Columna de opinión de Miguel Russo, escritor y periodista
El tren, para el tipo, era algo así como, ¿cómo decirlo?, ¿la vida?, ¿un cacho de la vida? Sí, un cacho de la vida. El tipo piensa eso, que el tren era un cacho de su vida. Un cacho importante, claro. Años anduvo en ese tren que, bienvenido sea, iba a adecentarse con las obras de electrificación y cambio de unidades. Años en los que se acostumbró a ese tren, ida y vuelta el tren, ida y vuelta su vida, cinco días a la semana, todas las semanas, como el tren se iba acostumbrando a él. Piensa el tipo, por ejemplo, si fue él el que se acostumbró a los horarios del tren o el tren a sus horarios.
Él, el tipo, se acostumbró, por ejemplo, a los lúmpenes que iban de un lado a otro (no importa dónde fuera un lado, no importa dónde fuera el otro) siempre un poco desaliñados, siempre un poco pasados de alcohol malo, siempre a punto de quedarse dormidos o a punto de despertarse para empezar de nuevo con el alcohol malo, siempre con discursos entrecortados. Él, el tren, se acostumbró, por ejemplo, a su melancolía mañanera, a su mirar por la ventanilla suponiendo que en aquella casita perdida en el medio de miles de casitas, impersonal, repetida, podría ser feliz, con esa felicidad animal que no necesita de consignas, ni de certezas ni de otra vida, que sólo es pura felicidad sin espectacularidades ni grandes cambios. Él, el tipo, se acostumbró, por ejemplo, a la guitarra verde de Cachito, el ciego buscavidas (uno de los tantos buscas que caminaban vagón tras vagón vendiendo, ofreciendo, pidiendo, montando su show, sobreviviendo) que tiene, sin proponérselo, la extraña habilidad de maltocar una canción en la guitarra y malcantar otra distinta con una precisión pocas veces vista. Él, el tren, se acostumbró, por ejemplo, a sus permanentes anotaciones en una libretita mientras viajaba, como aquella vez que anotó que había mucho de tren en Arlt: la sensación de algo que está irremediablemente mal, desprolijo, pero, así y todo, la determinación de seguir para adelante.
Juntos, el tipo y el tren, descularon esa extraña condición de los asientos de cualquier vagón. Condición única, que no se repite ni en los de los colectivos ni en los de los subtes, sólo en los de los trenes. Los asientos de los trenes, pensó el tipo y lo sigue pensando, reciben un pasajero tras otro pero no toman, nunca, jamás, la forma de alguno de ellos. Siguen siendo absolutamente impersonales hasta que a un pasajero cualquiera se le ocurre dejar una marca, la suya, la privada, esa necesidad tan humana como absurda de decir al mundo yo estuve aquí. De pensarlo, decirlo, grabarlo para la posteridad en uno de esos asientos.
En estos diez meses en que le sacaron el tren (el tipo, por esa aversión que siente por las frases hechas, se niega a pensar que perdió el tren), piensa el tipo, le sacaron mucho más que el tren. Le sacaron algo de los sueños y algo de las realidades. Le sacaron geografías y biografías. Le sacaron ganas. Le habían prometido (y el tipo piensa que las promesas, todas las promesas, así como los carteles de información del Roca, estaban hechas hacia él, para él) que volvía en tres meses. Pero ya pasaron diez y no hay caso, no se acostumbra a viajar de otra manera.
Siempre pensó que viajar era otra manera de leer. Siempre pensó que viajar era otra manera de escribir, de pensar. El tipo, claro, para que no haya lugar a dudas, cuando piensa en viajar, no piensa en aviones ni en barcos, no piensa en viaje de vacaciones, ni en viaje de bodas ni en viaje de negocios. Cuando piensa en viajar, piensa en el tren. Por eso piensa que viajar era otra manera de leer, de escribir, de pensar. Eso hacía en el tren: viajaba leyendo, viajaba escribiendo, viajaba pensando. Para decirlo todo, entre Constitución-La Plata/La Plata-Constitución, ida y vuelta, ida y vuelta, cinco días a la semana, viajaba viviendo, piensa el tipo.
Ahora viaja, sí: algunas realidades, transformadas, tergiversadas, siguen ocurriendo como ocurre la vida. Viaja pero no se acostumbra. Ni a los anteojos negros de los choferes de colectivo que inciden de manera brutal en su vida con el mero hecho de hacer que no ven las señas desesperadas de parar por favor unos metros más acá o más allá de la parada (ese brazo extendido estúpidamente hacia nadie, hacia nada, hacia el vacío de la solidaridad laboral). Ni a la tristeza inhumanamente amontonada de los subtes donde cada uno se mira para adentro con la vista fija en cualquier cosa. Ni a los pareceres repetidos una y mil veces de los taxistas, esos que no se cortan ni con el y bueh de rigor ni con el silencio más cerrado. No hay caso, no se acostumbra ni quiere acostumbrarse.
Diez meses hace que le sacaron el tren, piensa el tipo. Y sabe, con esa forma de saber que sólo brinda la falta de toda certeza, con esa forma de saber que llega de manera tan instantánea como intensa, que desde hace diez meses la vida se convirtió en un error. <
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