Matar al mensajero: historias de resistencia arriba de la moto

Por: Nicolás G. Recoaro

"No saben qué hacer con la seguridad y dicen que somos todos motochorros", se quejan.

La lluvia es particularmente copiosa en la tarde de miércoles. Los baldazos que caen del cielo no apagan el tórrido clamor de los motociclistas. A bocinazo limpio, protestan custodiados por unos pocos agentes de tránsito y el solitario Obelisco. «Las personas no se patentan», llevan tatuadas las banderas que unos estoicos muchachitos motorizados agitan, frente al bravo mar de autos y colectivos estancado sobre la 9 de Julio.

«Nos quieren meter el chaleco de prepo. ¿A quién le gusta que lo traten como ganado?», se pregunta Matías, un mensajero pasado por agua que llegó al microcentro porteño desde Avellaneda. Mientras hace tronar el caño de escape de su fiel Honda CJ 150, dispara una ráfaga de quejas: «No es justo que nos vivan metiendo multas, impuestos, o que nos saquen lugares para estacionar. Ahora también nos discriminan: dicen que todos somos motochorros. Estamos cansados de que nos verdugueen».

El anuncio que oficializó el gobierno nacional sobre las modificaciones a la Ley Nacional de Tránsito fue la chispa que hizo estallar la bronca de los motoqueros. El decreto 171/2017 dispone la obligatoriedad de llevar el número de la patente en el casco del conductor y en el del acompañante, quien además deberá utilizar un chaleco identificatorio. E invita a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires a dictar restricciones a la circulación de motos con dos ocupantes en determinadas zonas y horarios. Días atrás, con tono severo, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich había anunciado en conferencia de prensa que las medidas forman parte del combate contra los «motochorros». Un nuevo capítulo local de la trillada mano dura, con dosis parejas de tolerancia cero.

«El gobierno no sabe qué hacer con la seguridad y por eso nos quieren meter a todos en la misma bolsa», explica Sebastián, un motoquero nacido y criado en Los Polvorines. Se enteró de la convocatoria a través de las redes sociales. Llegó hasta el Obelisco acompañado por varios colegas fleteros que también surcan las calles del centro y el Conurbano haciendo entregas sin respiro. «Lo quiero dejar clarito. Nosotros no somos motochorros –dice, rotundo, se seca las gotas que ruedan por su rostro con el puño del buzo y luego señala a los empapados escuderos que lo escoltan–, somos laburantes. No robamos ni un caramelo. Las familias que llevamos cargadas sobre nuestras espaldas dependen de nuestro trabajo. Que no le compliquen más la vida a los laburantes humildes».

Súbete a mi moto

A las 5:30 de la tarde, el aguacero no da respiro. Matías hace malabares para prender un Philip Morris, sobre la avenida Corrientes. Cuenta que está en el gremio motoquero hace más de 20 años. Su primera moto fue una Zanella RX 125, color rojo furioso. «Arranqué en bici, pero junté pesito a pesito y me pasé a la moto. ¡El sueño del pibe!», resalta, mientras peina su bigote vikingo. «Hacía fletes, y la verdad es que conocía poco y nada del centro. No existía el GPS ni Google Maps. Era Guía Filcar a morir. Con el tiempo me fui curtiendo. Se te empieza a dibujar el mapa de la ciudad en la cabeza», dice el fornido joven de Rafael Calzada. Mientras acaricia el lomo de su embarrada Honda Twister, confiesa que el laburo de mensajero no es para cualquiera. La ciudad es una jungla y hay que andar con mil ojos en cada esquina. «Salgo a buscar el mango todos los días. Está jodida la mano. Yo creo que estas normas son para sacarle plata a la gente. Sirven sólo para eso. No quieren más mensajeros en la Capital: no hay carriles para nosotros y el estacionamiento es un lujo asiático». Antes de perderse en una manada de choperas, se queja de las tres grúas que acondicionó la Ciudad para incautar motos mal estacionadas en el microcentro. Y recuerda que no es la primera batalla que han tenido que librar. Trabajadores combativos como pocos, pusieron el cuerpo en las sangrientas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001: la «infantería motorizada del pueblo» que enfrentó a la represión de De la Rúa. «Por nuestras familias y por esa historia estamos acá –dice, pita hondo el cigarrillo, luego tira el humo hacia el cielo plomizo y agrega–, peleándola».

A unos pocos metros, enfundado en su plástico traje de lluvia, Fefe hace chillar con fruición la bocina de su corcel. Cuenta que para alimentar a su familia se pasa la jornada entera arriba de la moto. Durante el día le da duro y parejo a la mensajería. A la noche vende sus caballos de fuerza en el delivery de un restaurante de Flores: «Laburo no sobra, algo se mueve: tres o cuatro viajes por día. ¿Dónde voy a encontrar otro trabajo? Si cada vez cierran más fábricas».

Diarios de motocicleta

Para evitar patinadas, Daniel Scoglio dice que es importante ser precisos con el lenguaje. Ni motoquero, ni mucho menos motochorro. Se define como motociclista. A lo sumo «motero», como se apodaba a los fanáticos en el pasado. Tiene 65 años, y 53 en la comunidad de las dos ruedas. Conduce los destinos del Club Motos Clásicas desde hace 26. Su primer amor fue una mítica Harley Davidson. «Mi viejo me la hizo vender porque era muy grandota», se lamenta. Hoy es el orgulloso dueño de 30 rodados. «Imagínese si tengo que tener casco y chaleco para cada una. Estas medidas muestran la ineficacia de los políticos. ¡Y que me los dejen a mí a los motochorros!», se despide.

No muy lejos, David Mansilla acelera a fondo su Nighthawk modelo 1993. «Acá arriba me siento libre. Cuesta ponerlo en palabras, pero si tengo algún problema, me subo a la moto y me cambia el día.» Viste de estricta etiqueta metalera: chupines, borcegos y una campera de cuero que lleva tatuada la frase «Marchar o Morir». «Es una canción de Motörhead y el nombre de mi motoclub: mis colores –cuenta, amable–. Quiero seguir llevando ese lema en mi espalda y no una patente. Al presidente no se le exige que ande por la vida con un chaleco con las causas que tiene».

Poco antes de que caiga la noche, la caravana sale disparada rumbo al Congreso, donde concluye la protesta. Desde un islote de la 9 de Julio, Daniel González saluda el paso de los bólidos, agitando un arrugado chaleco fluorescente. Llegó a pie. Su moto está en terapia intensiva en un taller de Hurlingham. «No me lo quería perder –explica y no deja de saludar a sus compañeros–. Al gobierno le digo que con estas medidas no va a haber más seguridad. La seguridad es que haya más trabajo, educación, salud. Esa es la única manera de que el país vaya para adelante». «

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