Corrientes tiene yeta, porque llovió en Chaco, en Misiones y Formosa, pero acá no”. La declaración de alto contenido técnico del gobernador Gustavo Valdés ocurrió el jueves pasado, el día que lo visitaron Horacio Rodríguez Larreta y Diego Santilli. A ellos les regaló un libro con imágenes del Iberá que ya quedaron viejas. Las llamas arrasan. Queman humedales (los legisladores correntinos se opusieron a la Ley de Humedales que volvió a perder estado parlamentario), viviendas, animales, y más de 30 mil hectáreas de bosques cultivados.
Hace dos meses, cuenta Dominique Finke en su crónica desde Corrientes, Valdés hizo una gira europea para posicionar a la provincia como polo forestoindustrial, que tendrá “el aserradero de pino más grande de la Argentina”. Pero no ideó planes de prevención o mitigación de posibles incendios, control sobre productores y empresas que utilizan material altamente inflamable, ni presupuesto para infraestructura en lucha contra el fuego. En Europa, Valdés consiguió inversiones por 100 millones de dólares para su industria forestal: una cifra menor a los 20 mil millones de pesos que ya provocaron como pérdidas los incendios. Los desastres ambientales nunca son solo por el clima.
En enero el gobierno de Corrientes anunció una inversión por 40 millones para asistencia a los bomberos voluntarios. Finalmente fueron 34 millones en dos cuotas para 47 asociaciones y solo para “bienes consumibles”. Hasta hoy, la gobernación invirtió en ayuda por los incendios el 15% en comparación con lo que le envió Nación. No invertir y desentenderse de responsabilidades como controlar o sancionar es una decisión política. Y los actos tienen consecuencias.
Ese mismo “alejamiento” del Estado (que en ese no actuar, está actuando) se vive con los propietarios de la tierra. Como relata Celeste del Bianco, en el Litoral, donde los Esteros del Iberá arden, los departamentos con mayores índices de extranjerización son los que rodean esa reserva de agua dulce, desde la Fundación Tompkins hasta George Soros. Desregular, promover la concentración y quedar a merced de lo que hagan sus dueños, productores o grandes empresarios, forma parte del mismo combo en el que la “mala suerte” no cuenta.
Llevado a otros planos, el gobierno nacional también debería tomar nota de los desastres que provoca la falta de intervención del Estado. Esta semana, los anuncios de una Empresa Nacional de Alimentos y de un impuesto a las viviendas ociosas generaron cierta satisfacción en sectores populares que esperan alguna decisión efectiva contra los grupos concentrados para apagar las llamas del bolsillo.
Lo ambiental se entrecruza con lo económico. Sucede con la exploración offshore, en la que se vuelve necesario un debate serio y propositivo entre todos los actores con razonamientos técnicos de cómo se debe alimentar energéticamente un país que, en las proyecciones más ideales, se podrá autoabastecer de energías renovables recién dentro de varias décadas.
Esta misma semana se conoció el reporte del Comité Intergubernamental de Naciones Unidas en el que abordan «cómo los cambios físicos en el clima modifican las vidas de la gente». Con el avance de los fenómenos climáticos más intensos, se torna imposible no contemplarlos en el armado de cualquier política. Y, como se vio esta semana en Corrientes o Brasil, al momento de elegir un perfil productivo en el contexto actual se deben asumir los riesgos a los que se enfrenta. Si no, seguiremos bajo la tiranía de «la yeta».