Paraguay en Buenos Aires: una isla guaraní rodeada de tierra

Por: Nicolás G. Recoaro

El Día de San Juan convocó en un boliche de Avellaneda a cientos de migrantes.

Vori vori, pastel mandi’o, chipa guasú, mbejú y butifarra. «Pero no se olvide de la sopa paraguaya, señor, el plato nacional», alecciona con aires de chef de cuisine Pilar Cuevas, en la cabecera de una mesa superpoblada por los manjares emblema de la gastronomía guaraní. La coqueta jubilada nacida en la ciudad de Limpio, en la región central del país vecino, hace gala de sus saberes culinarios: «Hay que conseguir maíz bien pisado, huevos de campo, queso fresco y la crema de leche, que es la clave para que salga bien esponjosa. Si el paraguayo celebra, no puede faltar su sopa seca. Por suerte, tampoco la cachaca. La fiesta es para comer, pero sobre todo para bailar». Luego, despabila a su marido del sopor dominical y juntos disparan hacia la atiborrada pista. Mueven el esqueleto al ritmo de un clásico de Los Rehenes. «Vengo para ver a mis amigos y por prescripción médica –dice agitada la dama de rabiosos cabellos colorados, tira una voltereta y se enreda en los brazos de su don Juan–. Comer rico y bailar alargan la vida».

La disco Carroussel, espacio vital de la colectividad paraguaya en la Argentina, luce un lleno ejemplar en los festejos de San Juan. A miles de kilómetros de sus terruños, cientos de paisanos mantienen viva la antiquísima celebración, que combina raciones desparejas de fogoso ardor religioso, embriaguez popular y orgullo nacionalista a larga distancia. Una isla guaraní rodeada de tierra, a pasitos del Nuevo Puente Avellaneda.

«Este es un pedazo de Paraguay en Buenos Aires, donde venimos a llenar el vacío de la nostalgia», reconoce Marianela Brítez, organizadora y alma mater del boliche. Llegó a estos pagos en los ’80, huyendo de las penurias económicas, al final de la larga noche stronista. La historia de una familia y de miles. Salieron de Coronel Oviedo y se instalaron en San Martín, donde su madre se puso a zurcir para fábricas textiles. Brítez no heredó el gusto por el corte y confección. Apenas coqueteó con la venta de indumentaria. A los 21, probó suerte organizando fiestas en el seno de la colectividad. No paró más. «Al principio fue difícil, era un trabajo tradicionalmente masculino. Pero las paraguayas somos pujantes. Llevamos adelante un país entero, desde los años que siguieron a la Guerra de la Triple Alianza. Tengo esa herencia, esa manera de encarar la vida», asegura, mientras retrata a las parejas que bailotean cuerpo a cuerpo. «Los desarraigados buscamos estos espacios de encuentro, porque nos conectan con la familia que está lejos, con los platos que se extrañan, con nuestra forma de entender la vida. Que es dura, pero hay que enfrentarla con una sonrisa.» La frase en guaraní que hizo tatuar en la pared del escenario resume ese espíritu: «Carroussel, vy’a renda'». El lugar de la alegría.

A rienda suelta

Víctor Bazán sube al lomo del bravo animal. Se acomoda el sombrero bronco, aprieta las riendas, cierra los ojos e imagina el campo abierto de su añorado San Lorenzo. Los zamarreos del toro mecánico lo traen de regreso a la pista del boliche bonaerense. La platea delira ante cada sacudida. Estoico, el joven hace gala de sus dotes baqueanos por algunos segundos. Pero al final, el toro muestra toda su fiereza y se saca de encima al jinete como si fuera una pulga. Así termina el sueño del héroe. Despatarrado sobre una colchoneta inflable. «Me animé porque vine con mi mamá y quería hacerle recordar las jineteadas. En la zona de la Cordillera, es tradición del San Juan, junto a otros juegos, como el toro candil, el kambuchi jejoká y el paila jeheréi. Igualmente, esto es otra cosa, yo prefiero el caballo de sangre caliente», cuenta el metalúrgico, llegado hace ocho años. Mientras liquida una lata de cerveza helada, confiesa: «¿Si se extraña? Mucho… pero cuando vengo acá, me siento en casa».

Como en trance, Carmen Godoy contempla el mural realista, con pinceladas algo lisérgicas, que recrea bucólicas escenas de la campiña paraguaya. «Una postal que parece sacada de mi Caraguatá», asevera. Partió con un sueño: comprarle una heladera a su madre, la almacenera más famosa del pueblo. Cuidando niños en el barrio de Belgrano, ahorró los pesos necesarios para alcanzar el preciado refrigerador y un par de electrodomésticos más. Su mamá, chocha. «Soy una persona agradecida con la Argentina: me dio trabajo, salud, amigos y hasta un marido», enumera Carmen antes de estamparle un piquito a su consorte. En la fiesta la acompaña la bullanguera barra «Amigos para siempre», con quienes comparte la pasión solidaria. «Si llega un compatriota y no tiene refugio, siempre lo espero con las puertas abiertas, y un generoso tereré a mano, chera’a».

Ay, ay, ay, Paraguay

Donde hubo fuego, cenizas quedan. Pasaron cinco décadas, pero Albino Cuevas no olvidó jamás un tórrido festejo de San Juan en su natal Guarambaré. Aquella noche que cruzó descalzo y sin chistar cinco metros de brasas al rojo vivo. «Al principió no creía, pero me encomendé al santito, caminé sin respiro y al final no me dolió nada», recuerda. Al terminar el servicio militar en Asunción, decidió venirse. «Año 1969, entré con el colectivo a Retiro y quedé deslumbrado. Fue amor a primera vista». Pasó tiempos dulces, soportó miles de crisis amargas, se casó, tuvo cinco hijos y hoy sigue de pie. Aunque no olvida sus raíces guaraníes, se reconoce un porteño de ley. «Es que a Buenos Aires la fundaron los paraguayos», cierra orgulloso Cuevas, justo cuando en el escenario hacen su entrada triunfal los juguetones cambá. Cinco o seis encapuchados, que recrean las andanzas y desandanzas de la colectividad afroparaguaya en el festejo religioso. «La leyenda dice que salían a raptar doncellas. Ojalá me toque a mí. Siempre hay levante en San Juan», suspira Emilia, una asunceña que no para de recibir piropos.

Los cambá dejan de lado el coqueteo por un rato y usan sus destrezas para escalar el palo enjabonado. En la cima esperan áureas petacas de caña, suculentos chipá y fajos de billetes argentinos. Desde la consola de sonido, el periodista y locutor Oscar Peluche narra las proezas sin vértigo de los improvisados alpinistas. Anima desde hace añares el dial de la emisora más potente de la colectividad. Con labia melosa, mezcla guaraní y castellano: el famoso jopará, plato emblema del campesinado y lengua híbrida y mestiza. Tras varios intentos, un valiente hace cumbre y lo aplauden. Peluche lo festeja como un gol de Romerito.

En el centro de la pista, Betty Diarte luce su glamour subtropical. Enfundada en una camisola atigrada, la productora de la movida tropical nacida y criada en Campo Grande saca chapa de gran bailarina: «No hay que andar con vueltas. Está en nuestra idiosincrasia: el paraguayo es un pueblo alegre. Y déjese de tantas preguntas. Venga a bailar». La cumbia inunda el boliche y las parejas no paran de girar una y otra vez. Como en un carrusel. «

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