Columna de opinión.
Mensajes que en origen procuraron ser alertas proactivos y tranquilizadores, cuando un viaje en colectivo que debería durar entre diez y 20 minutos dura el doble o bastante más, sólo contribuyen a encender las luces del resentimiento. Y ni hablar, si estamos definitivamente urgidos y como excepción decidimos romper el chanchito para subirnos a un taxi. Los inevitables retrasos y el sentimiento de que no vamos ni para atrás ni para adelante ponen nuestra impaciencia a mil. Frases como «Estamos trabajando para movernos mejor», «Vamos Buenos Aires» o » Sigamos avanzando juntos» pierden su condición de simples consignas publicitarias y contribuyen al estallido, momento en el que el ciudadano literalmente, el de a pie, como yo comprueba que a su valioso tiempo se le está tomando el pelo. Todos sabemos ya que en estas condiciones no es posible moverse mejor y bastante menos avanzar. Entonces, ¿adónde vamos?
Hay otras cuestiones que nos hacen pensar que la apropiación de la calle y de la ciudad en sus aspectos más esenciales su uso normal y cotidiano; la diaria y fluida circulación dejó de pertenecernos. La lista de obstáculos es larga. Empezando por ese eufemismo que son las denominadas calles «semipeatonales», cuyo presunto objetivo es disminuir el tránsito de vehículos pero lo único que consiguen es que por esas arterias tampoco los peatones tribu que integro podamos andar con libertad, y debamos huir de autos y esquivar motos mal estacionadas. Desde innumerables obras superpuestas pertenecientes a las empresas de luz, gas, agua, telefonía, cable y sin el indispensable aviso; automóviles bien y mal estacionados; contenedores de basura que inutilizan carriles; bicisendas en calles angostas en las que tampoco se impide estacionar; distintas ramas de la gastronomía que se hicieron dueños de esquinas y veredas; repavimentaciones de tramos cuya necesidad de arreglo no parecía de vida o muerte, y tanto más. Lo cierto es que semejante desmantelamiento y desorden vial no encuentran amparo en los argumentos más remanidos: ni el de los diarios cortes por la protesta social creciente y, menos todavía, el de «la pesada herencia», habida cuenta de que el macrismo está a cargo de la Ciudad desde el 10 de diciembre de 2007.
No me cae mal el actual jefe de Gobierno porteño. Claro, en comparación, digo, al lado de otros funcionarios importantes, símbolos de desarreglos mucho más terribles y definitivos que el de una vereda reparada por tercera vez en poco tiempo. Además (perdón, ya lo sé, arbitrariedad pura) es de Racing, como yo. El hombre se bancó con algún glamour el ninguneo del que fue objeto durante de la campaña en 2015 cuando fue desplazado del segundo lugar que esperaba tener en la fórmula de su partido. Y después también frenó una opereta vinculada a un supuesto mal físico que, presuntamente, lo dejaba en las puertas de la dimisión. En «Buenos Aires Obras», por Internet, se informa que este tsunami de refacciones urbanas les posibilita ocupación a 6500 personas. Si poner patas para arriba a la ciudad es el recurso que encontraron para generar trabajo en el sector, aunque sea informal, lo celebro: si, en cambio, no es otra cosa que la decisión marketinera de pensar en la reelección para 2019, lo repudio. En cualquier caso, le diría al jefe de Gobierno que nadie le pide hacer tanto. Y mucho menos, a la vez.
Desde hace un tiempo muchos ciudadanos trabajamos el doble, ganamos la mitad y para andar de un lado al otro entre tanto ruido, polvo y malhumor tardamos mucho más que antes. Se trata de horas valiosas que nadie nos va a devolver y, en consecuencia, perderemos para siempre. La calle no sólo está dura, intendente (denominación que me gusta más que jefe de Gobierno). También está rota. Demasiado rota.<
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