El periodista publicó un libro donde cuenta el accionar de la agencia yanqui en el país. La "mentira" de la guerra contra las drogas y la creación de "paredes simbólicas" en los expedientes.
Es válido imaginar entonces que a Maradeo le pareció urgente contar en detalle, entre muchas más indecencias, cómo una noche de abril de 1976 la por entonces novedosa agencia acordó con la Junta Militar la extradición de facto (léase: el procedimiento ilegal que incluyó secuestro y torturas) de tres narcos de la conexión francesa buscados por los sabuesos norteamericanos; o reproducir la confesión de un agente retirado que explica que la instalación en Buenos Aires de una oficina con estatus regional tenía el propósito velado de colaborar en el golpe de Estado contra la presidenta boliviana Lidia Gueiler, en 1980; o revelar ejemplos más cercanos, como la vez que un grupo de argentinos detenidos declaró primero ante un fiscal de Wisconsin –ese estado del medio oeste yanqui que obliga a pensar en los packs de cerveza y las motos Harley-Davidson– desde una computadora de la embajada y solo después fueron llevados al juzgado nacional. O recrear con testimonios de propios protagonistas cuando en 2016 varios jefes del área de Drogas Peligrosas de distintas provincias fueron invitados a un curso de capacitación en un hotel cinco estrellas de CABA que incluyó un fajo de mil dólares a cada uno para “gastos personales”, lo que motivó a los policías de todo el país a formar una fila para la próxima convocatoria.
Sin embargo, Maradeo tiene claro que la reciente publicación de La DEA en Argentina. Una historia criminal es apenas un señalamiento, un grito indignado que todos con algún cargo simulan no oír: “La DEA se mueve a su antojo en la Argentina y la mayor parte de la responsabilidad es de su contraparte en el país. Esto es lo más chocante porque demuestra que las cosas van a seguir de la misma manera sin importar que salga un libro exponiéndolo o no”.
–¿Cuál sería tu orden de responsabilidades nacionales en este escenario?
–Las responsabilidades son de todos aquellos actores que se han relacionado con la DEA a lo largo de los últimos 49 años permitiendo que haga en la Argentina lo que se le da la gana. Hablo de jueces y fiscales federales, de funcionarios del Ministerio de Seguridad nacional y provinciales y de jefes de las áreas de Drogas Peligrosas de las distintas fuerzas de seguridad del país. De cada uno de ellos dependía que la DEA se moviera a su antojo o que acatase lo que dicen los acuerdos bilaterales, donde está estipulado que la agencia solo puede cooperar, por ejemplo, a través de cursos de capacitación o de donaciones de equipo o compartiendo información.
–Pero, como marcás, se eligió una actitud permisiva.
–Hay algo inalterable de las agencias norteamericanas en general, no solo de la DEA: la capacidad que tienen de ejercer la diplomacia con el fin de alcanzar sus propios objetivos. Esto hace que saquen una gran ventaja sobre los funcionarios nacionales porque, si bien la DEA envía a la Argentina policías sin formación diplomática, los que llegan se montan sobre una estructura y un historial de relaciones que se han ido tejiendo desde julio de 1973 hasta el presente. La DEA siempre ha buscado interlocutores con la legitimidad necesaria para permitirle hacer lo que quiera en nuestro país. Buscan a jueces y fiscales que les permitan, por ejemplo, resguardar a sus informantes en determinados casos, lo cual lleva a la creación de una pared simbólica dentro del expediente. Eso se ha mantenido con distintos gobiernos porque la DEA no tiene grietas políticas en Argentina.
–Existe una idea extendida de que la DEA, más que ocuparse de combatir las drogas, es la verdadera reguladora del narcotráfico ¿Algo de esto surgió en tu investigación?
–La idea a la que pude llegar es que aquella tan mentada frase sobre una guerra contra las drogas a la cual se volcarían todos los medios, es una mentira. De lo que se trata es de una política para regular el tráfico de drogas a nivel mundial. Al tratarse de un delito transnacional, la DEA necesitó convertirse en una policía mundial a la que no le importa si está violando o no la soberanía de un país. Argentina viene rechazando sistemáticamente desde 1987 la idea de que las fuerzas armadas participen de la lucha contra el narcotráfico, algo que se decretó con el gobierno de Mauricio Macri y que fue vetado por el de Alberto Fernández. No sería extraño que, si Patricia Bullrich volviera a un lugar como el Ministerio de Seguridad, lo intente de nuevo a pesar de que no hay ningún especialista que justifique un accionar militarizado de las fuerzas federales en el enfrentamiento contra las bandas de narcotráfico. «
En este momento, mientras usted lee estas líneas, un gendarme puede estar usando dólares de la caja chica de la DEA en la Triple Frontera. Un policía bonaerense, mendocino, cordobés, santafesino, formoseño o salteño puede estar dirigiéndose a un curso, en una camioneta donada por la DEA, para aprender a usar tecnología entregada por la agencia norteamericana que encara en todo el mundo su «lucha contra la droga». Un oficial de la Policía Federal puede estar usando a la DEA para blanquear un dato que obtuvo ilegalmente. Un delincuente, «buche» de la policía y/o espía cuentapropista, puede estar instigando a un narco para que le venda droga, con el premio de la DEA como zanahoria.
Un abogado puede estar siendo tentado por la DEA para que se convierta en facilitador, a cambio de ser apoyado en su carrera para ser juez. Si fuera posible, mejor del Fuero Penal Económico. Un juez federal o un funcionario nacional o provincial pueden estar siendo visitados por un agente de la DEA, paso previo a ser invitados a realizar un curso todo pago, incluido un tour por ciudades de Estados Unidos. Algunas de esas conclusiones pueden obtenerse tras leerse La DEA en Argentina. Una historia criminal.
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Me parece muy interesante que un periodista argentino se anime a historiar un organismo que después de 50 años de actividad ininterrunpida en Latinoamérica ha demostado su sospechosa inoperancia en la lucha contra el narcotráfico . Cuando en realidad ha sucedido todo lo contrario.