La alegría se ha transformado en una obligación. Los deprimidos, los tristes, los pesimistas, los angustiados, los que no manifiestan una euforia permanente son víctimas de un nuevo tipo de discriminación, forman parte de un colectivo cuyos derechos nadie se encarga de defender.
No hace falta esforzarse en sesudas observaciones sociológicas para comprobarlo. Basta con hacer 15 minutos diarios de zapping. En todas las propuestas televisivas, desde los noticieros y los espacios de deporte a los programas de cocina, los conductores se esfuerzan en realizar pasos de comedia que no hacen más que demostrar su falta de talento para la actuación, lo cual es lógico, porque es difícil entender que un periodista además de informar –o desinformar–, tenga que divertir, o que un meteorólogo deba anunciar tsunamis, sequía e inundaciones –de un tiempo a esta parte el planeta entero parece comportarse como el pueblito que inspiró la zamba «Añoralgias» de Les Luthiers– con una sonrisa de oreja a oreja que desmienta la tragedia que muestran las imágenes.
También es inentendible que cocineros y cocineras deban bailar frenéticamente mientras preparan una torta o hacen milanesas a la napolitana. Y que deban hacerlo, además, incluso en detrimento de la comprensión de la receta por parte del espectador, porque las interrupciones constantes, la dispersión y la enloquecedora “ilustración” del musicalizador de cada situación genera un clima de locura generalizada que hace que explicar cómo se hace un pollo al horno insuma 25 minutos de pura “diversión” y el olvido de los ingredientes y procedimientos fundamentales para reproducir la receta en casa de los televidentes.
Un marciano con curiosidad antropológica que no conociera los códigos culturales de la televisión vería a toda hora un grupo de personas eufóricas enchufadas a 220 hablando a los gritos y en actitudes bufonescas independientemente del tema que traten. Es que según una arraigada teoría, la televisión es entretenimiento y el entretenimiento, según parece, implica comportarse como un maníaco desatado.
Quien aspire a conducir un programa de cualquier tipo deberá tener en cuenta una clave fundamental: en la televisión las preguntas son retóricas. Lo que se espera no es que el entrevistado conteste, sino que el entrevistador hable e interrumpa ni bien el otro comience a contestar, porque ninguna respuesta puede ser más importante que mantener el timing televisivo. Escuchar al otro es una pérdida de tiempo.
Curiosamente, esa misma televisión, en cada aniversario de la muerte de Fabián Polosecki, le rinde un sentido homenaje a quien, entre otras innovaciones, introdujo en el ámbito televisivo el silencio y la profundidad, dos elementos que toda producción rechaza de plano porque, según parece, son muy artísticos, pero no “garpan”.
Pero, para ser justos, la televisión no es la única que practica la cultura de la alegría a ultranza. Todo hijo de vecino que quiera “divertirse” el día de su cumpleaños pondrá la música al mango y gritará encima para que lo escuchen no solo en el barrio, sino también en Marte. Porque uno de los requisitos de la alegría es que sea ruidosa hasta la agresión. ¿Quién puede divertirse si no le arruina la noche al vecino?
Aquel que no sea groseramente alegre y no viva la vida con la actitud de estar siempre enganchado en el carnaval carioca del final de una fiesta de casamiento será tildado con el más infamante de los epítetos: amargo, lo que hoy es considerado una forma suprema de la criminalidad. No es casual que hoy el término “divertido” se aplique indiscriminadamente a un plato de pastel de papa, un análisis clínico o una tragedia griega.
En una entrevista realizada por la periodista Ana Pérez Cotten para Télam a la escritora neoyorkina Sigrid Nunez referida a su última novela, Cuál es tu tormento, la autora dice: “La empatía es algo natural en el ser humano, pero pareciera ser que en los últimos años creamos una suerte de resistencia para escuchar y cuidar de los otros. Hay toda una profesionalización del cuidado que nos aleja de escuchar a los otros y de atender a sus tormentos. Los consejos son: andá a un grupo, andá al psicólogo, andá al médico, consultá a un especialista. Entonces la gente siente que si habla de sus problemas pasa un límite. Hemos perdido el lenguaje que usábamos para escuchar a los demás y ayudarlos. Queremos distraerlos, les ofrecemos fórmulas y clichés”.
Lo que dice Nunez es rigurosamente cierto. Todos vivimos sometidos a un proceso de infantilización que nos lleva a subirnos al trencito de la alegría conducido por la Pantera Rosa, con el Hombre Araña y Superman como copilotos.
Pero si hasta Superman es vulnerable a la kriptonita verde, ¿no sería hora de que abandonáramos el voluntarismo del “tú puedes” y colgáramos en el perchero la capa voladora de la ruidosa alegría impostada? «
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