A esta altura ya es indisimulable que la geopolítica global ha desatado una verdadera guerra comercial alrededor de las vacunas contra el Covid-19, el insumo vital para todas las naciones, sus gobiernos y sus ciudadanos en el contexto de una pandemia sin precedentes.
El ataque a la vacuna rusa por parte de la prensa occidental corre parejo con los rumores que siembran dudas cruzadas respecto de la eficacia de las producidas por las grandes multinacionales de la industria farmacéutica en pugna, de origen estadounidense, británico y alemán, y en la Argentina se entremezclan con el asedio permanente de los medios del establishment a la política sanitaria del gobierno nacional.
Y el dato que empieza a tallar fuerte, sobre todo conforme avanza la inmunización de la población esencial y de riesgo en una treintena de países, es el de la efectividad de las vacunas.
A mediados de noviembre pasado, las acciones de los laboratorios fueron catapultadas por la temprana revelación de ese índice, que suponía el primer paso firme hacia el fin de la pandemia. Pfizer anunció que su vacuna tenía más de un 90% de efectividad. Moderna se anotó después con un 94 por ciento. En todos los casos se generaron fuertes subas bursátiles y un fabuloso negocio especulativo, cuyo sustento lo daban, apenas, los comunicados de las compañías, pero todavía sin los resultados de fase 2/3 publicados en revistas especializadas ni verificados por la comunidad científica.
Sin cotizar en Wall Street pero jugándose una carta fuerte en esta renovada “guerra fría”, el Instituto Gamaleya aseguró que la Sputnik V tenía un 92% de efectividad en la inmunización contra el SARS-CoV-2.
Pero con las vacunas aprobadas por los organismos regulatorios nacionales y comenzada la etapa de inmunización a gran escala, algunos de esos números empiezan a flaquear, mientras aparecen otros ciertamente sorprendentes, que tampoco van acompañados de un aval científico plenamente transparente.
La primera víctima del índice de efectividad fue la vacuna china desarrollada por la compañía Sinovac, que de acuerdo a un estudio clínico de fase 3 publicado por el Instituto Butantan, de San Pablo, Brasil, donde se realizan los ensayos, es eficaz en un 50,38% apenas por encima del 50% requerido por la OMS. Los investigadores brasileños explicaron que, en realidad, la eficacia fue del 100% en pacientes moderados a graves, pero no pudieron evitar que el número central tuviera sabor a poco.
Este martes, el foco sobre los índices de eficacia cayó sobre Pfizer. El miércoles pasado, al cumplirse 14 días de iniciado el operativo de vacunación en Israel, las curvas de contagio habían disminuido a la mitad. Una semana más tarde, Nachman Ash, el funcionario israelí que diseño la logística de inmunización en el país que ya vacunó a dos millones de personas con la primera dosis y es el que más rápido ha avanzado en este sentido, aseguró que “la protección ofrecida por la primera dosis parece ser menos efectiva de lo que habíamos pensado”.
Y mientras Pfizer debe lidiar con esos obstáculos, Rusia hace otro anuncio rimbombante: EpiVacCorona, su segunda vacuna contra el coronavirus, tiene una efectividad del 100 por ciento. En rigor, se trata de resultados de fase 1 y 2, luego de la aplicación de dosis de esta vacuna -compuesta de antígenos peptídicos- a apenas un centenar de voluntarios de entre 18 y 60 años. Un resultado promisorio pero respecto de ensayos, también, muy preliminares.
Lo que no ocultan estos índices es la urgencia de los laboratorios por dar a conocer resultados que les permitan adelantar posiciones en una carrera contrarreloj, y la urgencia de los gobiernos por disponer de herramientas para hacer frente a la peor crisis sanitaria de la historia.
En un panorama siempre incierto, sin embargo, la ecuación es sencilla: más allá de los intereses geopolíticos globales y el peligroso negacionismo antivacunas, que la oposición política en la Argentina agita como un arma de múltiples filos –capaz de hacer daño a todos-, la necesidad más urgente, con mayor o menor eficacia, es vacunar.