Un poco por el aislamiento y otro poco por una creciente conciencia alimentaria, frutas y hortalizas crecen en jardines, patios, terrazas, balcones y hasta veredas cultivadas solidariamente por los vecinos.
Los girasoles de la calle Roseti al 1000, en Chacarita, corrieron peligro de ser desterrados –junto a lechugas, tomates y compañía- cuando semanas atrás el Gobierno de la Ciudad amenazó con desalojar esa huerta vecinal impulsada por el colectivo El Reciclador. El barrio salió en su defensa y, vigilias y difusión mediante, lograron frenar el avance de la gestión de Horacio Rodríguez Larreta sobre los 80 macetones –en realidad, cubiertas de auto intervenidas artísticamente- dispuestos en la vereda.
La aguerrida defensa de esa huerta da cuenta de un fenómeno mayor. Que no sólo ocurre en el espacio público sino también en el privado. Y que venía marcando tendencia en los últimos años, pero que terminó de explotar y consolidarse en tiempos de barbijos, distanciamiento social y permanencia en el hogar. Fueron muchas las casas y departamentos que hicieron huerta en su rinconcito con sol, por mínimo que fuera. Porque hace bien ver crecer vida en un contexto en el que abunda lo contrario.
Quedate en casa
Mariel Rodríguez se dedicaba al reiki, esa terapia alternativa que se basa en el uso de las manos sobre los cuerpos de las y los pacientes. Las sesiones eran en un consultorio instalado en la casa de su mamá, una persona mayor. El distanciamiento social y los cuidados dispuestos para grupos de riesgo en el marco de la pandemia la obligaron a interrumpir su actividad. Con más tiempo en casa y menos ingresos, apostó a la huerta. En el barrio Belgrano, en Rosario, consiguió el primer kit de semillas de parte del Programa Huerta Familiar Santafesina. Los cultivos crecieron y se multiplicaron hasta cubrir todo su patio, y sus tres hijes adolescentes están descubriendo su faceta «huertera».
“El patio de mi casa es chico, pero está aprovechado por todas partes. Donde mirás, hay una planta. En todas las ventanas, en la terracita, en donde hay un hueco, hay una planta”, describe Mariel en diálogo con Tiempo. Siempre tuvo plantas, pero su huerta nació en pandemia, con acelga, dos variedades de tomates, pimientos, curry, tomillo, romero, lechuga, zapallitos. Además, se integró a un grupo de huerteros urbanos para el intercambio de semillas. “Nos encontramos con todos los protocolos, en una plaza, con barbijo, rociando con alcohol los paquetes que intercambiamos. Si lo tenés que comprar es un gasto, pero recolectás y lo intercambiás, es buenísimo”, invita.
La huerta de Eva Iglesias también nació con la pandemia. En su terraza del barrio porteño de San Cristóbal, un macetón gigante de cemento alberga frutillas, lechugas, tomates y acelgas al pie de un ficus. La “mini huerta” coexiste con la casita de madera y los juegos de plaza de su hija Electra, de tres años y medio. “Le encanta esta cosa lúdica de que algo pueda crecer y después puedas comértelo. Comencé a fines de 2020 y creo que influyó el contexto de pandemia, fundamentalmente en hacerme el tiempo de pensarlo, de generarlo, de tener muchas más plantas en casa y la responsabilidad de poder cuidarlas”, cuenta. Bailaora de flamenco, la crisis sanitaria interrumpió sus shows y la corporalidad de sus clases se volcó al Zoom. Más tiempo en casa fue también más tiempo en la terraza. Sin conocimientos previos, empezó con la práctica y luego se puso “a descubrir un poco cómo es el ciclo de cada cultivo”. Ahora piensa en hacer un taller virtual y aprender más, para sostener el nuevo hábito que se instaló en su casa.
Una buena que deja el Covid
Carlos Briganti también comenzó con una huerta terracera, pero hace mucho: doce años. Allí nació el colectivo El Reciclador. Su labor ganó visibilidad en las últimas semanas, cuando hubo que defender del desalojo la huerta de Chacarita. Pero desde que irrumpió el coronavirus, su trabajo como impulsor de huertas urbanas se multiplicó.
“Hay un interés creciente porque, pese a todo el blindaje informativo sobre las ‘bondades’ que brindan los ultraprocesados del supermercado, se filtra lo nocivo de esa alimentación deficiente. La gente ya sabe eso y empezó a traccionar. Son cada vez más las huertas que producen. Y gracias a esta pandemia, mucha gente entendió que la salida viene por ahí y puso manos a la obra”, remarca el referente. Y contrasta “las cosas buenas y las malas del Covid: la buena es que nos obligó a todos a repensarnos dentro de esta urbanidad. A entender que si no empezamos a cambiar el sistema, estamos en el horno”.
“A todo el mundo le llama la atención ver un girasol en la ciudad. Pensábamos que necesitaban grandes extensiones de tierra, pero los tenemos en Roseti al 1000: girasoles de dos metros. En pandemia necesitamos espacio verde, y claramante tenemos un déficit. Empezamos a traccionar y sobre un espacio público que reivindicamos como nuestro, los vecinos empezaron a producir alimento en la vereda”, cuenta Briganti. “Porque todo lo que está en la verdulería, lo podés tener en la calle. Es más sencillo de lo que se cree”.
Para Lucrecia Michelotti, la pandemia implicó que uno de sus trabajos se pusiera relativamente en pausa, y que el otro se expandiera como una enredadera. Docente de talleres de huerta en escuelas de todos los niveles, tuvo que ingeniárselas para dar algunos contenidos de forma virtual pero ya no pudo compartir con chicos y chicas la presencialidad y el manoseo de tierra y plantines. En cambio, le llovieron pedidos de cajones para huertas y kits de semillas para comenzar. Desde Benavídez, donde vive, lleva huertas a medida, sobre todo a casas y departamentos porteños.
“Lo venía haciendo como hormiga militante y de golpe se abrió un panorama mucho más masivo. Con la pandemia, la gente se asustó e intentó procurar su alimento como fuera. Y hay algo de lo terapéutico: estás en un lugar re urbano y podés conectar con algo que hace bien”, resalta. Y plantea que se puede “adecuar un rincón” con un poco de luz y sol para tener una huerta en cualquier lugar.
Para quien no dispone ni siquiera de ese pequeño rincón, sugiere acercarse a las huertas urbanas como las que impulsa Briganti. “Vamos a tener que volvernos un poco más conscientes con todo. Es un momento para revisar hábitos. Y esta es una propuesta sanadora”.
Sin jardín, se aprende en el valcón
Marcela Arellano trabaja en un call center y vive en un departamento de Boedo. No fue la pandemia sino el temor al efecto de los agrotóxicos lo que la llevó a armar su propia huerta en el balcón. Pero, durante la crisis sanitaria y sin jardín de infantes para su hija de tres años, Tania, ocuparse de las plantas se convirtió en un gran plan.
“Una nena de tres años y medio, sin jardín y sin poder estar en compañía de nenes y nenas de su edad, ya no sabe qué hacer, y una tampoco ya sabe a qué jugar –dice Marcela- Así que vamos al balcón a regar las plantitas. Ella le pidió al papá que le compre una regadera de su tamaño. Y aprende que de una planta puede hacer otras, generar vida. Aprende sobre procurarse sus propios alimentos. Tratamos de inculcarle esa conciencia”.
Docente y huertera, Lucrecia Michelotti también destaca este aspecto: “Por ahí estás viviendo en un ámbito re urbano pero tenés interés en que tus hijos conozcan qué se come en cada temporada, cómo son los ciclos. Y está lo sensorial también para los más chicos: formas, colores. En los colegios, los padres me dicen: ‘No comía nada verde, y desde que la ve crecer, se le anima a la lechuga’”.
Una escuela agroecológica
Mientras el debate por la presencialidad en las escuelas sigue su curso, una nueva escuela está por nacer. Será la segunda Escuela de Agroecología Urbana, que se sumará a la que armó Carlos Briganti en su propia terraza, cuna del colectivo El Reciclador. Ahora, en la sede de la murga Los Verdes de Monserrat (Solís 1986), se construye un espacio de formación que “enseñe a producir en balcón, terraza, vereda”.
“Espero que esto sirva para que se multipliquen las huertas en la urbanidad”, dice Briganti, y anuncia que las inscripciones comenzarán en marzo y que la actividad será a cambio de un bono contribución. “Es una herramienta pedagógica que puede ayudar mucho en esta pandemia, y no tenemos ayuda de nadie. Los funcionarios no entienden esto como una salida para quien está encerrado en su casa. En CABA tenemos hectáreas y hectáreas vacías, terrenos ociosos a los que nadie da importancia. Como no nos dan ni uno, empezamos a plantar en la vereda. Estamos haciendo escuela con esto de producir alimento en la vereda. Estamos demostrando a las autoridades que este es el camino. Ojalá lo entiendan”, se esperanza, y opina que “debería ser obligatorio tener huerta en las escuelas, y la que no tiene espacio, podría generarlo en una plaza”.
Presupuesto inicial
Una cajonera estándar de 90×20 y sin patas, tiene un costo de alrededor de 3500 pesos. El kit de plantines y sustrato, 2000 pesos. Valores que maneja Lulú Huertas (de Lucrecia Michelotti), para quien se decida a empezar en su casa.
Huertas de verano
En terrazas y patios porteños, suelen ser necesarias media- sombras o algún mecanismo que cubra parcialmente a las huertas del pleno sol. Y mucha agua: una planta de tomate en crecimiento puede consumir unos 20 litros por día. Sobre los pisos de material en ámbitos urbanos, la temperatura puede llegar a 50°.
El compost
El colectivo El Reciclador instala composteras barriales para explicar a los vecinos que lo que tiran también son recursos. En muchas viviendas porteñas, sobre todo entre parejas sin hijos y con poco tiempo, primero se instala el hábito de generar compost (abono generado a partir de residuos orgánicos). Y después sí nace el afán por la huerta.
No sólo en CABA
El fenómeno de las huertas urbanas se replica en distintos puntos del país. Según el Ministerio de Producción de la provincia de Santa Fe, entre marzo y mayo, primera etapa de la cuarentena, se entregaron 50 mil kits de semillas y unas 200 mil personas se involucraron en huertas familiares o comunitarias. En Bariloche, en 2020 fueron 1900 las familias que adquirieron semillas del Programa de Agricultura Urbana y Periurbana.
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