El gasoducto que festonea buena parte del territorio nacional dejó de llamarse Néstor Kirchner. Si esos miles de caños hablaran, dirían que no está bueno porque nadie se ocupó y preocupó tanto para ponerlos en fila y en marcha como lo hicieron los estados kirchneristas. Inaugurado en las postrimerías del segundo mandato de Cristina Fernández, el bellísimo Centro Cultural de Sarmiento al 100, después de muchos merodeos e insinuaciones, cambió su nombre original, Néstor Kirchner, o el CCK de adopción. Figuras influyentes del partido en el poder y asociados ya dijeron que no verían con malos ojos la demolición del histórico edificio de la 9 de Julio y Moreno en el que despacharon organismos públicos de enorme trascendencia nacional y popular. Todavía en lo alto de sus fachadas norte y sur, pueden verse dos murales gigantes de Evita. Antes que lo del derrumbe del rascacielos de 22 pisos pierda su carácter de amenaza, ¿cuántos minutos faltan para que esas imágenes -ya castigadas con apagones y faltas de mantenimiento- dejen de mirar a la ciudad y a su gente desde las alturas?

Los que hoy auspician resoluciones semejantes, intentos que procuran modificar el cauce del río de la historia, mejor tendrían que recordar que hace 68 años la autodenominada Revolución Libertadora emprendió la costosa tarea de prohibir al peronismo (el tristemente célebre Decreto 4161, del 5/3/1956 mediante). Todo (bah, para ser sincero, casi todo) fue inútil, en especial porque es imposible ponerle perimetral a una elección ideológica. Luego de 18 años de que en los medios de comunicación y en la vida cotidiana, se impidieran pronunciar el apellido Perón, el nombre Evita, términos como justicialismo o Tercera Posición, cantar la Marchita o hacer sonar un bombo, Perón volvió del exilio y ganó la presidencia por tercera vez. Detrás de estos impedimentos odiosos, ocurrieron cosas mucho más dolorosas e imposibles de tapar: fusilamientos de militares y civiles opositores, persecución y prisión a dirigentes y simpatizantes y el aberrante secuestro durante 16 años del cadáver de Evita.

Tal vez ahora esté pasando algo similar. Mientras se lleva adelante una política económica que empobrece y provoca estupor y angustia a gran parte de la sociedad, se lanzó, desde una fundación afín al gobierno, una caza de brujas contra importantes novelas, llamativamente mayoría de autoras mujeres. Lo que esta campaña distractiva no puede esconder es la intención de bajarle el precio a las valiosas políticas de Educación Sexual Integral en marcha en la provincia de Buenos Aires para alumnos de secundaria y para la que se recomienda la lectura de algunos libros de ficción, justamente, los que aparecen observados. A los impugnadores se les hizo insoportable el uso literario de algunas expresiones (esas que durante buena parte del siglo pasado recibían el calificativo de malas palabras) y que en el 2024 cualquier joven en edad de merecer apela a ellas con gracia y libertad, cada vez que las necesita. En brillante síntesis lo explicó el escritor Sergio Olguín: «Lo único que van a conseguir es que los pibes de todo el país se pongan a leerlos para ver lo que les están ocultando. A leer, chiques».

Son chicos los chiques, pero casi seguramente padres, abuelos, tíos, maestros y vecinos, podrían contarles que durante un largo tiempo -en los ’30 y ’40- los poderes miraron fulero al lunfardo e intervinieron tangos y poemas de enorme calidad. Por ejemplo, «Mano a mano» que decía: «Rechiflao en mi tristeza / hoy te evoco y veo que has sido / en mi pobre vida paria / solo una buena mujer» después de un abusivo manoseo devino en «Te recuerdo en mi tristeza / y al final veo que has sido / en mi existencia azarosa solo una buena mujer». Cientos de excelentes piezas fueron muy mal modificadas. «El bulín de la calle Ayacucho» no solo perdió el título por «El Cuartito», sino que extravió parte de su letra. «El bulín de la calle Ayacucho / que en mis tiempos de rana alquilaba», se recompuso y descompuso en «Mi cuartito feliz y coqueto/que en la calle Ayacucho alquilaba». Con el argumento de proteger el idioma y las buenas costumbres también cayeron en la volteada palabras de imposible sustitución: bacana, morlaco, otario, marchanta, cafishio, acamala y tantas más.

Pasó el tiempo y primó la razón: los tangos sobrevivieron a los censores. Las supresiones llegaron a la radio mortificando inefables libretos de Niní Marshall (Catita) y Tato Bores (El Niño Igor). Las tachaduras también las padeció el género del radioteatro y el cine, cuando en nombre del buen decir y pensar resignaron el vos como voz nacional y eligió el tu distante y neutral. Esa fiebre por borrar culminó cuando en 1948 a un alto funcionario del peronismo se le ocurrió que «Cafetín de Buenos Aires» era un texto pesimista porque decía «la poesía cruel de no pensar más en mí» o por esa parte en la que dice «me hice a las penas y bebí mis años y me entregué sin luchar» o impertinente cuando, su autor, Enrique Santos Discépolo escribe «Cafetín de Buenos Aires, si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja». Un pelotón de prestigiosos compositores e intérpretes salió en defensa del gran Discepolín y le pidieron explicaciones al presidente de la Nación. Perón recibió al grupo y cuenta la historia que en un momento se acercó a Alberto Vacarezza (autor de obras como Tu cuna fue un conventillo y otros sainetes, género también muy cuestionado) y le dijo: «Che, me enteré que el otro día lo afanaron en el bondi». El oportuno chascarrillo fue la llave para que nadie volviera a meterse con los tangos.

Queda claro, entonces: tampoco pudieron contra el lunfardo, hoy un saber considerable y de nivel académico, explicado desde libros, diccionarios y especialistas, aquí y en todo el mundo En ninguna clase de borratinas conviene aparecer como más papistas que el Papa. Mucho menos en tiempos en que el Sumo Pontífice es un porteño nacido y criado en el barrio de Flores, hincha de San Lorenzo y que, desde el Vaticano, acuñó bergoglismos como primerear, hagan lío, mercachifles o balconear, entre otros.

En fin: no todo es para agarrarse la cabeza. Ayer a la mañana, en el Teatro Picadero, cerca de un centenar de escritoras y escritores, actores y actrices, periodistas, dramaturgos, docentes realizaron una lectura colectiva de la excelente novela Cometierra de Dolores Reyes, uno de los libros más estigmatizados. Casi seguramente que actos como este continuarán como un imprescindible gesto de autodefensa cultural.