Victorias Populares es un trabajo de Fernando Borroni que publicó Colihue. Historias de tiempos de luchas, todas con alguna relación con aquél 17 de octubre del ’45. "De estas páginas se saldrá embarrado hasta el cuello, confundido, enojado, y al mismo tiempo limpio en la razón, feliz en el sentir y entero en la convicción”, dice el autor. Como adelanto, un extracto del capítulo 2.
(27 de octubre del 2010)
Aquella mañana despertó sobresaltado. Un mal sueño le quebró la paz en la que duermen los que sueñan. Percibió un clima enrarecido. El aire, los olores, el silencio. Todo igual que siempre, se dijo. Pero distinto a siempre, advirtió. “Pero el siempre es, ni más ni menos, que un capricho de las emociones, porque en verdad nada es como siempre, ni para siempre”, pronunció en voz alta como si una multitud estuviese frente a él ansiosa por escucharlo y aplaudirlo hasta rabiar.
Se rio de sí mismo, como lo hacía cada vez que jugaba a ser el dirigente de su propia vida.
Abrió la ventana. El afuera era luminoso, cálido, anfitrión de esos días que lo convencían que el adentro no era tan malo.
El sol soberbio en su ardiente altura y el cielo tan antojadizamente celeste no podían ser presagio de nada malo. La suave brisa que le susurraba al oído le daba esa palabra de aliento siempre necesaria al amanecer.
Puso la pava a calentar. El chillido lo incomodaba. Miró su vieja radio y pensó en encenderla. Sólo imaginar una voz interrumpiendo esa mañana lo aturdía. No lo hizo. La televisión, desde la quietud del rincón y la inutilidad a la que solía invitarlo, lo seducía en su perversidad. La miró con desprecio, sin siquiera intentar prenderla y continuó su paso hacia el mate, el único con quien estaba dispuesto a entablar algún tipo de diálogo esa mañana, en donde todo era tan crudamente igual que sabía a distinto.
Él no lo recordaba, pero a decir verdad, algo hacía distinto ese día…
En cualquier momento alguien golpearía con timidez la puerta de su casa para ser invitado a pasar e interrogarlo acerca de su vida. Un desconocido, o una, que le iba a preguntar de qué iba la cosa, cómo vivía, con quiénes, qué hacía, qué dejaba de hacer. “Es el día del censo nacional”, recordó abruptamente al ver en la mesada su diario de cabecera del día anterior. Eso lo hacía distinto, confió.
Habían sido muchos los años en los que estuvo parado, sin trabajo. Por aquellos días y desde algunos años ya había recuperado su actividad pero aún le costaba diferenciar entre un feriado, un sábado, un domingo, un día no laborable o simplemente un paro.
Los argentinos y argentinas estarían “guardados” en sus casas para, por un minuto, ser visibles, para más tarde ser contados tras unos fríos números. Sería un hermoso día de descanso. En cada casa de las grandes ciudades, en cada remoto pueblo del inmenso territorio argentino, el juego de entrevistado-entrevistador se echaría a andar.
Por un instante se entusiasmó al fantasear con que una joven morena, simpática y desprejuiciada sería su censista. “¡Quizás en unos minutos entre por esa puerta una dama, la invite a pasar, se siente frente a mí, y al mirarnos a los ojos, uno a otro, descubramos que nos estábamos buscando sin saberlo, y al fin nos encontramos!” exclamó frente a esa multitud imaginaria con la que habitaba. Volvió a reírse. La soledad en la que vivía le permitía jugar, una y otra vez.
Era un octubre caluroso pero se tenía de beber, de comer y cómo acondicionarse. Los tiempos en la Argentina habían cambiado. Siete años atrás había asumido Néstor Carlos Kirchner a la presidencia de la Nación y por aquellos días del mes de octubre del 2010 una mujer llamada Cristina Fernández avanzaba en una política de ampliación de derechos sólo comparable a los mejores años del peronismo. Nada hacía suponer que ese día sería un punto bisagra en la política argentina y en su vida personal. Pero lo fue. Y él lo percibía, aunque no lo sabía.
El censo nacional sería un buen termómetro de esa Argentina que había cambiado tanto a partir de la llegada de ese hombre del sur argentino.
Pensó sobre qué contarle a esa joven, por dónde empezar. Si narrando sus penurias de desempleado que durante 3 años vivió de prestado o de ese hombre nuevo que en los últimos años había conseguido un trabajo digno que le cambió la vida.
Siempre mantuvo viva su pasión por informarse, sabía con claridad que los índices de pobreza y de desempleo habían disminuido notablemente, que el salario mínimo se había elevado, que el desempleo había caído abruptamente. Que el crecimiento del país era inocultable y que la pobreza se había reducido a la mitad de cuando el flaco del sur había asumido. Así le decía él a Néstor Kirchner: “el Flaco del sur”. Cada vez que discutía sobre política repetía sus dos frases de cabecera: “¡Los argentinos no tenemos más deudas, gracias al Flaco del sur! y “¡este tipo metió en cana a los milicos!” eran las expresiones con las que, dichas en un tono adecuado, creía dar por terminadas todas sus discusiones.
El país había cambiado, había que contarlo y plasmarlo en el censo. Se apresuró a la ventana para ver si alguien llegaba. De pronto sintió ganas de hablar, de contar, ya no a esa multitud imaginaria que habitaba sus paredes, sino con una persona real. Es más, él quería que la censista no supiera mucho de historia ni de política, así él podía lucirse.
Él se había reconciliado con la política. En sus 54 años había estado más tiempo alejado de ella, enojado, perturbado que gozando de su compañía. La falta de trabajo lo azotó más de una vez. La imposibilidad de tener su casita y vivir alquilando lo hizo, en un par de oportunidades, ya de grande, dejarlo todo y volver a vivir con su madre. Si se detenía a pensar su historia había sido muy dura, más de una vez no tuvo para morfar y el mate cocido por las noches era su único manjar. “Pero no le voy a contar todo esto a la censista” se prometió mirándose fijo al espejo: “La voy a ahuyentar”. “¡Además hay cosas para celebrar, muchas!”
Miró el reloj, ya eran pasadas las 11 del mediodía, el silencio de su hogar esperaba ansioso ser interrumpido por el timbre que le anunciaría el comienzo de ese momento deseado.
Se acercó a la ventana, las calles estaban desiertas. Respiró profundo y suspiró. No alcanzó a volver a tomar aire que sonó el timbre. Corrió ansioso hasta el portero: “Sí, ¿quién es?” “Vengo a hacer el censo”, le dijo una voz femenina del otro lado. “Ya le abro”, contestó.
Se miró al espejo y se abalanzó excitado hacia la puerta. La abrió.
No podía creer lo que estaba viendo, su predicción se había cumplido. Del otro lado estaba ella, tal cual la había imaginado. Joven, sencilla, cargando una pesada mochila que parecía ahogarla, cubiertas sus mejillas por enormes auriculares que garabateaban su belleza. De jeans y con las zapatillas apropiadas para una larga caminata.
Apenas le sonrió: “Me llamo Abril y vengo a censarlo”. No terminó de pronunciar su presentación que se quebró en llanto.
–¿Qué te pasa? –le preguntó sorprendido–. ¿Qué te pasa, piba? –volvió…
No encontró respuesta. Sólo la desnuda expresión de un alma desconsolada que no podía detener sus lágrimas. “Pasá, sentate”. Ella estaba inmóvil.
Él atinó a abrazarla con cierta timidez. Ella dejó caer su rostro sobre su pecho.
–¿Qué te pasa? –volvió a preguntarle.
–Se murió.
–¿Qué? ¿Quién?
–Se murió Néstor –respondió ella en voz baja.
–¿Qué Néstor? ¿de qué me hablás?
De pronto se quedó helado. No supo qué decir. No lograba comprender con claridad qué sucedía. La soltó.
–¿Qué decís, piba? ¿De dónde sacaste eso?
–Prendé la tele…
La miró con cierta desconfianza pero obedeció. Caminó hasta la tele y la prendió. Todos los noticieros hablaban de lo mismo. “Murió Néstor Carlos Kirchner. Falleció esta mañana en El Calafate”, “La muerte de Kirchner conmueve al país”, “El adiós al hombre que cambió la Argentina”.
Ya no había dudas. La noticia era verdad. Todos los medios hablaban de su muerte. Giró su cabeza y la miró. Ahí estaba ella… en silencio, sentada en el viejo sillón de cuero, donde dejaba caer sus lágrimas ya sin pudor. Se acercó cuidadosamente a su lado, la abrazó con firmeza y lloraron juntos como si se conociesen desde siempre. Pero no, no se conocían. Al fin y al cabo ella era sólo una mujer que de casualidad llegó a su puerta para hacer su trabajo, de la que apenas sabía su nombre. Sí, a la que había esperado para charlar de su cotidianidad, con la que había fantaseado seducirla, en esa maldita costumbre machista y egoísta de buscar conquistarlas a todas para alimentar su ego. Pero por una jugada arbitraria de la muerte se encontraban acunándose, uno a otro, para resguardarse del dolor.
“Perdoname. No sé cómo te llamas”, le dijo ella. “Manuel”, le respondió seco… Sus miradas se clavaron en la pantalla de TV. Las agujas del reloj se largaron en su carrera por liberar el tiempo, para llegar al momento en que el sol se esconde. Los desconocidos habían pasado toda una tarde hablando del Flaco, así le decía ella a Kirchner, sin darse cuenta. El censo había perdido su sentido. Nadie quería preguntar y nadie quería responder.
La televisión les devolvía la imagen de cientos, miles de argentinos que arribaban a la Plaza de Mayo a despedir a ese hombre, que no era cualquier hombre, había sido presidente. Obreros, maestros, familias enteras, jóvenes silvestres, dirigentes políticos, ancianos junto a sus nietos, barriadas populares, ciudadanos de a pie, todos cubrían una larga fila hacia la puerta de la casa de gobierno donde en el Salón de los Patriotas yacía el cuerpo de Néstor Kirchner, custodiado por esa mujer tan indescriptible como imprescindible, que recibía el amor de su pueblo.
–¡Vamos a la Plaza! –gritó ella. Él aceptó de inmediato. Tomó las llaves de su casa, la tarjeta del colectivo y se aprestó a salir…
–Perdoname –le dijo ella–. No sé si querés ir, no quiero obligarte, es que…
Él la interrumpió: –¿Qué me decís? Vamos…
La tomó de la mano y fueron a la plaza…
“Hoy es un día muy triste, aunque cantemos. Porque perdimos a un líder, el que dignificó al obrero, al trabajador, al niño, a la escuela, a la medicina, a la ciencia. Yo soy una jubilada, una de las que mereció una jubilación por lavar platos y criar hijos, y eso no se lo puede olvidar nadie”, es lo primero que escucharon al llegar a la plaza.
Bajo el sol de aquella tarde en la plaza el dolor comenzaba a tener contenido político, el llanto no era más que el sentir de un pueblo que había perdido a uno de los suyos, a uno de los mejores de los suyos.
“A los pobres les devolvió la dignidad. ¡Comíamos de la basura! ¡Ahora tenemos, por lo menos la comida, la leche… y ahora se murió! Tenemos que apoyar a la señora Cristina. Los jóvenes tienen que apoyarla. Ningún presidente fue como él; Perón, Evita y Kirchner” gritaba una anciana frente al micrófono de la televisión…
Algo pasaba en esa plaza que ambos no lograban entender. Tanta gente, tan distintas unas a otras, tanto amor asfixiado por la desazón, tanta esperanza frente al abismo. Por qué todo eso, si apenas había sido un político. Un político de esa política bastardeada que años había atrás había violentado al pueblo, con la que nos habían engañado. La que había permitido y operativizado el saqueo de nuestro país.
Se miraron uno a otro, tras ese velo de cristal que blindaba sus retinas, para tratar de entender porque lo que a ellos les pasaba, le sucedía a miles que eran como ellos y a otros miles que no eran como ellos. “Yo no soy político, soy sólo un hombre pobre de Venezuela que estoy acompañando a mis hermanos argentinos. Y quiero decirle que cuando el pueblo reacciona así, esto es un mandato, esto es un ejemplo para todas las poblaciones del mundo. Vean lo que está ocurriendo acá: ¡Un pueblo llorando a un hombre, un pueblo llorando a un hombre!”, gritaba a viva voz el hombre moreno para que todos lo escuchen. Como una bandera elevaba su grito, para que sea flameada ante el mundo…
Esa última frase le impactó… “un pueblo llorando a un hombre”. ¿Qué pasó para que en tan poco tiempo, en apenas 7 años (poco y nada en la vida política de un país), se haya pasado de aquel “que se vayan todos los políticos” a llorar desde el corazón y la razón a un político?
–¿Qué pasa, Abril? –le preguntó en voz baja–. No logro entender cuándo un pueblo es capaz de llorar a un hombre.
Ella no tardó en responder: “Cuando ese hombre lo dignifica”. Él bajó la vista ante lo evidente.
–Manuel, mirame a los ojos –lo apuró ella–. Escuchame bien, compañero… Un pueblo puede equivocar sus broncas, puede equivocar sus enojos, pero jamás equivoca sus lágrimas. Se puede odiar sin motivo, pero no se puede amar sin él…
Se quedó sin palabras, mirándola fijamente a los ojos. Ella miró tímidamente al piso y dejó caer su primera sonrisa. Él la abrazó y juntos entraron a despedirse de ese hombre que era todo un pueblo…
Aquella plaza que despidió a Néstor Kirchner sintetizó una victoria popular, conducida por un hombre que nos devolvió la política. En esa tarde como un pétalo en flor la política había vuelto a sentir, a vivir, porque a partir del 25 de mayo del 2003 todo había cambiado. Creíamos, pensábamos, soñábamos, accionábamos, cantábamos, nos enojábamos por y para la política. Habíamos resucitado.
Néstor se iba, pero nos dejaba vivos y militando enamorados de la política. Y quizás Manuel tenía razón cuando aquella mañana, esperando a la censista, pensó: “¡Quizás en unos minutos entre por esa puerta una dama, la invite a pasar, se siente frente a mí, y al mirarnos a los ojos uno a otro, descubramos que nos estábamos buscando sin saberlo, y al fin nos encontramos!”.
Sí, se estaban buscando sin saberlo y al fin se encontraron. Es que los compañeros y compañeras andamos así por la vida, buscándonos sin saberlo, pero más temprano que tarde en las grandes alamedas nos encontramos.
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