pleno sábado, los vendedores ambulantes se hacen el domingo vendiendo cerveza bien helada.

A la altura de Independencia, un grupo de turistas escandinavos intenta seguir el ritmo de los tambores, pero sus pasos tienen menos onda que una escuadra. “El baile es muy personal y libre, pero trabaja con energías de la naturaleza: el agua, el aire, la tierra. Cada una está ligada a un orishá”, explica Marcela Gayoso, docente de danzas afrobrasileñas. Comanda a una 30 bailarinas que le sacan brillo a los adoquines, acompañando a la comparsa Kumbabantú. Este año homenajean a Oshumare, el orishá de la serpiente y el arco iris que integra el nutrido panteón africano. Con coronas y trajes hechos a mano, las chicas hipnotizan con cada uno de sus movimientos.

“No hay nada que hacer, para bailarlo hay que tenerlo en la sangre”, afirma Joseline Martínez, empleada bancaria y bailarina que derrocha elegancia en la comparsa Curimbó, junto a sus hijos. Es uruguaya, pero vive hace décadas en Adrogué. Todavía recuerda su infancia en el barrio Piedras Blancas, ícono de la negritud montevideana. “Mi mamá Nair me llevaba a los desfiles del 18 de Julio y a las llamadas. Uruguay es la Meca, pero Buenos Aires también tiene lo suyo”, compara la dama ataviada de enagua y alpargatas blancas y radiantes. Vino acompañada por Liliana Pérez, una artesana que también llegó a la comparsa por invitación de sus retoños. “El candombe no discrimina, atraviesa toda la sociedad -dice Pérez y empieza a mover el esqueleto como en trance-. En realidad, somos una gran familia.”

¡Vamo’ arriba!

En los grandes encuentros candomberos casi siempre se arma quilombo: un espacio de fiesta, liberado. Los integrantes de la comparsa Tambores Tintos, llegados en un micro escolar desde Ensenada, son expertos en hacer estallar el festejo. “Somos de familia carnavalera, criados en el Barrio Sur de Montevideo, la tierra prometida del candombe. Tocar ahí es como tocar el cielo con las manos”, dice Rubén Muela y sonríe mostrando sus fundas de oro. Lo secunda su sobrino Nando, un morocho musculoso que parece salido del casting de Espartaco. En el árbol genealógico familiar se destaca el fallecido artesano Juan Velorio, “el ingeniero de los tambores”, y los anónimos ancestros que los acompañan en cada llamada. Nando muestra sus manos curtidas y acaricia el pesado piano de más de diez kilos. La tarde pinta difícil, dice, por el calor, y el recorrido es largo. ¿Algún secreto para aguantar? “El ritmo gozoso y tomar mucha agua, que es el líquido refrigerante. La nafta es el tinto”, advierte.

A unos pocos metros, Claudia Salomone, lookeada como “mama vieja” –uno de los personajes icónicos de la cultura candombe junto al “yuyero” y el “escobero”–, se delinea los labios antes de salir a escena. Cuenta que la “mama” rescata el rol de la vieja ama de llaves colonial, la comadrona protectora de los jóvenes, eje de la colectividad. “En las llamadas me sale la africana que siempre tuve en secreto. Sólo me falta el color de la piel, porque tengo el alma y el corazón bien negro”, dice, y en el pasaje estalla una vez más el repique de los tambores. Así será hasta la medianoche y más allá.

Hasta que las fogatas no ardan. «

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