Vuelve el silencio. Salvo esa respuesta cínica y fugaz de los cacerolazos. En la web, una tabla negra con letras rojas arroja la cifra de contagiados en el mundo que se arrima a los 2 millones y la de los muertos se tiñe con los más de 100 mil. Como en las guerras, los muertos no se ven, sólo se ven fosas comunes. Pero están. La cifra provoca escalofríos.
En la tele, en la cola del súper, en la charla telefónica con la familia, en la vida misma, desborda el monotema. De vez en cuando alguien se acuerda de los músicos salvadores. Distinto a médicos, enfermeros, científicos, pero a su modo también salvan. Aparecen pantallazos de cada uno de ellos armando «La Cigarra», o el Himno, más parecido al de Charly que al de Blas Parera. El que salvó la tarde del programa ómnibus que fomentó la solidaridad, pero también la hipocresía: o qué es eso que las mismas voces de los locutores/periodistas idiotas o arteros, o ambas cosas, que durante horas se burlan de la audiencia y ahora -por una causa noble, sí- se entremezclaran con otros y ni así pueden disimular su desfachatez. También en estos casos es bueno tener memoria.
Ese Himno, el «Sólo le pido a Dios», o la «Zamba para no morir», con la voz de la Negra incluida.
O los pañuelos blancos que todavía sacude el viento en balcones y ventanas, desde esa “marcha” silenciosa e íntima del 24 de Marzo. Ahora en la radio suena Spinetta. El Flaco hace casi cuatro décadas decía: “Hoy el lobo suelto está, mira sus ojos brillar, en el desquicio del fuego inocente”. Se refería al fin de la dictadura. No a una pandemia.
¿Será éste el fin de una era como parece preanunciar nada menos que el Financial Times? En este mundo dado vuelta de campana, advierte: «Será necesario poner sobre la mesa reformas radicales, que inviertan la dirección política predominante de las últimas cuatro décadas». Opa… «Los gobiernos deberán aceptar un papel más activo en la economía». ¿Qué? «La redistribución volverá a estar en la agenda». Deben haberlos hackeado… «Las políticas hasta hace poco consideradas excéntricas, como los impuestos básicos sobre la renta y la riqueza, tendrán que estar en la mezcla», auguran. El rey Felipe V de Borbón fue quien acuñó la frase «A rey muerto, rey puesto».
En la radio nunca hay silencio. Suena la voz quebrada de Robert Plant en «Escaleras al cielo». Al rato aparece Laura Alonso. ¿Ahora? Pide por la Oficina Anticorrupción para los sobreprecios. ¿Ahora? Saqueos, fugas, blanqueos, deuda externa, formidables robos, usos y abusos apañados por el Estado que integró. Nada justifica que se despilfarren o se atraquen los dineros públicos, bajo ningún pretexto. Pero indigna el descaro de esa tipa. Eso tampoco habrá que olvidar.
Ni a Tecnópolis, convertido en un baldío abandonado, que ahora será hospital de campaña; al Malbrán, de un chiquero a un honra nacional; a la ciencia, de un desecho a un factor central , de dignidad y de orgullo; o a tanto cambio de paradigma que deberíamos mantener una vez que pase el silencio. También la reflexión-pregunta que reprodujo: ¿qué habría pasado si no nos condujera este gobierno y sí el anterior? Si no se hubiera privilegiado la salud a la economía, padeceríamos decenas de miles de infectados y miles de muertes. No es una suposición: es una demostración matemática que realizan científicos argentinos y del mundo. La grieta entre lo evitable y lo inevitable. Es la vida o la muerte. ¿Quién se habría hecho cargo de esas muertes? ¿Alguno de los nueve gobernadores sobre 50, de EE UU, que no decretaron la cuarentena en un país arrasado por el coronavirus y la locura por preservar las riquezas? Acá también pasa: presiones, despidos y otras bajezas. En definitiva, un nuevo capítulo de una antiquísima puja. Los factores de poder muestran los dientes como siempre, aunque por estas horas la crueldad quede más expuesta. Esta vez, “no es la economía, estúpidos…”, el yo no quiero perder; no me importa la cantidad de muertos que venga.
Suena Susana Rinaldi en la radio: “Tu silencio ya me dice adiós”. En las calles de la ciudad hay perfume de otoño, las hojas cambian de color antes de caer, el sol entibia como si fuera un constante domingo. Desde cualquier balcón, cualquier terraza, cualquier vereda, cualquier parque, el silencio matinal se acompaña con un aroma fresco, agradable, insólito. Cuentan que hay ciervos en algunas rutas y que los pingüinos suben a ciudades quietas del sur. Cuentan que hay quietud en las Cataratas del Iguazú, no sólo por la cuarentena, sino porque no hay agua. ¿Será otra bravuconada de Bolsonaro? Repiquetean las imágenes del mundo en cuarentena. Más de la mitad de la población total. Nueva York vacía. La torre Eiffel muda en una París triste. La Puerta del Sol madrileña de luto, desamparada ante tanta muerte. Y encima se apagó Luis Eduardo Aute.
También cuenta la historia que en la Navidad del ’74, la excusa fue una campaña para evitar los crecientes ruidos molestos del tránsito porteño. Al Obelisco, que ahora añora la compañía de bocinazos, lo habían adornado con un cartel, a modo de collar: “El silencio es salud”. López Rega, su ideólogo, también quería silenciar a políticos, periodistas, artistas y sindicalistas disidentes. Tiempo después, otros gobernantes adhirieron al concepto con variado éxito y escasa vergüenza. Por el contrario, el gremio de periodistas, antes de terminar el siglo XX protagonizó una campaña ante la censura: “La peor opinión es el silencio”.
Así llegamos a este domingo de Resurrección. Domingo de Pascuas. En pocos días se cumplirán 33 años del «Felices Pascuas. La casa está en orden». Raúl Alfonsín le habló a una muchedumbre en la Plaza. Qué lejos estamos de manifestaciones multitudinarias. Qué lejos de que todo esté en orden. De todos modos, los maestros y profesores a la distancia siguen enseñando. Como tantos otros laboran frente a las compus. Hoy todo el mundo tiene Zoom. Cientos de ventanas y páginas se abrieron gratis. Hay sobreinformación y también hay impodemia. Como hay avalanchas de series, películas, teatro y música para pasar mil años en cuarentena. Las redes estallan en mucha pavada, y alguna cosa interesante. También aprendimos a vernos mediante las apps más variadas y así querernos, trabajar, hacer gimnasia, aprender a bailar, informarnos o informar, simplemente hacernos algunos mimos a la distancia o bien cantar el feliz cumpleaños frente a la pantalla, para no parecer tan aislados y solos. Distopías del siglo XXI
Y aunque la costumbre conduzca al silencio, en el celu suena la agria traversera de Ian Anderson, reedificando el «Bourée» de Bach. Pero al rato se desvanece y, en un instante, surge la vocecita de Manu. El “Hola, abu” y su sonrisa del otro lado de la pantalla, sacuden la realidad. Y recuerdan que la felicidad existe, a pesar del coronavirus.
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