La primavera negra se llevó en tres semanas a mis dos amigos. Mascotas, compañeros, familia. Pienso líneas para despedirlos. Yo extraño.
“El entierro de los muertos” es uno de los cinco capítulos que engordan el poema más groso de Eliot, más groso de la literatura inglesa del siglo XX. Tiene 434 versos y se llama La tierra baldía. Lo leo en la noche de luna llena que no se deja domesticar. Juan Forn decía que la literatura es un laburo colectivo. Le hago caso y reescribo los versos en mi cabeza. Me encomiendo al santo patrono de las contratapas: “Octubre es el mes más cruel engendra: / lilas de la tierra muerta, mezcla / recuerdos y anhelos, despierta / inertes raíces con lluvias primaverales”.
Oigo ladrar a los perros, los gatos saltan en los techos de los vecinos. Yo lloro un poco. Quiero rascarle la pancita a la China, acariciar el lomo atrigrado del viejo bóxer mientras duerme a mis pies. Ya sé, ando con saudade, me abraza fuerte la dulce melancolía. La nostalgia por lo que ya no está. Y no va a volver. El maestro Yoda da lecciones otra vez: “Preparate para dejar ir todo lo que tenés miedo de perder”. Que la fuerza me acompañe.
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Me consuelan los recuerdos de las aventuras con mis amigos de cuatro patas. Aunque los científicos insistan en que los seres que habitamos en este planeta somos puros átomos y moléculas, me gusta pensar que en realidad estamos hechos de historias. La de Chini arranca a principios de 2011, cuando llegó a casa. Era chiquita como una perla sin cicatrices. Cabía en la palma de mi mano. Se la regalaron a Romi, mi ex esposa. Minina de ojitos achinados color sol, naricita con forma de corazón Dorins y peludo tapado gris plata. Gatita de elegante linaje mersa, mitad persa y mitad callejera. Chica sensible -muy sensible- y escurridiza, le gustaba jugar a las escondidas. Pasaba horas en la terraza soñando con cazar pájaros, pero en realidad no mataba ni una mosca. Lo suyo era el avistaje en el bosque de cemento que crece al sur de la ciudad.
Durante años, la Chinita durmió la siesta hecha un ovillo sobre mi escritorio, mientras yo escribía para ganarme la vida. Gatita de la guarda, no me dejaba solo, ni de noche ni de día. A veces le leí. Le gustaban los haikus felinos de Jack Kerouac: “Buscando a mi gato / en la maleza, / Encontré una mariposa”.
Poco tiempo después, allá por 2012, llegó otro regalo. Un bóxer poderoso como Bonavena y simpático como el beatle Starr. Mi vieja no dudó para el bautismo: lo llamamos Ringo. De cachorro tenía forma de fitito. Después se vino grandote como Mohamed Alí. Hijo del alba, por las mañanas Ringo me lamía la cara con su lengua Stone y exigía su religiosa caminata. Agarrábamos su correa, esa libertad de metro y medio, y zarpábamos a la aventura. Caminatas eternas hasta El Coloso que custodia el Riachuelo en la parte más obrera de la obrera Avellaneda. Derivas situacionistas hasta Constitución. Alguna vez nos perdimos en las islas del Delta, por el salvaje oeste Conurbano y más allá. Era peregrino.
A veces sentía que Ringo me aconsejaba sin decir una sola palabra. A lo sumo una mirada o un suspiro alcanzaban para conectarnos. Era un sabio como Diógenes, el filósofo de la escuela cínica que apodaban “El Perro”. Cínico es una palabra que viene del griego, del adjetivo kynikos, perruno. Nos gustaba cantar y perrear. ¿Nuestra canción favorita? “I Wanna Be Your Dog”. Ladrábamos rabiosos con Iggy y sus Stooges. El poder del perro.
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Pasamos las mil y una en estos doce años juntos. Andanzas y desandanzas. Épocas de vacas gordas y también muy flacas. Sobrevivimos. Recibí amor sin confines de Chini y Ringo. Un amigo me dijo que me enseñaron a amar. Tenía razón.
Ringo, el peregrino, empezó a tener problemas para caminar hace dos años. Artrosis fue el diagnóstico. Sus patas delanteras seguían siendo fuertes como las de un corredor olímpico, pero las de atrás fueron apagándose lentamente. Probamos con vitaminas, suplementos y hasta con un carrito. No se rendía. Siempre estaba feliz, contento y listo para la próxima aventura. Cuando dejó de subir las escaleras, yo le hacía upa para escalar a la terraza. Era peso pesado. En agosto nos dimos un flor de porrazo bajando los escalones. Me fracturé una costilla, Ringo tuvo sólo unos rasguños. La Chini fue nuestra fiel enfermera los últimos meses.
Una mañana mientras lo sostenía para que tomara agua, las patas delanteras de Ringo dijeron nocaut. Nos miramos un rato largo, después lo bajé a su camita y lo acaricié por más de una hora. Tiritaba, tuvo algunos espasmos, el estoico bóxer se mostró frágil por primera vez. Vino Cecilia, su veterinaria. Dijo que cuando llegaba a una casa y no la recibían con ladridos o moviendo la cola, las cosas no andaban bien. Explicó que Ringo estaba sufriendo, que iba a seguir sufriendo. Lo mejor era ayudarlo a irse. Sacrificarlo, hacerle eutanasia. Dejar ir a mi amigo me desgarró el corazón. Se durmió en paz, escuchando a los Beatles, rodeado de quienes lo amábamos. Una parte de sus cenizas quedaron en la plaza de Osvaldo Cruz y San Antonio, su lugar en el mundo.
Ya les conté que la Chini era muy sensible. Pocos días después de la partida de su amigo, dejó de comer y andaba muy triste. En la veterinaria me dijeron que estaba anémica, que tenía una infección por pulgas, que los años no vienen solos. Le compré los antibióticos y la mimaba todo el día. Le leí poemas: “La luna tuvo / un bigote de gato / Por un segundo”. Ella se dejaba cuidar, pero siguió muy caída. El lunes 14 de octubre me vino a buscar mientras desayunaba. Noté que no respiraba bien. Antes de salir para el veterinario se desmayó. Murió en el living de casa. Yo le acariciaba la cabecita. Eligió irse en paz. La enterré debajo de un pino en la casa de mis viejos en Haedo. Sobre la tierra revuelta dejé unas flores de Santa Rita. Las olía siempre en la terraza, eran sus preferidas.
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Ayer fui a la redacción y hablé con Laura, jefa de Diseño, compañera y amiga de fierro de Tiempo. También anda de duelo. Hace poquito perdió a Miles, un gato morocho medio jazzero que la acompañó 13 años. No para de recordarlo. Me contó que encontró unos bigotes del finado minino, los enmarcó y ahora cuelgan en su casa junto a los retratos de sus seres queridos. Sus tesoros.
En latín, recordar significa volver a pasar por el corazón. Ringo y Chini quedarán para siempre en el mío. Hermano perro, hermana gata, los extraño. «
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