La campaña

Por: Ricardo Gotta

Es detenerse en un lugar de vetusta ingenuidad preguntar hasta dónde se es capaz  de llegar en política para denostar al adversario? Seguramente.

¿Es impropio de estos tiempos escandalizarse, indignarse, enfurecerse ante una sucesión de zancadillas y revuelos baratos, cuando no absolutamente indecorosos, como los acontecidos en las últimas horas? Probablemente.

¿Debería seguir tomándonos por sorpresa que de modo tan sencillo logren embarrar el terreno, provocar que se confunda la elogiable pasión por la defensa de los ideales, la entrega militante, sincera, generosa, vasta, con el carácter carroñero de vomitar palabras grandilocuentes y acusaciones sin comprobación rigurosa, modificar hechos sin pudor, vaciar contenidos o exagerar hasta el paroxismo? ¿Debería sorprendernos que elijan caminar sobre cadáveres propios y ajenos? ¿Es pueril reclamar lealtades? No es nuevo el modus operandi de ciertos personajes circenses puestos a políticos que marcan rumbos y agendas mediáticas, gente de distintas veredas, aunque los diferencie el bagaje intelectual.

¿Debemos resignarnos así como así, con la modernidad como vacua excusa, a no pretender el disfrute de intercambios de posiciones ideológicas, pujas pragmáticas o debates sobre hechos concretos como hay ejemplos (lejanos) en la Argentina más allá de banderías? ¿Debemos resignarnos a que es válido y no conlleva la menor sanción decir cualquier barbaridad, defender una opinión con fundamentos falaces, revolear mentiras como se revolean tejos sobre la arena? ¿Debemos resignarnos a que, si tremendos pelafustanes arribaron a puestos de conducción del país, la vara se haya derrumbado hasta niveles que dan risa?

Aunque ciertas posturas – o imposturas – empujen a relativizar los límites de lo tolerable, al menos a este columnista, que vivió distintas campañas políticas en el último medio siglo, de manera más o menos involucrada en esos vaivenes, algunas actitudes le siguen provocando asco.

Tal vez, lo más indicado sería lanzarnos a analizar por qué les resulta tan sencillo a ciertos grupos implementar su afán por despolitizar a la sociedad, y detenernos en que amplios sectores aceptan hasta con deleite esa lógica de frivolidad y descreimiento sobre ideales que, con diferentes estilos, fue implementada por la derecha en sus múltiples variantes (dictadura, menemato,  macrismo) sin rendir cuentas ni ocuparse por algún reclamo serio. Con miedo, escepticismo, desprestigio, o con todos los ingredientes a la vez.

El poder real es el que prohija, cuando no genera, esas doctrinas que le son intrínsecas. Y lo hace con ciertos personajes como brazo ejecutor y con los medios hegemónicos como herramienta determinante.

No debería estar ausente en estas apuradas reflexiones el hecho de que los sectores populares, más o menos cercanos al peronismo – ni qué hablar de la izquierda – no acertaron a concebir, en estos años, dispositivos comunicacionales más eficientes (claramente, uno de los grandes déficits del actual gobierno) y que ese camino fue solventado de un modo muy significativo por los grandes líderes (Perón, Eva, Néstor, Cristina) con sus discursos y con hechos de gobierno, especialmente, los más disruptivos. Así, resultaron ser ellos los mejores jefes de prensa, operadores de marketing. Finalmente: los ideólogos de sus campañas. De todos modos, en muchos casos, así les fue…

“No ando con chiquitas en la caza de brujas”, se le escapó a uno de esos ranfañosos. Un sincericidio sólo comparable con los exabruptos del anterior presidente. La lista de provocaciones manifiestas es larga. La exministra de seguridad sentada en una piedra a metros de donde murió Santiago Maldonado; un policía descontrolado (el que baleó a Chano) recibido por un expolicía asesino (Chocobar) para darle legitimidad; los pasos de comedia de candidatos cruzando la Gral. Paz, maquiavélico plan del Jefe de Gobierno porteño; una exgobernadora vecina de todo el mundo, que se mofa de los archivos…

Ese experiodista, un cretino desde que estudiaba la profesión (sus excompañeros y profesores cuentan historias vergonzantes) y debe haberlo sido desde mucho antes, para liderar una operación execrable que excede cualquier carátula de misoginia, cobardía, cinismo. Pero no deberíamos quedarnos en este tipejo de cuarta, sino recordar a todos los que le dijeron cosas por el estilo, y aún peores, a CFK y hoy siguen siendo respetados ambulantes de las pantallas.

O ese exministro con delirios de estrellato, torpemente risueño, que avaló un video pergeñado desde la más baja estofa por un publicista sin escrúpulos. Un certero ejemplo de cómo, desde la frustración, se pueden confundir lealtades y no ver más allá del propio ombligo. Claro que hablando de lealtades y de exministros, al menos es una herida lacerante la que provoca ver que a Agustín Rossi, noble seguidor del proyecto, le hayan soltado la mano, en lo que se parece más que ninguna cosa a una traición.

Pero la campaña recién comienza y lo que se viene no promete ser un dechado de virtudes intelectuales, sino más bien, «un despliegue de maldad insolente». Y acabaremos “revolcados en un merengue, y en el mismo lodo, todos manoseados”.

Ahí se verá cómo reaccionará el gobierno, sus candidatos. No sólo ante el desafío de sortear la estrategia neoliberal, proveyendo de contenidos a las acciones y los debates de estos meses hacia las elecciones. Naturalizar las barbaridades, que copen la agenda con sus bajezas, sería aceptar de antemano la derrota. No parece que sea mucho pedir un discurso superador sin cortapisas, fuera del barro. Sin olvido ni perdón, porque ellos son capaces de todo, lo demuestran hora a hora. Es imprescindible, tal vez entre tanta apertura, recuperar la calle, lo que favorecerá a la recuperación del humor social y, fundamentalmente, instalar que la pelea de fondo es contra la pobreza y contra el hambre, entre tanto otro derecho a recuperar. Y ya que estamos en campaña, volver al contrato electoral del 2019. O, por qué no, a los años previos al 2015.

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