Decir una cosa por otra es subterfugio de vendedores de inmuebles, de gerentes de Recursos Humanos, y en general del chantas. Pero también propia del arte poética y sirve para burlar la censura o la persecución en tiempos oscuros.
Hay muchas formas de censura. La moral y las buenas costumbres –“valores” supremos en los regímenes autoritarios– suelen ser más persistentes que una dictadura. Hasta podría determinarse cuánto tiene de represiva una sociedad según deba decir una cosa por otra para evitar consecuencias desagradables.
En las antiguas necrológicas se afirmaba de una celebridad que había muerto tras una “larga y penosa enfermedad”. Era –sigue siendo– una forma de metáfora decir que “buscan intensamente” a un criminal. ¿Qué sería “intensamente” en este caso?
Hasta no hace tanto, el buen accionar policial se ilustraba con la exhibición de elementos comprometedores de los delincuentes. “Armas de grueso calibre, material pornográfico, estupefacientes”, se escribía. En los años de plomo, a este corpus delictivo se agregaba “literatura subversiva”. Como, por ejemplo, el libro La Cuba electrolítica. A pesar de que en Cuba hay grandes reservas de níquel, no era sobre eso el texto escolar.
Hasta no hace mucho, había procedimientos en alguna “clínica clandestina” donde se practicaban abortos, por eso queda mejor decir “interrupción voluntaria del embarazo”. Es que algunas palabras quedaron teñidas de un sentido, digamos, abominable. Cáncer, aborto, drogas, “faaaso”, diría Diego Capusotto.
Hubo palabras prohibidas en la historia argentina. “Perón” fue una. Los medios que nunca lo quisieron lo llamaban “tirano prófugo”. En La Prensa eran más abarcativos y su gobierno había sido “la segunda tiranía”. Dos metáforas al precio de una para aludir a Juan Manuel de Rosas.
Las “malas palabras” no se podían decir en los medios de comunicación. Por eso Quino dibujó a un taxista insultando a un automovilista con un “¿La pecaminosa que te dio el ser!”, porque llevaba dos monjas a bordo.
Pero muchas cosas cambiaron. Y Mauricio Macri ya no dice “¿dónde M… están las prioridades?”. Otras, sutilmente, permanecen. Hace unos días, se realizó en La Rural la Expo Cannabis. No la Expo Marihuana ni la Expo Faaaso.
Se podrá decir que bueno, que finalmente se aprobó el uso medicinal de la marihuana-cannabis. Que la producción legal se inició en una provincia conservadora como Jujuy, gobernada por un señor que nada tiene de progre. Este martes dos estados más aprobaron el uso recreativo de la marihuana, y suman ya 23 distritos, la mitad casi de las 50 que componen EE UU. “Recreativo porque dejan usarla en los recreos”, diría el joven estudiante. Caramba, un chiste es también una forma de metáfora. En fin, que –para no decir una cosa por otra– si el cannabis o la marihuana o el faaaaso fueron legalizados es porque los grandes capitales decidieron que es mejor negocio producir que perseguir el consumo.
La semana pasada murió a los 75 años Víctor Maytland, pionero del cine porno argentino. Por razones que no vienen al caso, el que escribe mantuvo una relación lejanamente familiar con el cineasta y conoció algunos de los avatares de su trayectoria.
Todo en su vida tiene esa forma de metáfora, aunque los medios revelaron que falleció de un tumor cerebral, sin subterfugios. Víctor Maytland no era su verdadero nombre. En esos años, filmar porno, si bien no estaba prohibido, era mal visto. Y aparecer como realizador tal cual figuraba en el documento de identidad comprometía a sus hijes y a la parentela en general.
Por esos años, el que escribe también colaboró en la edición local de PlayBoy. La revista era leída por un público nivel ABC1, de alto consumo, pero no conseguía auspiciantes, contó el entonces director, Sergio Sinay. «No querían aparecer vinculados a un producto visto como pornográfico». El nivel de PlayBoy es todavía un ejemplo de periodismo de calidad, más allá de los desnudos femeninos.
Volviendo a Maytland (Roberto Sena): había sido productor televisivo en programas de rating y tenía alguna experiencia junto a Fernando “Pino” Solanas. Pero en un viaje a Estados Unidos descubrió que el cine porno era un negocio fabuloso y que Argentina tenía técnicos y actores como para incursionar en ese mercado con temáticas entre lo humorístico, lo satírico y algún toque político.
Su primer boom, Las Tortugas Pinjas, es del año 1989. “Hice un casting pero no aclaré para qué película era”, contó en algún encuentro y repitió en varios reportajes. “Cuando les dije de qué se trataba, me dijeron que ni en pedo iban a mostrar la cara”. O sea, no tenían inconvenientes en sacarse la ropa, pero que los reconocieran en el trabajo o en la calle, mmmmh.
Eran furor Las Tortugas Ninja, una serie para chicos. “Me di cuenta de que ahí estaba la cosa: que aparecieran con un antifaz y listo”. Después vendrían otros grandes éxitos como Los Pinjapiedras, El Pitulín colorado. Filmó más de 200 películas, gran parte de ellas para un canal de cable “subidito de tono” con base en EE UU.
Durante mucho tiempo Víctor Maytland fue como una vergüenza para una parte de la familia que, sin embargo, aceptaba de buen grado a Roberto Sena. También disparador de las mayores fantasías. En el casamiento de una de sus hijas, había llevado a su equipo para filmar el acontecimiento. La maquilladora, el sonidista y el camarógrafo tenían una onda bastante particular. Lo que despertó el comentario de uno de los invitados. “Estos están esperando que en cualquier momento nos pongamos todos en bolas”, dijo, señalando con el pulgar a un costado, torciendo la boca para el otro y mirando al frente como si nada.
Fue una ceremonia que comenzó en el Registro Civil, siguió en la iglesia –como Dios manda– y culminó en un salón de fiestas difícil de recordar ahora. Hubo alegría, vals de los novios y alguno que otro que bebió de más. Pero la cosa no pasó de ahí.
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