Cuando entró en la morgue, el cuerpo estaba tendido sobre la camilla. Había muerto apenas horas antes. De hecho, él estaba allí para certificar la causa de la muerte: un aneurisma en el corazón.
Realizó un examen rápido y se dispuso a firmar la planilla cuando, de pronto, un pensamiento desconcertante recorrió su mente.
Los deseos del difunto habían sido claros, y el pedido explícito: quería que lo cremaran, pero ¿eso quería decir que la humanidad iba a perderse la única posibilidad de estudiar su cerebro?
En ese segundo, decidió que no. Que eso no podía ocurrir.
Agarró un escalpelo, abrió el cráneo, cortó algunos vasos sanguíneos, tomó esa masa gelatinosa entre sus manos, la colocó en un frasco y salió del hospital sin mirar atrás.
Thomas Harvey acababa de robarse el cerebro de Albert Einstein.
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Einstein murió a los 76 años en el Hospital de Princeton, en la madrugada del 18 de abril de 1955. Tal como había pedido, su cuerpo fue cremado para que su tumba no se convirtiera en un lugar de culto.
Así que imaginen la sorpresa cuando, unos días más tarde, los familiares del físico vieron en el diario un titular que aseguraba que su cerebro sería preservado para futuros estudios.
Hans, hijo de Albert, inmediatamente llamó a la institución para pedir explicaciones. Desde allí lo comunicaron con Harvey, responsable de la autopsia. Tuvieron una larga conversación en la que el médico le explicó por qué creía que era sumamente importante preservar el cerebro que se había robado.
Finalmente, Hans accedió a que lo conservara siempre que lo tratara con respeto y no lo exhibiera públicamente.
Harvey lo prometió. De allí en más fue el custodio del cerebro del físico.
Lo observó hasta el último detalle, lo midió, lo pesó, le sacó muchísimas fotos. Después lo cortó en 240 trozos.
Su idea era enviarlos a diferentes centros de investigación. Y así lo hizo: repartió pedacitos por todo el mundo. El resto lo guardó en dos frascos almacenados en su sótano.
Pero nada fue como él había esperado.
Casi nadie respondió a sus envíos. A nadie parecía interesarle estudiar esos trozos de cerebro. Harvey siguió insistiendo y se obsesionó. Finalmente, su esposa lo abandonó y perdió su trabajo.
Entonces decidió irse a recorrer el país. Incluso cruzó la frontera hasta Canadá. ¿Y el cerebro? Todo el tiempo lo llevó en el baúl de su auto, por más de 6000 kilómetros.
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¿Por qué tanto interés en el cerebro de Einstein? ¿Qué lo hacía alguien tan importante? La cultura popular, que ha reproducido sus pelos eléctricos, su nombre y su lengua hasta el hartazgo, como el ejemplo de lo que es (o cómo es) un científico, concuerda con la obsesión de Harvey. Pero, ¿qué motivos hay para esto?
Un primer indicio lo puede dar –maravillas de internet mediante– el revisar las portadas de distintos diarios de Estados Unidos y Europa del 9 de noviembre de 1919 y días sucesivos: de forma bastante inusual para los medios masivos de comunicación, aparece destacado allí un descubrimiento científico, que habría «derribado las ideas newtonianas» y producido una «revolución en la ciencia». Un astrónomo inglés, Arthur Eddington, había publicado los resultados de sus observaciones del eclipse de mayo de ese año, las cuales corroboraban una predicción que ocho años antes había formulado un físico hasta entonces mucho menos conocido, un tal Albert Einstein. Que su predicción se hubiera mostrado acertada catapultó a Einstein a la fama mundial de la noche a la mañana, y no sin razón. La hipótesis de la que se desprendía esa predicción no era una hipótesis científica más: ella resultaba incompatible con la física de Isaac Newton, que –desde su publicación en 1687– era para la comunidad científica el ejemplo de teoría científica… verdadera.
En efecto, para algunos filósofos de la ciencia, como Imre Lakatos, los éxitos de la física de Newton la habían colocado como la prueba de que el conocimiento científico era posible. Es como si finalmente la comunidad científica hubiera podido decir: «¿Tienen dudas de que podemos conocer el mundo? ¿Les preocupan los interminables desacuerdos entre las teorías? Fíjense: ahí está la teoría de Newton, que es verdadera y viene siendo confirmada hace más de dos siglos”. Hasta que vino Einstein y la tiró abajo.
Desde ese momento, ya no se pudo decir que sabemos que una teoría científica es verdadera; solo podemos decir que hasta ahora viene “encajando” con la experiencia, pero que nada descarta que el día de mañana sea refutada. Con lo cual Einstein no solo revolucionó la teoría física: también cambió nuestra imagen epistemológica sobre el conocimiento científico en su conjunto. Y, como frutilla del postre, el propio Einstein se ocupó, también en 1919 –poco más de un mes después de la difusión de las observaciones de Eddington–, de enunciar estas tesis epistemológicas y decirnos que, en ciencia, nunca podemos verificar una teoría.
No faltaban razones para pensar que debía haber algo especial dentro de la cabeza de Einstein.
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Recién en 1978 la historia del robo salió a la luz cuando el periodista Steven Levy logró encontrar a Harvey y al cerebro. Rápidamente se hizo conocida y le empezaron a llegar pedidos de pedacitos para estudiarlos.
Así, se emprendieron distintas investigaciones.
La primera, de 1985, mostró que tenía menor número pero mayor tamaño de unas células llamadas gliales que actúan como «soporte» de las neuronas y participan en el procesamiento de la información.
Más tarde, en 1996, se descubrió que la corteza prefrontal del cerebro de Einstein, la parte responsable del pensamiento matemático y espacial (cómo se ubican los objetos en el espacio, por ejemplo) estaba más desarrollada.
En 2012, se observó que el cerebro tenía una cresta más que lo común en su lóbulo frontal medio, un área relacionada con la planificación y la memoria de trabajo.
Un año después se vio que su cuerpo calloso era más grueso de lo normal. Se piensa que esto podría haber permitido una mejor conexión entre los dos hemisferios del cerebro.
Y hay más. Pero… ¿explica algo de todo esto la excepcional inteligencia de Einstein? No tenemos ni idea.
Lo que sí sabemos es que, aunque le llevó casi toda su vida, Harvey consiguió lo que le había prometido a Hans y lo que se había prometido a sí mismo: conocer un poco más acerca del cerebro del físico.
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Einstein fue una figura extraordinaria de la física, sin dudas, pero también alguien que vivió justo en un momento de grandes desarrollos científicos y tecnológicos (algunos de ellos tan aparentemente banales como la telegrafía y los ferrocarriles) para los cuales los problemas del tiempo y de la sincronización resultaron cruciales. Contar una historia de grandes genios individuales que se suceden unos a otros no es, ciertamente, la única forma de pensar la construcción del conocimiento científico. Y puede llevarnos a perder de vista el carácter colectivo de esta empresa. Si pensamos la ciencia (tomando prestada una metáfora) como algo parecido a la construcción de una pared, la mayor parte de las personas aportará algunos granos de arena y otras algún que otro ladrillo, y cada tanto aparecerán quienes de un saque traerán veinte o treinta. Pero los Galileo, los Newton, las Marie Curie y los Einstein de la ciencia no podrían prescindir de los ladrillos que otras personas colocaron antes.
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La historia del robo del cerebro de Einstein, nos guste o no, muestra el culto a la figura del genio individual.
Antes de morir, Harvey donó lo que quedaba del cerebro al Hospital de Princeton, y actualmente se pueden ver algunos pedacitos en el Mütter Museum de Philadelphia.
Justamente lo que Einstein no quería que pasara. «