La vida tiene precio: ¿Cómo las farmacéuticas multinacionales deciden el acceso a la salud en América Latina?

Por: Fabiola Torres López / Iván Herrera / Mayté Ciriaco

The Big Pharma Project es una investigación realizada en seis países de la región que evidencia los métodos de la industria farmacéutica para prolongar los monopolios de fabricación y venta de los medicamentos que más ingresos les reportan en América Latina y que bloquean el acceso a la salud de las poblaciones más vulnerables.

El pasado 6 de diciembre, cuando la onda expansiva del caso Lavajato golpeaba a toda América Latina, uno de los últimos episodios de la guerra que enfrenta a las farmacéuticas con los Estados y los pacientes pasó inadvertido en el auditorio de un lujoso hotel de la ciudad de Panamá. Después de dos años de gestiones, delegados de una coalición de organizaciones civiles de seis países consiguieron un espacio en una audiencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para denunciar un problema por el que está en riesgo la vida de millones de personas: el actual sistema de patentes como principal obstáculo para el acceso a medicamentos contra enfermedades graves como el virus del Sida, el cáncer y la hepatitis C. Fue la primera vez que un grupo de oradores de Perú, Colombia, Argentina, Guatemala, México y Brasil expuso ante este foro que las reglas de propiedad intelectual permiten a los grandes laboratorios condiciones de monopolio para disparar los precios de las medicinas.

“Las multinacionales farmacéuticas tienen el control de un sistema que impide extender los medicamentos a todos los que los necesitan.”, dice Germán Holguín, director de Misión Salud, la fundación colombiana que tomó la iniciativa de solicitar la audiencia. “Más de 700 mil personas mueren al año en la región por causas que pudieron evitarse”, precisa este abogado y economista procedente de Cali que estudia desde hace quince años el comportamiento de la industria farmacéutica.

Holguín está convencido de que existen todas las condiciones para calificar la conducta de los laboratorios que bloquean el acceso a las medicinas genéricas como un crimen de lesa humanidad juzgable por la Corte Penal Internacional.“Estamos frente a un drama de gigantescas proporciones”, advierte.

Su preocupación coincide con las conclusiones del panel de alto nivel sobre acceso a medicamentos de las Naciones Unidas, que en su último reporte del 2016 ubica como un problema central: “las incoherencias entre las reglas de comercio y de propiedad intelectual con los objetivos de la salud pública y los derechos humanos”.

En este contexto, el sitio peruano Ojo-publico.com ha realizado una investigación en alianza con periodistas de Argentina, Colombia, Guatemala, México y Venezuela, que revela las presiones de las compañías farmacéuticas sobre los Estados para prolongar sus monopolios mediante lobbies diplomáticos, acciones judiciales, vínculos cuestionables con funcionarios que representan conflictos de interés, la multiplicación de patentes a través de modificaciones menores a las medicinas para alargar su exclusividad y hasta denuncias por colusión entre farmacéuticas con el fin de bloquear la venta de fármacos similares de menor costo. El resultado, que se publica en simultáneo en varios medios de la región, ofrece un panorama de prácticas cuestionadas que explica las dificultades del acceso a las medicinas costosas para personas vulnerables a lo largo de América Latina. Tiempo es el socio local que participa de esta iniciativa junto a El Tiempo de Colombia, Plaza Pública de Guatemala y El Universal de México. 

El dinero o la vida

Uno de los más visibles detractores del comportamiento de las grandes farmacéuticas es el ex presidente colombiano Ernesto Samper. En 1989, tras sufrir un atentado que casi le cuesta la vida, Samper fue sometido a una trasfusión de sangre que le contagió la hepatitis C. Durante un año y medio, se sometió al tratamiento convencional, tan agresivo como una quimioterapia, sin éxito. La cura solo llegó tiempo después por medio del sofosbuvir, un fármaco del laboratorio estadounidense Gilead Sciences, que salió al mercado en el 2014 con la marca Sovaldi, y por el que su seguro médico pagó 84 mil dólares. La experiencia le hizo descubrir en carne propia el drama de los pacientes que requieren medicinas de alto costo.

“Cuando uno se pone a averiguar cómo un tratamiento puede valer mil dólares la píldora, si el costo de elaborarla vale menos de mil, le dan respuestas como: ‘Eso es lo que vale un hígado’. Como quien dice: ‘Su vida vale 84 mil dólares’”, cuenta el expresidente en una entrevista para esta investigación. Hasta enero último Samper fue secretario general de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Allí descubrió que el tema era mucho más complejo.

“Cuando ya estaba curado, llegaron a mi oficina –en la secretaría de Unasur– los mismos (representantes) del laboratorio Gilead para proponer un acuerdo que permitiría cubrir el tratamiento completo por 6.400 dólares”, relata Samper. “Yo dije: ‘Perfecto, pero me van girando los 78 mil que me robaron’. Porque, ¿cómo pueden rebajar un tratamiento de 84 mil a 6 mil? Tienen que estarlo produciendo más barato”, recuerda el expresidente. 

Precios tan altos como el fijado a Sovaldi son impuestos al amparo de patentes de veinte años, que a menudo se justifican con la presunta necesidad de cubrir los costos de investigación y desarrollo. Sin embargo, Gilead Sciences, la titular de las patentes de sofosbuvir, no inventó este medicamento: lo compró. Para ser más precisos, adquirió la compañía que lo había creado: Pharmasset, una pequeña firma biotecnológica con base en New Jersey. Y por si eso fuera poco, ahora se sabe que el precio de venta de sofosbuvir supera, en promedio, más de 800 veces el costo de su  producción: un estudio de la Universidad de Liverpool concluyó que el tratamiento de 12 semanas con esta pastilla puede fabricarse a un costo que oscila entre 68 y 136 dólares.

El problema está en que pocos gobiernos ponen contrapeso a los abusos de las farmacéuticas a través de un recurso legal que tienen a su disposición para proteger la salud pública: las licencias obligatorias. Se trata de autorizaciones, concedidas a algún laboratorio, para elaborar productos que de ordinario no podría fabricar por estar protegidos con patentes. Este mecanismo está reconocido en el propio Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio, vigente desde 1995, y la Declaración de Doha, suscrita en el 2001 por los países miembros de la Organización Mundial del Comercio.

Una base de datos de las licencias obligatorias, elaborada como parte de la investigación de The Big Pharma Project, revela que entre 1960 y 2016 solo catorce países recurrieron a este mecanismo que en 44 casos llevó a la reducción de precios de medicamentos bajo monopolio de doce farmacéuticas. Estos casos involucraron productos de GlaxoSmithKline, Abbott, Merck Sharp & Dohme, Bristol Myers Squibb, Gilead Sciences y Pfizer. La amplia mayoría de fármacos liberados de patente corresponde a antirretrovirales, tratamiento indispensable para mantener con vida a los pacientes con VIH, pero también hubo licencias para medicinas contra el cáncer, la artritis reumatoide, la hepatitis B, la diabetes y otras enfermedades.

En la lista de países que otorgaron licencias obligatorias aparecen solamente dos latinoamericanos: Brasil y Ecuador. El primero, que cuenta con una sólida industria farmacéutica nacional, usó este recurso en el 2001 para abaratar el costo del antirretroviral Efavirenz, que estaba bajo el control monopólico de Merck Sharp & Dohme. El segundo ha concedido diez licencias obligatorias y ha apostado por robustecer su industria farmacéutica al fundar la compañía pública Enfarma, orientada a la producción de genéricos. De hecho, en el 2009, el mismo año en que se creó Enfarma, el Gobierno de Ecuador emitió el decreto ejecutivo que declara de interés público el acceso a los medicamentos empleados para el tratamiento de las enfermedades que afectan a la población del país.

Ecuador comparte con Indonesia el récord de licencias obligatorias en el mundo. El gobierno de Rafael Correa liberó de patentes seis antirretrovirales que estaban en manos de los laboratorios Abbott y GlaxoSmithKline; dos medicamentos contra la artritis, que monopolizaban Merck Sharp & Dohme y UCB Pharma; un oncológico de Pfizer y un fármaco usado en trasplantes renales fabricado por Syntex.

Para sorpresa de muchos, la lista incluye a Estados Unidos, que en 1960 fue el primer país que concedió una licencia obligatoria. Ahora se opone a su uso en América Latina para proteger los intereses comerciales de las farmacéuticas de capitales estadounidenses. Las licencias obligatorias también han sido otorgadas por Italia (en tres ocasiones), Eritrea, Ghana, India, Malasia, Mozambique, Tailandia, Zambia y Zimbabue.

Lo que ha quedado claro es que en ninguno de estos casos se cumplieron las apocalípticas advertencias de los representantes diplomáticos de Estados Unidos y de las multinacionales farmacéuticas sobre inminentes sanciones comerciales o políticas para los países que aplicaran la medida. No obstante esa evidencia, el lobby diplomático y político que mueve esta industria acaba de frenar estos procesos en Colombia y Perú con los mismos argumentos.

Colombia: el decreto que protege a los laboratorios

Al menos por un tiempo se pensó que el Ministerio de Salud de Colombia había triunfado sobre el laboratorio Novartis al conseguir que redujera de 18 mil a 10 mil dólares el precio de la terapia con imatinib para controlar la leucemia mieloide crónica. Sin embargo, el presidente Juan Manuel Santos acaba de dar un nuevo giro que ratifica el poder de la industria farmacéutica. El 25 abril pasado, Santos publicó el Decreto 670, promovido por el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, para cerrar las puertas a nuevas declaratorias de interés público de medicamentos que lleven a un control de precios o a procesos de liberación de patentes.

El decreto beneficia a los laboratorios multinacionales porque modifica la norma que reglamenta el proceso de aprobación de licencias obligatorias y la nueva conformación del comité técnico encargado de evaluarlas. Ahora, en vez de ser un equipo dentro del ministerio correspondiente, será una entidad interinstitucional en la que participarán representantes del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo y de la Dirección Nacional de Planeamiento.

En el 2016,  el gobierno colombiano desistió de impulsar una licencia obligatoria para Glivec, como se conoce al medicamento imatinib de Novartis, tras continuas presiones de funcionarios de Suiza y Estados Unidos, que amenazaban con sanciones comerciales y auguraban daños al clima de inversiones en el país. Por eso, el gobierno solo recurrió a su sistema de control de precios para abaratar una medicina que declaró de interés público y de la que dependen cerca de tres mil personas en este país. Sin embargo, la Asociación de Laboratorios Farmacéuticos de Investigación y Desarrollo de Colombia exige ahora la revocación de dicha medida con el argumento de que puede frustrar la aspiración del país de ingresar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).

El decreto de abril no solo deja sin respaldo al ministro de Salud, Alejandro Gaviria, para continuar sus gestiones por la reducción del costo de las medicinas en Colombia, sino que representa un revés para la postura del país ante las fuertes presiones internacionales promovidas por la industria.

En los dos últimos años, Gaviria había resistido los embates diplomáticos de la secretaria de Estado para Asuntos Económicos de la Confederación Suiza, Livia Leu, y del presidente de la Cámara de Comercio Colombo-Suiza, René La Barré, quienes advirtieron que Colombia ingresaría a una “lista negra” de países que no respetan la propiedad intelectual. El ministro había capeado también las amenazas de Everett Eissenstat, asesor del senador estadounidense Orrin Hatch, quien en abril del 2016 se reunió con diplomáticos de la Embajada de Colombia en Washington y amenazó con represalias comerciales al país en caso se aprobara una licencia obligatoria para imatinib, como quedó registrado en un oficio de la delegación diplomática.

Eissenstaat es consejero en jefe en Comercio Internacional dentro del Comité de Finanzas del Senado, que preside el republicano Hatch, quien a su vez ha tenido como su segundo mayor aportante de campaña en los últimos cinco años a la industria farmacéutica, según la plataforma OpenSecrets.org.

Argentina: el aliado de las farmacéuticas

Si el camino no es el lobby diplomático o político, los grandes fabricantes de medicinas se benefician de aliados en puestos claves del Estado que facilitan la protección de sus intereses. Desde la llegada del abogado Dámaso Pardo a la presidencia del Instituto Nacional de Propiedad Industrial de Argentina, a mediados de 2016, las farmacéuticas multinacionales tienen el camino libre para conseguir la prolongación de sus patentes e impedir el ingreso de genéricos de bajo costo en este país. Antes de asumir el cargo, Pardo, un hombre de 58 años con buena reputación en los círculos empresariales, era miembro del estudio Pagbam -Pérez Alati, Grondona, Benites, Arnsten & Martínez de Hoz, que asesora a transnacionales en materia de propiedad intelectual. Ahora, desde su puesto clave, se ha encargado de aprobar un acuerdo que flexibiliza la entrega de patentes.

El 20 de enero pasado, Dámaso Pardo firmó con la Oficina de Patentes y Marcas de los Estados Unidos, un memorando de entendimiento que “busca dotar de dinamismo al procedimiento de resolución de expedientes”. El acuerdo –examinado para la investigación de The Big Pharma Project– establece que se podrán considerar cumplidos los requisitos para la aprobación de una patente si el solicitante ha obtenido un título equivalente de una oficina extranjera y sin la necesidad de que las autoridades argentinas hagan su propio examen al pedido. “Esto es grave y le hemos pedido al Congreso que informe los alcances sobre este memorando”, dice Lorena Digiano, abogada y directora ejecutiva de la Fundación Grupo Efecto Positivo, una de las organizaciones civiles que estuvo en la audiencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Panamá.

El memorando de entendimiento deja de lado las pautas vigentes para la inscripción de patentes de medicinas que se aprobaron durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, pautas que las farmacéuticas multinacionales consideran restrictivas y por las que emprendieron en bloque una demanda judicial para anularlas. Esas guías buscaban evitar abusos como el “evergreening”, una práctica que consiste en introducir cambios menores en la formulación de los medicamentos para  volver a patentarlos como novedades y reclamar así los derechos de explotación exclusiva.

La incorporación del acuerdo con Estados Unidos ocurre justo cuando la farmacéutica estadounidense Gilead Sciences, fabricante del costoso sofosbuvir para la hepatitis C, realiza gestiones en Argentina para obtener 39 patentes para esta pastilla: algunas por el proceso de producción, otras por la familia de componentes y algunas más por su combinación con otras medicinas. Si se aceptaran las patentes, se bloquearía la venta de los genéricos en este país hasta el año 2028. La industria nacional y organizaciones civiles están tratando de impedirlo.

Mientras Gilead Sciences carezca de patente para sofosbuvir en Argentina, el laboratorio nacional Richmond podrá seguir produciendo su versión genérica, que vende a 63 dólares por comprimido frente a los 1.000 dólares del medicamento de marca. Aun así, el precio resulta tan caro para los pacientes que no acceden al seguro médico gratuito del Estado, que algunos han optado por hacerse traer las pastillas desde el extranjero. “Pude conseguir todo el tratamiento por menos de mil dólares en la India”, cuenta Pablo Víctor García, paciente y ahora vicepresidente de la Fundación Grupo Efecto Positivo. “Me curé y sin los efectos adversos que tenían los otros medicamentos”, asegura.

El interés de Gilead Sciences por mantener el monopolio de sofosbuvir se explica por los datos que los investigadores de la agencia Bloomberg Intelligence calcularon: las ventas de los medicamentos contra la hepatitis C a nivel global podrían significar ingresos de más de 100 mil millones de dólares para la industria en una década.   

 México: el muro de los precios

La presión del poder farmacéutico sobre la salud pública se evidencia en varias formas de control de las medicinas disponibles en cada país conforme a lo que resulte más rentable para los laboratorios. Una prueba está en cómo la trasnacional Merck Sharp & Dohme (MSD) dilató cuatro años el ingreso en México del potente antirretroviral Atripla, que esta misma corporación produce desde el 2006, para no dejar otra alternativa al Estado que seguir comprándole un cóctel de medicinas más costosas: los antirretrovirales efavirenz, emtricitabina y tenofovir. Atripla combina estos tres fármacos en una sola pastilla y cuesta la cuarta parte de lo que se paga por las formulaciones por separado.

El mismo año en que empezó a producir el medicamento, Merck Sharp & Dohme anunció que pondría en marcha un acuerdo con Gilead Sciences para distribuirlo en México a un costo de 1.032 dólares anuales por paciente. “Cuando supimos que Atripla haría más sencillo el tratamiento, que tendríamos nuestra enfermedad bajo control con menos pastillas y mejoraría nuestra calidad de vida, la mayoría quiso acceder [a este producto]”, dice una paciente mexicana de 42 años, entrevistada en reserva para esta investigación. “Pero su costo hace que no esté garantizado para todos los que la necesitan”, refiere. En efecto, el precio no se redujo, sino que se elevó hasta ser uno de los más altos de la región. En la actualidad, el costo del tratamiento con Atripla ronda los10 mil dólares por paciente al año, según los datos analizados para la investigación The Big Pharma Project.

Algo parecido sucede con Kaletra, un medicamento de rescate para los enfermos resistentes a los antirretrovirales estándares que vende el laboratorio estadounidense Abbott. Pese a que en el 2009 esta farmacéutica redujo en 20% el costo de la terapia con este fármaco en México, su precio sigue siendo bastante más alto que en otros países de América Latina. Según el análisis que realizamos para este informe, Abbott vende en 2.161 dólares el tratamiento anual con Kaletra en México, mientras que en el Perú vale 650 dólares y en Colombia 214 dólares.

Desde hace varios años, una coalición de activistas por el acceso universal a los antirretrovirales, que encabeza Aids Healthcare Foundation, reclama a MSD y otros laboratorios reducir los costos de estos medicamentos en el país.

El problema de fondo en México está en que el 80% de la oferta de antirretrovirales son fármacos con patente. Por eso, el control del VIH en un país con más de 140 mil personas con este diagnóstico y doce mil nuevos casos al año le cuesta cada vez más dinero al Estado. La crisis por el acceso a las medicinas puede ser aún peor si se bloquea con candados legales la producción y fabricación de productos genéricos de bajo costo. La prueba más cercana está en Guatemala, que también tiene serios problemas para garantizar el tratamiento con Kaletra a sus pacientes.

Guatemala: barreras contra los genéricos

Diversos colectivos ciudadanos le han pedido al presidente de Guatemala, Jimmy Morales, que declare la licencia obligatoria del antirretroviral Kaletra, cuya venta exclusiva está en manos de Abbott hasta el 2026. Su posición de dominio del mercado le permite imponer al Estado un precio de 803 dólares el tratamiento por paciente al año. Pero mientras el Gobierno mantiene en suspenso el pedido de liberar la patente, grandes laboratorios dominan el mercado de las medicinas apoyados en inverosímiles barreras al acceso de productos genéricos en el tercer país de Centroamérica con más casos de VIH después de Honduras y Belice.

El mejor ejemplo es una resolución de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala –vigente desde fines de 2015– que obliga a las empresas importadoras a realizar nuevos estudios sobre todos los genéricos que ingresen al país, como si no estuviera probada su seguridad y eficacia en el mundo. Esta resolución responde a una acción de amparo presentada por la corporación J.I.Cohen, principal distribuidora local de los laboratorios multinacionales Abbott, GlaxoSmithkline, Novartis, Roche, Sanofi Aventis y Merck Sharp & Dohme. El argumento del distribuidor para pedir el amparo fue la supuesta protección de la salud pública ante medicinas de mala calidad.

La acción legal de J.I.Cohen se inició por la misma época en que el Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria entró en su última fase de subsidios al Estado guatemalteco para la compra de antirretrovirales. A partir del 2018, las autoridades locales deberán asumir la compra de estas medicinas con su propio presupuesto y en ese momento se toparán con una oferta monopólica con precios altísimos. Esta situación ha encendido las alarmas de las organizaciones civiles como el Observatorio de Derechos Humanos y VIH de Guatemala, porque puede acentuar los episodios de desabastecimientos y poner en riesgo las terapias de casi diez mil pacientes con esta condición en el país.

Al igual que Kaletra, otros cuatro antirretrovirales protegidos por patentes (abacavir, lamiduvina, maraviroc y saquinavir) tienen precios más altos en Guatemala que en otras partes del mundo. Solo entre el 2008 y marzo de 2017, el Estado invirtió 23 millones de dólares en estas medicinas. De ese total, 7,1 millones de dólares fueron destinados a seis tipos de fármacos con proveedores exclusivos, lo que representó un gasto de más del doble del presupuesto que se hubiera invertido si se compraban genéricos.

Ante una serie de consultas para esta investigación, ni el Ministerio de Salud, el Departamento de Patentes del Registro de la Propiedad Intelectual o el Ministerio de Economía respondieron con claridad sobre cuál es la entidad competente, el procedimiento y el plazo para resolver la solicitud de la licencia obligatoria de Kaletra. En realidad, las expectativas de que el Ejecutivo utilice este mecanismo son pocas, ya que antes cedió a la presión de Estados Unidos para que no se afecten las patentes de los grandes laboratorios. Así lo prueban los cables diplomáticos del Departamento de Estado norteamericano filtrados por el sitio WikiLeaks.

Varios de estos documentos detallan el lobby del embajador estadounidense John Hamilton con el presidente Óscar Berger en el 2005 para que descarte una ley que promovía el ingreso de medicinas genéricas. El embajador aseguró que la medida pondría en riesgo el Tratado de Libre Comercio suscrito por su país con Centroamérica. Entonces Guatemala renunció a sus pretensiones e incluyó acuerdos adicionales que hicieron más estrictas las reglas de protección de la propiedad intelectual en el país. «Ha sido el final de un drama que se ha desarrollado durante años (…). Nos ha llevado más tiempo que ningún otro asunto en los últimos meses», relató el diplomático en un cable sobre este caso.

Doce años después de este episodio, las consecuencias las sufren miles de pacientes: hospitales con desabastecimientos continuos de medicinas que el Estado demora en comprar por sus altos precios y falta de alternativas.          

 Perú: la batalla llega al Congreso

Cuando se creía que el Perú había descartado la posibilidad de liberar la patente de un antirretroviral de Bristol Myers Squibb que consume el 50% de su presupuesto para medicinas contra el virus del sida, el proyecto de ley de un congresista llevó hace unos días a los representantes de la industria, el Ministerio de Salud y organizaciones de pacientes a reabrir el debate en el Parlamento. Como se detalla en un informe de este especial, la discusión está centrada ahora en la necesidad de que el Congreso declare de interés público el medicamento atazanavir para que allane el camino de una licencia obligatoria que priorice la salud de las personas por encima del negocio de una farmacéutica.

El costo actual de la terapia con esta medicina en el Perú es de 3.832 dólares, más de lo que pagan Brasil, Colombia, México, Argentina y Chile. La diferencia es abismal si se compara con el precio especial al que lo adquiere el Fondo Estratégico de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) para países de renta baja: 182 dólares por paciente al año. Si el Estado comprara la versión genérica de atazanavir en vez de Reyataz, nombre comercial del fármaco de Bristol-Myers Squibb, ahorraría más de siete millones de dólares anuales, se lee en un informe del Ministerio de Salud revisado para The Big Pharma Project.

El alto precio se debe a que Bristol Meyers Squibb consiguió una patente para atazanavir por su presentación en la forma de sales que recién vencerá en enero del 2019, según datos recogidos en el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual (Indecopi).

Entre el 2014 y el 2016, el Ministerio de Salud (Minsa) sostuvo negociaciones con representantes de Bristol Meyers Squibb en busca de una reducción significativa de los precios, pero poco se habló sobre lo que planteó a cambio la farmacéutica estadounidense. Según relató en su momento el exministro de Salud Aníbal Vásquez, quien participó en las reuniones, el laboratorio propuso que se ubicara su producto Reyataz en la primera línea de tratamiento. Es decir, que fuera incluido en el esquema inicial de la terapia y ya no solo como un fármaco reservado a los pacientes que hacen resistencia a los antirretrovirales estándares. Esta propuesta ampliaba la línea de mercado de Bristol Myers Squibb, pero carecía de sustento científico.

Por el contrario, durante la investigación para The Big Pharma Project, hallamos que entre los años 2003 y 2004 el laboratorio realizó estudios clínicos en el Perú sobre la eficacia del atazanavir en pacientes con VIH sin tratamiento previo, pero nunca reveló sus resultados. Los reportes de los ensayos clínicos realizados aparecen en el registro del Instituto Nacional de Salud (INS), la entidad reguladora de los experimentos médicos con personas en el país.

Como su propuesta del cambio de terapia no tuvo consenso, Bristol Meyers Squibb consiguió aliados de peso en su postura de que una licencia obligatoria debilitaría el marco de la propiedad intelectual y no podía justificarse en la necesidad de generar ahorros. En febrero del 2015, el ministro consejero de Estados Unidos en el Perú, Lawrence J. Gumbiner, se reunió con el ministro Velásquez para tratar el tema y poco después la iniciativa del Ministerio de Salud para quebrar la patente del atazanavir quedó sin efecto. A fines del gobierno de Ollanta Humala, el Ministerio de Economía y Finanzas dio por cerrada la discusión: el Estado asumiría el sobrecosto de adquirir el medicamento en las condiciones vigentes.

 Una millonaria concertación

Este no es el único frente en la batalla para abaratar los costos de las medicinas en el Perú. La tarde del 12 de abril de 2017, un mes antes de que fuera llamado a dejar el cargo, el director del Instituto de Evaluación de Tecnologías Sanitarias de Essalud, Víctor Dongo Zegarra, publicó una resolución que pasó inadvertida hasta ahora, pero que le ahorrará millones de dólares a los hospitales del seguro social en el país. En el documento se ordenó el retiro del petitorio de compras del inyectable contra la ceguera Lucentis, cuya historia está ensombrecida por los intereses de los laboratorios suizos Roche y Novartis. Por este producto, Essalud pagó 1,5 millones de dólares anuales en sobrecostos desde el 2011, a pesar de que existe un fármaco equivalente más barato e igual de eficaz.

El caso tiene como antecedente una investigación contra Roche y Novartis iniciada hace tres años por las autoridades judiciales en Italia. En ese país ambas empresas fueron enjuiciadas y multadas tras comprobarse que se coludieron para impedir que médicos de los hospitales públicos difundieran y recomendaran una medicina diez veces menos costosa que Lucentis, pero que ofrecía los mismos resultados.

La ampolla en cuestión se llama bevacizumab, pero se vende bajo el nombre de Avastin. Es fabricada por Roche para el tratamiento de diversos tipos de cáncer desde hace más de una década. A pesar de que investigaciones de la Academia Americana de Oftalmología y de la Agencia Canadiense para Drogas y Tecnología de la Salud demuestran que este fármaco también tiene la propiedad de controlar la ceguera, Roche no ha registrado este uso ante las agencias reguladoras. Por lo tanto, su prescripción no es oficial y se hace fuera de etiqueta. Para enfermedades oculares, el laboratorio promueve el más rentable Lucentis.

En el Perú, el principal comprador de Lucentis era el seguro social, que llegó a pagar un sobrecosto de 9 millones de dólares por este fármaco en los últimos seis años, según un informe interno y reportes del sistema nacional de compras públicas. El principal proveedor local fue precisamente su aliado Novartis.

“Los médicos no prescribían la medicina más económica, Avastin, porque su uso contra la pérdida de visión no está registrado de manera formal”, dijo Víctor Dongo entrevistado para esta investigación. Sin embargo, el panorama cambió en el 2015, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) rechazó la inclusión de Lucentis en su lista de medicamentos esenciales contra la ceguera e incorporó Avastin por tener las mismas propiedades y ser más barato. Este fue el sustento que usó Essalud para retirarlo de su petitorio este año. 

Los negocios entre Roche y Novartis sobre Lucentis comenzaron en el 2006, cuando la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), la agencia reguladora estadounidense, aprobó esta sofisticada ampolla desarrollada por el laboratorio Genentech, de propiedad del primero. Ese mismo año, Novartis consiguió los derechos comerciales sobre este fármaco, con excepción del mercado de Estados Unidos, que se mantuvo en manos de Roche. Para entonces, ambas corporaciones suizas ya conocían que el medicamento oncológico Avastin también era eficaz para enfermedades oculares, pero evitaron registrar este uso. Solo así Lucentis se convirtió en uno de sus productos estrella, como lo prueban sus ventas actuales en el mundo: Novartis recibe 2.380 millones de dólares anuales y Roche 1.710 millones de dólares por esta medicina.

 El escándalo del 1%

Cuando Roche revolucionó el tratamiento del cáncer de mama con el fármaco trastuzumab, una ampolla que vende con el nombre de Herceptin, la noticia no fue un alivio para todas las mujeres que la necesitaban. La terapia se fijó a un precio tan alto que pocos sistemas de salud del mundo pudieron cubrirla. Aún hoy, veinte años después de que fuera lanzada al mercado, miles de mujeres de América Latina mueren sin poder tener acceso a ella. En México, el tratamiento anual de 17 inyecciones cuesta 37 mil dólares, en el Perú llega a 36 mil y en Colombia está en 27 mil dólares. Estos precios generan al fabricante suizo 6.700 millones de dólares en ingresos. Por eso Roche busca por varios medios mantener su monopolio.

En la India, la corporación suiza ha llevado a juicio a la agencia reguladora de medicamentos por permitir el ingreso de una medicina similar más barata fabricada por el laboratorio estadounidense Mylan. Mientras que en el Perú actuó en bloque: la Asociación Nacional de Laboratorios Farmacéuticos (Alafarpe), de la que Roche es miembro, evitó con una medida cautelar el ingreso de cualquier fármaco similar que amenazara los intereses de los llamados productos biotecnológicos de sus agremiados, entre los que figura Herceptin. La medida cautelar estuvo vigente desde el 2015 y recién fue levantada a comienzos de este año tras denuncias del caso publicadas en Ojo-publico.com

Los precios de Herceptin varían de un país a otro, pero todos resultan inmanejables para cualquier sistema de salud, a pesar de que esta terapia puede ser producida y vendida por 240 dólares. Incluso con este precio, ya estaría generando un 50% de beneficio para la farmacéutica, según un estudio del Instituto de Efectividad Clínica y Sanitaria de Argentina (IECS) de la UBA difundido en mayo de 2015. Dicha investigación, que abarcó el acceso al tratamiento con el compuesto original trastuzumab en Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Uruguay y Perú, advierte que su precio debería bajar entre 70% y 95% para estar accesible a todas las pacientes que lo necesitan.

El problema se repite con la mayoría de fármacos que combaten el cáncer, que cada año tiene un peso más alto dentro del gasto de los estados. En enero de 2017, durante el último Congreso Europeo del Cáncer, se dieron a conocer los resultados de un análisis de los costos de fabricación de los oncológicos incluidos en la Lista de Medicinas Esenciales de la OMS. Los datos revelaron que varios tratamientos pueden fabricarse por el 1% de los precios que se cobra por ellos. “Por ejemplo, el imatinib, usado contra la leucemia mieloide crónica, puede producirse por 54 dólares al mes”, expuso la doctora Melissa Barber, de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres. Sin embargo, el laboratorio Abbott vende a precios exorbitantes esta terapia en la región: 26 mil dólares en México, 10 mil en Colombia y 7 mil dólares en Perú.

¿Qué tiene que pasar para que se reforme un sistema de patentes que está excluyendo a millones de personas del acceso a la salud? El debate se ha instalado en América Latina y tiene eco en organizaciones civiles y senadores demócratas de Estados Unidos, cuyo sistema de atención médica tampoco puede sostener los precios impuestos por los monopolios farmacéuticos. Los casos que la investigación de The Big Pharma Project denuncia evidencian que la lógica de los grandes laboratorios ha derivado de la investigación científica con fines de lucro legítimo a esquemas de abuso de las normas de propiedad intelectual, que incluyen prácticas anticompetitivas y hasta la concertación ilegal entre empresas. La más clara explicación de este proceso la dio hace tres años el propio consejero delegado de Bayer, Marijn Dekkers. Durante un foro de la industria en Londres, el ejecutivo señaló: «Nosotros no desarrollamos medicinas para los indios, sino para los pacientes occidentales que pueden pagarlos».

*Esta investigación fue realizada con el apoyo de David Hidalgo y Álvaro Meneses en Lima, la Unidad de Datos de El Tiempo en Bogotá, Catalina Oquendo en Buenos Aires, Carmen Quintela en Ciudad de Guatemala y Daniela Guazo en Ciudad de México. 

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