La isla de los Nobel: volando en Zeppelin y bailando «Despacito» con las celebridades de la ciencia

Por: Florencia Marchini

Una química argentina de la UBA, becaria del CONICET y reciente ganadora del "Mentes brillantes" por sus investigaciones en litio, fue seleccionada para pasar una semana con 30 laureados en Lindau, Alemania. Crónica de un encuentro descontracturado.

Suenan a capricho de camarín de un rockstar, pero son cosas que pueden pasar en la vida de un científico. Además de hacer experimentos, analizar resultados, publicar papers, enseñar y divulgar la ciencia, destina una parte importante de su tiempo a asistir a congresos y conferencias. En mi corta vida académica he ido a varios eventos del estilo a presentar mi trabajo de investigación: extracción de litio desde salmueras de salares de altura. Pero el convite que acabo de sumar a mi lista dista mucho de lo que estaba acostumbrada.

El Encuentro de Premios Nobel en Lindau nació en la Alemania de posguerra a partir de la necesidad de reconciliar a sus investigadores con el resto de la comunidad científica mundial. En 1951, un escueto pero bien contactado comité organizador presidido por el conde Lennart Bernadotte –nieto del rey Gustavo V de Suecia– logró reunir a siete Nobel de Medicina en la isla bávara de Lindau, frente al Lago Costanza. El éxito inicial condujo, no solo a ampliar los encuentros a premiados de todas las Ciencias Naturales, sino a hacer extensiva la invitación a estudiantes de doctorado y posdoctorado. El conde falleció en 2004 y quedó al mando su hija, la condesa Bettina Bernadotte. Hoy, estos encuentros consisten en reunir durante una semana en Lindau a unas 500 personas, entre jóvenes científicos de todo el globo, premios Nobel, científicos invitados, prensa, funcionarios y empresarios para que interactúen bajo el lema «Educar, inspirar, conectar».

Tras un arduo proceso de selección que duró ocho meses, en marzo me notificaron que había sido tocada por la varita mágica para ir al congreso más top que un científico pueda imaginar, con todos los gastos cubiertos, salvo el vuelo a Alemania: 26 mil pesos, algo así como 1,6 veces mi beca doctoral del CONICET. Busqué el apoyo económico del Ministerio de Ciencia y Tecnología, pero jamás obtuve respuesta, ni siquiera un no. Algo disgustada, le transmití mi situación al comité organizador, que tras deliberar unos días con mi CV en la mano, decidió garantizar la cobertura total del pasaje.

Durante las semanas previas, recibí al menos un e-mail diario desde Lindau con contenidos cada vez más extravagantes: cuestionarios sobre políticas científicas, pero también entrevistas sobre asuntos de género, invitaciones a cenas con vestimenta temática, clases de yoga, una excursión a Mainau, la isla de la Condesa, y hasta a un vuelo en Zeppelin como premio a los mejores perfiles científicos en temáticas de energía. Todo con la compañía de los Nobel.

Después de una semana atípica en Ámsterdam en la que nuestro proyecto de recuperación de litio ganó el concurso «Desafío de las Mentes Brillantes» y de ocho horas arriba de un tren, llegué a Lindau. Lo primero que pensé fue que si el País de Nunca Jamás tuviese una parte urbanizada, sin dudas se vería como esa isla, con sus edificios medievales y el puerto custodiado por la estatua gigante de un león. En el Teatro Municipal, donde se desarrollaría buena parte del encuentro, ya se veían núcleos de «jóvenes científicos» que acababan de conocerse pero charlaban con la excitación de alguien que no ha visto a su amigo del alma por años: era el objetivo de la semana, «conocerse unos a otros en una suerte de abrumador cupido académico.

La sociedad de los cordeles

Atenta al código de vestimenta preestablecido –vestido, zapatos y credencial al cuello–, enfilé para el acto de apertura. Las credenciales tenían un rol central, una especie de cartel de «joven nerd inofensivo y probablemente extranjero» con el que nos identificaban los ciudadanos de Lindau y que nos daba acceso gratuito a transporte, museos o piletas de natación. La mía tenía un cordel gris. La de los 30 Nobel –29 hombres y una mujer, la cristalógrafa israelí Ada Yonath, de entre 55 y 94 años–, uno celeste. Al paso de un cordel celeste, algunos hacían una reverencia, otros empezaban a tartamudear o se sonrojaban, y todos nos maravillábamos al ponerle cara a un montón de teorías o ecuaciones que estudiamos durante años. Ellos tenían su propio VIP donde comían y descansaban; cada uno elegía el grado de interacción que tendría con el resto de los mortales. Algunos, sobre todo los mayores, se recluían un poco más, pero en general se mezclaban con los jóvenes, compartiendo cafés, cervezas y picnics en el pasto. Todos huíamos de los cordeles amarillos, el color de la prensa. Verdes o naranjas llevaban los organizadores, incluida la condesa. Y era frecuente ver coqueteos entre cordeles grises y rojos, los de los CEO.

Los días arrancaban con un entrenamiento deportivo o bien un desayuno científico en el que se discutía una temática en particular. Alrededor de las nueve empezaban las charlas de los laureados, seguidas de un almuerzo. Por las tardes, paneles de debate en distintos puntos de la isla, encuentros «íntimos e interactivos» con las celebridades de la ciencia. Las noches quedaban reservadas para un evento social con música, manjares y tres denominadores comunes: cerveza, Premios Nobel y condesa.

Como para que se entienda que estar ahí es volar muy alto, tuve la fortuna de ser elegida junto con otros 14 jóvenes científicos y seis Nobel para subirme a un Zeppelin en Friedrichshafen, donde hay una sede de esa empresa. Nos contaron todos los detalles de cómo se fabrica un dirigible y cómo los utilizan en investigaciones marinas, y terminamos esa fiesta nerd para pocos en un vuelo de una hora a 300 metros de altura sobre el Lago Constanza. Mientras flotábamos, Peter Agre, Nobel de Química 2003, me dijo mirando por la ventana abierta: «La ciencia es un viaje con destino incierto.» A la vuelta, fiesta en un barco de tres pisos con una banda alemana tocando hits multiculturales, incluida la omnipresente «Despacito». Doctores y doctorandos bailamos e hicimos trencito, la condesa también.

Ahí entendí exactamente de qué se trataba el encuentro. Socializar a los Nobel del presente con los del futuro (así nos llamaban a los humildes cordeles grises), y entre un entretenimiento y otro, ponerlos a discutir sobre los problemas que enfrenta la humanidad: el calentamiento global (pegarle a Trump era casi una obligación), la crisis energética, la resistencia de los patógenos a los antibióticos, la escasez de agua, siempre con un alto grado de conciencia política y compromiso social. Por supuesto, también es un semillero de mentes brillantes para que las empresas patrocinadoras hagan un reclutamiento de elite, pero no es lo central.

Los Nobel lo disfrutan. Dan Shechtman, laureado en Química en 2011 y que la última noche apareció vestido con un traje típico de Baviera, me dijo: «Lindau es la mejor semana de mi año, pero porque ustedes son la fiesta.» El físico alemán Klaus von Klitzing llevó la medalla en el bolsillo toda la semana. Y su colega estadounidense George Smoot contó cómo fue actuar en un episodio de The Big Bang Theory, su serie favorita, además de su campo de estudio. Al final de cada conferencia mostraban fotos de cuando eran jóvenes científicos, hablando de ser rechazados académicamente o de no tener suficiente dinero ni tiempo para compartir con sus familias, era inevitable verse a uno mismo. El mensaje de fondo de estas eminencias mundiales es que todos caminamos en la misma dirección si somos apasionados, si nunca nos rendimos, si somos expertos en lo que realmente nos gusta y si continuamos por ese camino, incluso después de llegar a la cima de nuestras carreras.

La pregunta de si todo era o no un gran acto de falso altruismo por parte de ese «primer mundo» con eterna culpa de clase no paró de resonar en mi cabeza desde que fui seleccionada. Sin embargo, y para mi sorpresa, ni los Nobel ni los contactos corporativos ni el codearme con la realeza sueca fueron lo más valioso que me llevé de Lindau. En un mundo que parece no dejar de arder, compartir una semana con jóvenes científicos de geografías y culturas tan diferentes y ver que tenemos las mismas preguntas, dificultades y preocupaciones, las mismas ansias de trabajar desinteresadamente por el bien colectivo, me dio una enorme esperanza. Es la evidencia empírica de lo que siempre creí: la ciencia nos conecta más allá de las fronteras y las lenguas, porque la ciencia es un lenguaje en sí mismo. Y cuando el conocimiento se vuelve responsabilidad, las ganas devienen en compromiso.

Volví a casa. Ahora tengo un papel firmado por una condesa que certifica «que Florencia Marchini calificó en una competencia global entre jóvenes científicos de todo el mundo para participar en el 67° Encuentro de Premios Nobel en Lindau». Yo viajé, pero fueron la ciencia argentina y la universidad pública las que calificaron. Era mi deber contarles cuán alto pueden volar. «

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