Por quién doblan las campanitas

Por: Mónica López Ocón

Vivir siempre ha sido extraño. Pero, de un tiempo a esta parte, se ha vuelto más extraño que nunca. A veces me pregunto si no seremos todos víctimas de un experimento pavloviano para generarnos algún reflejo condicionado.

Lo digo porque cada pocos segundos o, a veces, con menos frecuencia, escucho una campanita como los pobres animales que Pavlov utilizaba en su laboratorio para probar sus teorías. Es la campanita del celular. Aprieto el ícono de WhatsApp pero en vez de recibir comida, me aparece una escritura o una voz fantasmal que me informa, me pregunta, o me pide algo. “¿Estás mejor de la garganta?”. “El lunes a las 19 se inaugura la muestra fotográfica de Fulano de tal. Te esperamos”. “Perdoná que te mande un audio pero estoy apurado. Necesitaría que me envíes lo antes posible los documentos que te pedí porque…” (el audio dura seis minutos). “¿Te parece que podríamos acordar una entrevista con el escritor del que te hablé para la semana que viene?”. “¿Viste el material que te mandé por mail?”.

Todo esto sucede mientras inútilmente trato de concentrarme en escribir una nota que también me exigen por WhatsApp.

Al cabo de dos horas de interrupciones de la campanita no sé si alguno de mis órganos segrega algún jugo pavloviano, pero siento que el cerebro se me arruga como un pasa de uva y experimento unas ganas irresistibles de estrellar el celular contra la pared o de meterlo dentro de un balde con agua. Sin embargo, no puedo hacerlo. Ni siquiera puedo apagarlo o silenciarlo sin que me invada una oscura culpa judeocristiana. ¿Y si alguien me necesitara realmente? ¿Y si justo se produjera un acontecimiento extraordinario y yo, tratando de seguir un hilo de pensamiento enfrascada en una nota, ni siquiera me enterara?

No puedo recordar cómo era la vida antes de los pinchazos auditivos de la campanita a intervalos frecuentes e irregulares, cuando, a lo sumo, de vez en cuando nos distraía la llamada del teléfono o el timbre de la puerta. Ni siquiera el fúnebre teléfono negro de mi infancia, tan pesado que había que medir la fuerza con que se levantaba el tubo para no sufrir la fractura de un parietal, me resultaba tan hostil como este liviano rectángulo que se ilumina como una vidriera y me atormenta como un verdugo.

Es casi tan extraño como estar vivo el modo en que ese aparatito minúsculo ha cambiado las reglas sociales. Hoy hay que mandar un mensaje de WhatsApp porque hacer un llamado telefónico se considera tan intrusivo como tocarle a alguien el timbre a las 3 de la mañana. Parece mucho más cordial torturarle al prójimo los oídos y achicharrarle el cerebro.

Sin embargo, no debe tomarse esta queja como una diatriba antitecnológica. La tecnología, como el amor, sucede. No se puede hacer nada para evitarlo. Además, es imposible poner en duda sus beneficios. En el caso del celular, quizá solo sería cuestión de estudiar cuál es la dosis máxima de sonido de campanita que puede tolerar un ser humano sin volverse loco y acotar su uso a esa medida.

Por otra parte, es indudable que el aparatito tiene un costado casi milagroso y sorprendentemente poético. Durante el momento álgido del aislamiento obligatorio por la pandemia, requerí los servicios de un psicoanalista. Yo, que venía acostumbrada al diván, pensé que me sería muy difícil adaptarme a la videollamada cara a cara. No podía medir los beneficios psicológicos de hablar acostada, pero sí me resultaba evidente que me mejoraba la circulación de las piernas. Sin embargo, al cabo de un tiempo, me acostumbré a hablar semanalmente con un señor que aparece en mi pantallita con un encuadre apenas más amplio que una foto carnet. Es una experiencia tan extraordinaria como contarles los conflictos más íntimos a un cuadro o a una estampilla. 

Algo parecido a que, de pronto, el autorretrato de Van Gogh en el que está con la cara vendada, se animara y no solo hablara, sino que hiciera interpretaciones. Por ejemplo: “En ese sueño usted está hablando aparentemente de cortar con todo, pero en realidad me parece que está hablando de mi oreja”. O como si la icónica estampilla de San Martín hablara con lenguaje freudiano. Lo más increíble es que no solo me acostumbré a contarles mis conflictos, sino que hasta a veces lloro delante del cuadro o de la estampilla.

Una vez le escuché decir al arquitecto Rodolfo Livingston que todo lo que ocurre sucede en un espacio, incluso en los sueños. Pero también eso ha trastocado el celular. Mi analista aparece recortado sobre un fondo blanco que no da indicios de nada. Tanto podría encontrarse en Praga como en Base Marambio.

Pero hay que reconocer que la pantallita favorece la asepsia psicoanalítica. No solo no sé nada de la vida del señor que aparece cada semana en mi celular, sino que ni siquiera sé dónde queda el consultorio, si es alto o bajo, qué zapatos usa o cómo camina. En realidad, ni siquiera sé si tiene piernas.

Pero claro que este es un efecto producido por todas las pantallas, ya que por casi dos años solo nuestra parte superior se ha comunicado a través de ellas. La inferior dejó de existir como si una extraña mutación provocada por la tecnología nos hubiera privado de ella.

Sí, vivir se está convirtiendo en algo cada día más extraño.

No pretendo que el celular le ponga fin a la angustia existencial. Pero, al menos, ¿no podrían cercenarle las campanitas que –Hemingway me perdone– no doblan por mí? «

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